Revista de Relaciones Internacionales Nro. 12

Diálogos: Con José Paradiso*

 

* Sociólogo. Director de la Escuela de Relaciones Internacionale de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad del Salvador. Profesor de Teoría de las Relaciones Internacionales y de Política Exterior Argentina en varias universidades nacionales y privadas.

Lo ocurrido en el mundo durante la última década nos ha obligado a revisar los criterios con los que, quienes nos dedicamos al análisis de la política internacional contemporánea, definimos su horizonte y ensayamos conjeturas sobre su futura evolución. Hasta fines de los años ochenta lo habitual era identificarla con el ciclo de la Guerra Fría. Se arrancaba del último tramo de la Segunda Guerra Mundial en cuyo transcurso los líderes de la coalición vencedora legislaron sobre el orden postbélico; para seguir con el análisis de las circunstancias que determinaron la ruptura de la Gran Alianza, la conformación de bloques y las distintas etapas por las cuales fue atravesando la confrontación entre los mismos; todo dentro de un marco estructural definido por la bipolaridad. Las principales controversias que concitaban el interés de los especialistas se instalaban en dos ejes bien diferenciados. Por un lado el que incluía capítulos tales como las circunstancias y responsabilidades en la ruptura de la Alianza y el origen de la Guerra Fría, la naturaleza y la lógica de la confrontación, la jerarquización e interrelación entre los clivajes Este-Oeste y Norte-Sur. Por otro lado aquel en el que los temas dominantes eran los que giraban en torno de la continuidad o el cambio de la estructura del sistema internacional - bipolarismo, bipolarismo laxo, difusión de poder y multipolaridad,- definidos en función de la ponderación y evaluación y de los distintos recursos de poder.

Esta delimitación del campo de la política internacional contemporánea descansaba sobre un presupuesto principal: que el escenario no habría de registrar, al menos en el corto y mediano plazo, modificaciones significativas, esto es, que aun admitiendo la posibilidad de algunos cambios secundarios e independientemente de que adoptara formas hostiles o distensivas, la dinámica del sistema seguiría siendo básicamente confrontatoria. Parece oportuno recordar, solo como uno de tantos ejemplos, un trabajo de Stanley Hoffmann publicado en 1985, en el que ensayaba un «Esbozo del futuro sistema político internacional». Entre los futuros insinuados por Hoffmann, quién comenzaba admitiendo que uno de los factores que condicionaba negativamente la tarea que se había impuesto, era la carencia de una fundamentada teoría del cambio en el campo de las relaciones internacionales, no figuraba la eventualidad de un giro decisivo en la trayectoria de la Guerra Fría, ni mucho menos el derrumbe del sistema político dominado por la Unión Soviética.

Por otra parte, aquel enfoque tenía la ventaja de permitirnos describir y analizar los acontecimientos que se habían venido sucediendo durante algo más de cuatro décadas, vinculándolos con los marcos teóricos de las relaciones internacionales -desde la formulación clásica de realismo hecha por Morgenthau en 1947 hasta los más recientes desarrollos de la interdependencia compleja y el institucionalismo liberal-; cuerpos teóricos que a su vez, como bien sabemos, surgieron y prosperaron en íntima ligazón con antiguos o nuevos dilemas en torno de la formulación de la política exterior estadounidense.

