Revista de Relaciones Internacionales Nro. 16

Nuevas avenidas al principio de no intervención:
la injerencia humanitaria y la intervención democrática
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Guillermo Tempesta*

 

* Doctor en Leyes, Instituto Universitario Europeo (Florencia, Italia). Miembro del IRI, UNLP.

 

1. La propuesta

 

El tema que nos proponemos abordar es del llamado principio o derecho de no intervención con miras a desentrañar su significado y alcance en la actualidad.

 

Para ello mostraremos la evolución que ha sufrido desde su conformación en el Siglo XVII, pasando por su período de apogeo o mayor extensión, durante las décadas del 60 y 70, para finalmente marcar la tendencia que se registra en el presente, en que el principio aparece cediendo espacios cada vez más importantes. Esta última etapa será la que nos consuma mayor exposición y constituye el argumento central de este trabajo.

 

En esta tarea de trazar el recorrido del principio de no intervención hasta nuestros días, evitaremos formular definiciones dogmáticas y nos concentraremos en señalar cuáles han sido en las distintas etapas los elementos constitutivos del mismo.

 

Trataremos de demostrar que en la evolución actual de las relaciones internacionales y el derecho internacional, el principio de no intervención ha quedado en la práctica reducido en su contenido, en cuanto partes importantes del mismo han sido subsumidos por el principio de prohibición del uso de la fuerza, mientras que el principio de no intervención "puro" recibe en la actualidad los embates de los denominados principios de "injerencia humanitaria" y de "intervención democrática".

 

 

2. Los orígenes del principio de no intervención

 

a) El modelo de Westfalia

 

El principio de no intervención nace con el surgimiento del estado moderno y es un corolario del principio de la igualdad soberana de los estados. Importantes internacionalistas coinciden en señalar que el Estado como institución política y jurídica tal cual hoy lo conocemos, tiene su origen en Europa a partir de la Paz de Westfalia (1648) que puso fin a la sangrienta Guerra de los Treinta Años.2  En dicho conflicto las monarquías que conformarán los distintos estados europeos (muchos de los cuales subsistieron hasta el presente) conflagraron por causas religiosas (la libertad religiosa para los partidarios de la Reforma) pero también políticas: despojarse de la tutela del papado y del imperio (el Sacro Imperio Romano).

 

Precisamente, los tratados que sellaron la paz darán origen a un nuevo orden ("el orden de Westfalia") -que perdurará hasta la Segunda Guerra Mundial-, donde el reconocimiento de la libertad religiosa de los príncipes reformistas, se acompañaba con el reconocimiento de nuevas entidades políticas que con el tiempo -Revolución Francesa mediante- asumirán las características del Estado moderno: (i) conformación de una autoridad central que para imponer su poder ("imperio") (ii) en una porción de territorio y de población más o menos determinada se sirve de una (iii) burocracia estable.

 

En el campo de las ideas políticas, el nuevo fenómeno político no pasó inadvertido para Bodin (1576) mentor del principio de soberanía -tan íntimamente relacionado con la no intervención- y los a la postre justificadamente denominados fundadores del derecho internacional (Vitoria, Suarez, Gentili y Grocio) que se interesaron por los aspectos jurídicos de las relaciones entre las nuevas unidades políticas que surgían.3 

 

Ese contexto histórico es la punta del ovillo a partir de la cual se irán tejiendo los principios o reglas que regirán el orden de Westfalia hasta -como dijimos- la Segunda Guerra, cuando se impondrá un nuevo orden internacional (el "orden de la Carta de las Naciones Unidas"). Estas reglas son el mencionado principio de soberanía -o más precisamente en términos legales- "el principio de igualdad soberana de los estados", del cual derivan principios como el de la inmunidad soberana, diplomática y de jurisdicción, la integridad territorial, el de no intervención, entre otros.

 

En esta etapa, el principio de igualdad soberana y -su correlato- el de no intervención en los asuntos internos y externos de otro Estado, tienen la finalidad afianzar la entidad-estado, asegurando el respeto por sus pares.