Naturalmente, esta forma de abordar la materia no podía sobrevivir a los episodios que se sucedieron vertiginosamente desde 1989, lo que para muchos «expertos» fue un hecho sorpresivo y sorprendente -basta recordar que hubo quienes para referirse a esa fecha comenzaron a hablar del «annus mirabilis» imponía un cambio de perspectiva, tanto para poder echar luz sobre el inesperado desenlace de la Guerra Fría, como para orientar las previsiones sobre lo que podía ocurrir de ahí en adelante. Explícita o implícitamente se planteó el interrogante acerca de los nuevos horizontes para el análisis de la política internacional contemporánea, cuestión que, por cierto, está muy lejos de constituir una preocupación de orden secundario, ya que remite a la diferenciación entre el abordaje metodológicamente fundado del científico y el registro de los comentaristas de la política mundial. Una primera respuesta, la más convencional y probablemente la menos comprometida con el propósito explicativo que es propio del abordaje científico, fue desplazar el límite hacia adelante y agregar la denominada Post-Guerra Fría, frecuentemente asociada a la idea de una «Nueva Agenda». De este modo, la política internacional contemporánea se termina asimilando cronológicamente a la segunda mitad del siglo. A la cuestionable pertinencia de ésta perspectiva se agrega la justificada prevención respecto del enfoque «de agenda». Con mucha frecuencia, éste deriva en una visión fragmentada de la realidad de la que pretende hacerse cargo, un listado de problemas tratados en forma independiente o apenas reparando en algunas vinculaciones formales. Por cierto, la ausencia de una perspectiva integral de largo plazo que se haga cargo de la naturaleza de los procesos sociales es parte de aquella tendencia epocal que prescinde de la búsqueda de sentido y resigna el propósito de comprender la lógica que gobierna los complejos fenómenos mundiales. Respecto de esto viene a la memoria un comentario que hace Lester Thurow sobre las características de recientes discursos intelectuales. Los ve como reflejo de aquella parábola india en la que un grupo de ciegos se sienten cada uno como partes de un elefante: la cola, los colmillos, las patas, las orejas, el lomo, etc. Cada uno piensa que es un animal diferente y cuando informan que es lo que han sentido describen animales diferentes. El elefante real nunca surge de su análisis. La segunda opción parece mucho más fértil. Consiste en hacer coincidir el análisis de la política internacional contemporánea con lo que Erice Hobsbawm denomina el Siglo XX Corto, vale decir, el período que se extiende desde la Primera Guerra Mundial hasta el derrumbe de la Unión Soviética, adicionándole, naturalmente, lo ocurrido a partir de éste último episodio. Puede observarse que, si se acepta la interpretación de aquellos autores que consideraban que la confrontación entre el Este y el Oeste se inició tan pronto triunfó la revolución rusa y se constituyó el estado soviético, este encuadre cronológico se corresponde con lo que podríamos denominar la Guerra Fría Larga, lo que enriquece considerablemente el cuadro de hipótesis que se hacen cargo de la dinámica mundial. Pero probablemente, lo más atractivo de este enfoque, es que permite examinar los varios «post-órdenes," del siglo XX: los que sucedieron a la Primera y Segunda guerras mundiales y el que vino después de la finalización de la Guerra Fría. La comparación entre estas tres situaciones, tanto en el capítulo correspondiente a la configuración de la estructura del sistema internacional como en lo referido a las tendencias conflictivas o cooperativas sugiere interesantes vertientes de investigación. Puede hablarse de una tendencia a la concentración de hegemonía; multipolaridad en los años veinte, bipolaridad a partir de 1945 y unipolaridad en los años noventa?; ¿Cómo se presenta y resuelve en cada momento la aparición de nuevos actores estatales o las relaciones entre potencias y estados débiles? ¿Cuáles las consecuencias de la multiplicidad de actores no estatales?. Etc. etc.

Pero existe todavía otra alternativa. Abusando de la terminología de Hobsbawm la definiríamos como la del Siglo XX largo. En este caso, el itinerario de la política internacional contemporánea comenzaría en el último tercio del siglo XIX -si se quiere establecer una fecha precisa, aproximadamente hacia 1870- y se extendería hasta el presente. Existe una buena cantidad de razones por las cuales preferir este enfoque; la principal: nos permite trabajar sobre la convergencia e interrelación entre los abordajes interestatales tradicionales y los que privilegian los procesos sociales, económicos e ideológicos, en particular los de la economía política internacional. Adicionalmente, esta perspectiva permite un mejor registro de la evolución -y razón de ser- de los distintos marcos conceptuales de la disciplina de las relaciones internacionales, sumándole a los desarrollos posteriores a 1945, aquellos que prosperaron durante la primera mitad del siglo: la geopolítica, el pacifismo o el realismo de los años de guerra

Esta "mirada larga" pone énfasis en la relación entre las configuraciones del poder y las circunstancias propias del desenvolvimiento del capitalismo, especialmente dos momentos del proceso de integración del mercado mundial que se han registrado en poco más de un siglo: el que se inicia a fines del XIX y el que transcurre durante el último cuarto del XX. En rigor, aparecen como dos peldaños de un proceso secular de globalización e interdependencia, asociado a un conjunto de notables desarrollos científicos y tecnológicos, particularmente importantes en materia de transportes y comunicaciones, que propician nuevos patrones de localización geográfica de actividades productivas y transforman radicalmente hábitos, modos de vida, valores y sistemas de creencias . Entre las muchas evidencias de la solidaridad entre estos dos momentos puede mencionarse la suerte corrida en lo que va del segundo, por fenómenos que, como el surgimiento del estado de bienestar, o el desarrollo de la organización sindical surgieron o se consolidaron durante el transcurso del primero con el propósito de responder y/o corregir las desigualdades y turbulencias que engendraban los arbitrios del mercado.

Resulta muy ilustrativa en este sentido la consulta a aquella literatura que a fines del siglo anterior y principios del actual, mencionaba el impacto de «las transformaciones en todos los planos de la vida y todos los rincones del planeta». Existía en esos años la certeza de que se asistía al alumbramiento de una nueva época en el mundo, caracterizada por una creciente - e irreversible - interdependencia entre cada una de sus partes. Ya entonces, como en rigor ocurriría en cada una de las instancias del largo proceso de «mundialización», abundaban las metáforas sobre el achicamiento del mundo. En su Introducción a la Historia Contemporánea, Geoffrey Barraclough menciona el comentario hecho por un historiador alemán en los primeros años del siglo: «el mundo es más duro, más belicoso y más exclusivista -ahora-, pero también es ahora más que nunca una gran unidad en la que todo se influye recíprocamente y en el que igualmente todo choca y explota».

Parece oportuno recordar que, en el contexto de este proceso de mundialización que se produce en los cincuenta años que transcurren entre 1870 y 1920, en paralelo con las transformaciones económicas, sociales y culturales se produce la emergencia de un nuevo mapa político. El ascenso de Estados Unidos y Japón señalaban el ocaso de la era europea y el inicio de un «sistema de política mundial» (paradójicamente en momentos en que la expansión imperialista parecía reflejar el apogeo del viejo continente). Del mismo modo, puede recordarse que había contemporáneos que en esos movimientos políticos y económicos vislumbraban el fin de la etapa preeminencia del Atlántico y el inicio de una época del Pacífico, «el océano del destino», como se lo llamara por entonces..

Fue precisamente en relación con estos cambios en las configuraciones globales del poder que comenzó a desarrollarse un enfoque diferenciando de la política mundial, distinto de las tradicionales aproximaciones del derecho internacional, la filosofía política, la historia y la geografía.

A condición de que, lejos de simplificaciones y determinismos, se indague en las múltiples y complejas formas en que los movimientos que rigen el desenvolvimiento de la economía mundial se reflejan o trasladan al campo político interestatal -de que modo gravitan sobre nuevas constelaciones de poder, sobre las relaciones entre los componentes, sobre ascenso y declinación de las potencias y ciclos de estabilidad hegemónica, sobre irrupción de nuevas unidades, etc.-, la lectura de la política internacional contemporánea en la perspectiva del Siglo XX Largo parece abrir muy prometedoras posibilidades. Por un lado, permite formular nuevas apreciaciones sobre el ciclo de Guerra Fría que hasta hace pocos años monopolizaba la atención y respecto del cual muchos creían que estaba todo dicho (¿Cuánto justifican esta nueva lectura los enigmas en torno de su desenlace?). Por otra parte, nos pertrecha mejor para abordar- el análisis de las tendencias en presencia e investigar acerca del modo en que pueden evolucionar las cosas en el futuro. No es difícil imaginar todo lo que puede decirnos la correlación entre las cronologías políticas -por ejemplo la que consigna cuatro etapas: 1870/1920, 1920/1945, 1945/1970 y 1970 en adelante-, y tres grandes ciclos de la economía mundial; 1870/1930, 1930/1970 y 1970 en adelante. La presencia del mundo en nuestra experiencia cotidiana, la perplejidad ante algunas recientes transformaciones y esa sensación de turbulencia e incertidumbre que brota de la sobreinformación mediática, aumenta las urgencias por anticipar los rasgos del nuevo contexto internacional. Por cierto, eso no facilita la circunspección del investigador, forzado, en cierta medida, a dar respuestas que no está en condiciones de ofrecer, al menos, en la forma en que lo esperan muchos de los interesados. Debe actuar con mucha prudencia. No es necesario acordar con los términos del realismo