 

Antonio Cassese recuerda que clásicamente el principio de no intervención incluia o se conformaba por tres costumbres internacionales: (i) la no interferenc_a en lol asuntoto nternrnode ototrEstadad mediaia preses f3n a a s ðf3anos s dpoderer;ii) l lao insnstaci_f u ororgizacicin enen terrrririo d dln Eststa de a acvidadadeperjujudialeses ra ototr y (i(ii la p pribicicin dede udar r osistitir los s iurgenent.4 

 

Sin embargo, durante la vigencia del orden de Westfalia, Cassese destaca que este principio no tenía la entidad jurídica suficiente para evitar que cuando un Estado sintiese afectado un interés importante pudiese recurrir al uso o la amenaza al uso de la fuerza armada. En otras palabras, dado que durante este período el uso de la fuerza armada internacional era lícito, evidentemente el principio de no intervención tenía una "existencia precaria".5  De hecho, la práctica internacional durante el período de vigencia irrestricta del modelo de Westfalia, muestra que la intervención es un recurso constante en las relaciones entre los estados. Así, puede mencionarse, a manera de ejemplo, a la política de la Santa Alianza que llevó adelante numerosas intervenciones en nombre del derecho divino de las monarquías absolutistas; las de las intervenciones de la Revolución Rusa o las de Alemania que desencadenaran la II Gran Guerra, para nombrar solo algunas.6 

 

Empero, esas prácticas intervencionistas fueron resistidas con fundamento en la no intervención que en el continente americano, a partir de su independencia, quedará expuesto en las doctrinas Monroe, Calvo y Drago.

 

b) Primeras formulaciones del principio en América

 

No es una exageración decir que los principales aportes a la formación del principio de no intervención provinieron de América, y especialmente el llamado "derecho internacional americano".

 

La doctrina Monroe (1813) constituye una primera formulación expresa del principio de no intervención como reacción a la tendencia opuesta lanzada por la Santa Alianza. No obstante esta doctrina, resumida en la polémica expresión "América para los americanos", no adquirió un valor legal, sino se limitó a esbozar la política de un país (EEUU), a pesar de las pretensiones de algunos juristas latinoamericanos que propugnaron su carácter de norma de derecho internacional.7 

 

Por su parte los aportes de los argentinos Carlos Calvo y Luis Drago, con distinta suerte, confluyen asimismo en la corriente de la no intervención. Calvo, a mitad del siglo pasado, propugnaba la inclusión en los contratos con potencias extranjeras de una cláusula por la cual, en caso de disputa, ellas renunciaban a recurrir a la protección diplomática y se comprometían a resolver la cuestión por ante los tribunales locales. La Doctrina Drago, por su parte, se originó en la reacción del entonces canciller argentino ante la aberrante incursión punitiva de Alemania, Italia y Reino Unido contra Venezuela en 1902, con motivo de cierta deuda pública impaga que el último de los países mantenía con los tres primeros. Para Drago, la conducta de las potencias europeas no solo contradecía los postulados de la Doctrina Monroe. También violaba el derecho internacional, por cuanto el incumplimiento del pago de una deuda por un Estado no podía justificar la intervención y ocupación militar por el Estado acreedor.

 

En perspectiva histórica diremos que, mientras que la doctrina Calvo, muy resistida por los gobiernos y empresas europeas, quedó en el recuerdo de los tiempos, el pensamiento de Drago hoy integra el acervo de la prohibición del uso de la fuerza, más que del principio de no intervención. De todos modos, hasta que esto ocurriera, la doctrina Drago solo acogió el apoyo de los países latinoamericanos y de los Estados Unidos, aunque en éste último caso filtrada por el General Porter en la Conferencia de la Haya de 1907, concitando aún así el rechazo de los países y tratadistas europeos.8 

A pesar de esos antecedentes, la consagración legal del principio en nuestro continente fue muy laboriosa debido a la oposición de los Estados Unidos, siempre muy reacios a adoptar compromisos jurídicos que pudiesen afectar el margen de maniobra de su política internacional -de sesgo intervencionista- en Latinoamérica, especialmente, en Centroamérica y el Caribe.9  Por ello será recién en la década del treinta cuando se adoptarán las primeras convenciones en la materia en nuestro continente: la Convención sobre Derechos y Deberes de los Estados (Montevideo, 1933), Protocolo Adicional a la Conferencia de Consolidación de la Paz (Buenos Aires, 1936) y Conferencia Panamericana de Lima (1938). Esta tendencia quedará definitivamente consolidada con la inclusión en la Carta de la OEA (Conferencia de Bogotá, 1948) -cosa que no ocurre con la Carta de las Naciones Unidas, como luego veremos- de una formulación del principio que perdura hasta el presente.10 