clásico para reconocer la oportunidad de un viejo comentario de Hans Morgenthau. «La primera lección que debe aprender y nunca olvidar el estudiante de política internacional -decía- es que la complejidad de los problemas internacionales imposibilita las soluciones sencillas o las profecías infalibles. Allí se bifurcan los caminos del charlatán y del letrado. La ambigüedad de los hechos de las relaciones internacionales surge a medida que se profundiza el conocimiento de las fuerzas que configuran la política entre las naciones y de los instrumentos de acuerdo a los que regulan sus relaciones. Toda situación política supone el juego de influencias contradictorias. Bajo determinadas condiciones alguna de esas tendencias habrá de prevalecer, pero nadie es capaz de prever esa circunstancia. Lo más que puede hacer el estudioso es revelar las varias tendencias que en forma potencial son inherentes a una determinada situación internacional. Puede también indicar las condiciones que favorecen la preponderancia de una de las tendencias y calcular las posibilidades de las distintas condiciones y tendencias que prevalecen en la actualidad». Si este comentario era pertinente en 1947, cuánto más debería serlo en un mundo como el de hoy. Sin embargo, no puede decirse que la recomendación encuentre el debido eco.

Cuándo revisamos la abundatísima literatura que a lo largo de los últimos años ha intentado identificar tendencias y ensayar previsiones, es fácil reconocer el predominio de dos grupos de interrogantes. Son, en definitiva, las mismas preguntas que desde el inicio estuvieron en el lugar central de la disciplina. Unas se refieren a la distribución del poder: las otras se articulan en torno de los eventuales niveles de conflicto y de la posibilidad de que este se resuelva por vías de la cooperación o escale hasta el empleo de la violencia. Naturalmente respecto de uno y otro tema, la ponderación de las tendencias, el escrutinio de los acontecimientos y el ordenamiento de los posibles escenarios reflejan, además de la información con que se cuente los supuestos teóricos del analista. Diferentes respuestas brindan los realistas estructurales o los institucionalistas liberales, los partidarios del sistema mundial o los exponentes de la teoría crítica, los neogramscianos o los postmodernos. Por otra parte, siempre está presente aquella diferenciación hecha por el ya citado Hoffmann entre «lo que es más probable que suceda y lo que debería hacerse para impedir que prospere la peor alternativa». En definitiva, la diferenciación entre dos formas de normatizar y prescribir», la que se asume francamente como tal y la que, autocalificándose como una mirada descriptiva y objetiva, gravita sobre los acontecimientos y nutre las decisiones destinadas a confirmar sus presunciones.

Asistimos a un debate sobre la polaridad, lo que es decir sobre factores y condiciones que gobiernan las concentraciones de poder y sobre criterios para evaluación de atributos. ¿Habrá un momento unipolar?, en caso afirmativo, ¿Cuánto podrá durar? ¿O, como sospecha Waltz, debe esperarse la emergencia de un esquema multipolar? ¿De qué modo los actuales desempeños económicos de las potencias pueden alentar o comprometer distintas alternativas de liderazgo? En el caso en que la evolución lo sea en el sentido de la difusión de poder, ¿cuáles son los candidatos con más chances para ubicarse en los primeros escalones de la jerarquía, Japón, Alemania, China, Rusia, la Comunidad Europea, o acaso algunas de las muchas convergencias que se imaginan: Alemania-Rusia, China-Japón, Rusia-China? No debe sorprender que sobre el particular reaparezcan -y esto podría ofrecer una justificación adicional respecto del enfoque del Siglo XX Largo, conjeturas geopolíticas que gozaron de cierto predicamento a principios de siglo. Probablemente, los escenarios que puedan esbozarse en esta materia dependen tanto de lo que pueda decirse acerca del cambio de los recursos de poder, como de las hipótesis sobre las mutaciones a que está sometido el Estado-Nación. Por de pronto, es seguro que prescindir de este fenómeno o desentenderse de las fuerzas económicas, sociales y culturales que influyen sobre él, como tienden a hacerlo la mayoría de los autores realistas podría desembocar en estériles vías.

El segundo conjunto de preguntas se agrupa en torno de la conflictividad y, en última instancia, sobre los temas que hacen a la guerra y la paz. Como lo expresa una fórmula ya convencional; ¿Habrá orden o desorden?, ¿Vuelve la guerra a ser un hecho posible?, ¿Desaparecerá entre las potencias para refugiarse en la periferia subdesarollada o excluida? ¿Plasmará, como anticipa Huntington en colisiones civilizatorias?. No es este el momento para identificar y ponderar todos los factores que gravitarán sobre las perspectivas de la guerra o de la paz. Mencionar que allí jugarán incógnitas tan fuertes como la evolución de la ex Unión Soviética, los posibles itinerarios de China o las enormes tensiones que se incuban en los espacios periféricos en los que nacerán la mayoría de los casi tres mil millones de seres que se adicionarán a la población del mundo en los próximos treinta años, es suficiente para entrever la entidad de tal tarea.

Puede admitirse que lo que vaya a ocurrir en materia de conflictividad será en parte un resultado de la forma en que terminen resolviéndose los dilemas en torno de la polaridad, pero esta misma evolución estará atada a procesos más complejos del orden económico y social.

Seguramente uno de los textos más comentados aparecido en los años que siguieron inmediatamente al fin de la guerra fría fue aquel en el que John Gaddis describía un mundo tensionado por la coexistencia de dos tendencias de signo contrario: una fragmentadora y otra integradora. Estos términos podrían tomarse como uno de los ejes seleccionados para componer escenarios prospectivos o asimilarse, ellos mismos, a escenarios alternativos: uno identificado con la imagen del orden y el otro con la de la turbulencia y el desorden.

A partir de esta dicotomía nos atrevíamos a sugerir que entre los factores que más habrían de gravitar en la preeminencia de una u otra tendencia, debía reservársele un lugar muy destacado al desempeño del modelo económico - cultural que habitualmente se identifica con la globalización. En este punto podría resultar útil la diferenciación análitica entre reacciones y efectos. En el primer caso pensamos en fenómenos que, como la xenofobia nacionalista o el fundamentalismo -con sus secuelas de intolerancia, discriminación y violencia orgánica o inorgánica- se, difunden como rechazo a la penetración del trasnacionalismo cultural; en el segundo caso de fenómenos que, como la pobreza o el desempleo, son resultado de la lógica de internacionalización de los mercados y el culto de la competitividad.

Por cierto, las perspectivas del mundo serán muy diferentes según el proceso económico mundial propicie la concentración o la distribución de poder y riquezas. Lo mismo sí puede esperarse estabilidad o turbulencia, expansión sostenida o crecimiento con intermitencias y recaídas. Sí, insuficientemente fundadas parecen las hipótesis que anuncian una larga fase de expansión, mucho más precarias aquellas que sugieren que, de producirse, derramará bienestar para la mayoría. A excepción de los más conspicuos exponentes; de la «bussines civilization», nadie niega que la devoción al mercado está produciendo un explosivo crecimiento de la desigualdad: ampliación de la brecha entre el Norte y el Sur y aumento de la pobreza tanto en el Norte como en el Sur, Y no existe ninguna razón para pensar que se trata de una situación coyuntural.

Tan pronto concluyó la Guerra Fría y comenzó a hablarse de un nuevo orden, Kenneth Galbraith, con su habitual perspicacia alertaba. «Cualquiera sea el nuevo orden internacional, debería tomar en cuenta a la pobreza como fuente principal de desorden en el mundo". Mucho más recientemente, James Rosenau, identificando una manifiesta debilidad de los principales cuerpos teóricos de las relaciones internacionales -realistas y liberales-, mencionaba la necesidad de que se le dedique mayor atención al tema de la pobreza, tanto en el nivel macro (estados pobres) como en el nivel micro (gente pobre), habida cuenta de la influencia que este fenómeno, profundamente enraizado en la dinámica globalizadora, ejercerá sobre la escena mundial.

Quizás, como sugiere Fred Halliday, lo que necesita el análisis de las relaciones internacionales es dejar de esquivar al capitalismo, superar la tradicional resistencia a tomar en cuenta la lógica del más formativo proceso internacional de los últimos siglos y decidirse a tratarlo en sus propios términos, admitiendo su gravitación sobre las circunstancias mundiales. Después de todo el capitalismo es, de momento, lo único que ha quedado en pie. Y su imperio, al menos bajo las formas en que se manifiesta en este último tramo del siglo, está muy lejos de anunciar noticias propicias para los hombres.