 

3. El desarrollo y la positivización del principio de no intervención

 

a) La Carta de las Naciones Unidas

 

La consolidación como regla de derecho internacional de la no intervención a un nivel mundial, se dará en paralelo con el surgimiento de principio de prohibición del uso de la fuerza. Y este principio, aunque con valiosos antecedentes en Pacto de la Sociedad de las Naciones (1919) y el Tratado Brian-Kellog (1928), que restringe y prohibe, respectivamente, el recurso a la guerra, encuentra recién un acogimiento pleno y universal a partir del artículo 2.4 de la Carta de las Naciones Unidas (1948). Dicha cláusula no sólo prohibe el uso de la fuerza sino la amenaza al uso, siendo esta última una diferencia importante con los tratados precedentemente citados.

 

Con la prohibición de la Carta quedaban fuera de la ley internacional los casos más patéticos de intervención: la armada o la amenaza al uso de la fuerza armada, produciéndose de esta manera la primera desmembración del principio de intervención en favor del más contundente, o en palabras de Benedetto Conforti, "urgente", principio de prohibición de la amenaza y el uso de la fuerza.11 

 

Más allá de la consagración de ese último, merece destacarse que la Carta no contiene una expresa mención del principio de no intervención como obligación de los países miembros, a pesar de las varias propuestas arrimadas durante la Conferencia de San Francisco. Hubo sí un párrafo, el punto el 2.7, que prohibe a las Naciones Unidas intervenir en los asuntos que son esencialmente de la jurisdicción interna de los estados, aunque sin que esta limitación afecte la aplicación del sistema de seguridad colectiva del Capítulo VII. Lo que preocupó, entonces, no era tanto que un Estado pudiera intervenir en los asuntos de otro, sino que la organización que nacía se abstuviera de hacerlo.

 

Es interesante detenerse en el alcance que se le pudo asignar a esa limitación para las Naciones Unidas, ya que es un elemento para tener en cuenta al determinar cuál es el alcance del brazo de la comunidad internacional en los asuntos domésticos de los estados o -en otras palabras- hasta dónde llega el límite del principio de la no intervención. Esta cuestión se trató en torno a la discusión de si correspondía introducir en el referido párrafo 2.7 de la Carta, la mención de que sería el derecho internacional -y no el interno de los propios estados- el que determinaría si una cuestión cae dentro de la jurisdicción doméstica o no. Si bien esta moción tuvo muchas adhesiones, no prosperó -por no alcanzar la mayoría exigida de 2/3-, aunque un país que votó en contra (Australia), manifestó que era innecesaria la aclaración, ya que no había otro modo de fijar la cuestión que recurriendo al derecho internacional. 12  Con este enfoque, se abría un sendero que parece se ha ido ensanchando con el tiempo.

 

b) El caso del Canal de Corfú

 

Entretanto, la Corte de Justicia Internacional pronunciará, el 9 de abril de 1949, la sentencia sobre el fondo en el caso del "Canal de Corfú" que enfrentó al Reino Unido y Albania. Este curioso fallo, que terminará en condena para los dos gobiernos, es exhibido por la doctrina internacionalista como el primero y principal antecedente jurisprudencial en materia de no intervención.

 

Recordaremos que las minas submarinas diseminadas en el canal bajo jurisdicción albanesa, destruyeron en 1948, a dos cruceros ingleses que navegaban el estrecho, resultando numerosas víctimas y heridos. Como represalia, el Reino Unido inició una serie de expediciones barreminas sin el consentimiento de Albania. La Corte determinó la responsabilidad de Albania por no adoptar el curso de acción necesario para prevenir la catástrofe y la condenó a pagar una indemnización. Respecto de la expedición del Reino Unido en aguas albanesas, el Tribunal rechazó la justificación de este país de que su acción era lícita con fundamento en una "nueva y especial aplicación de la teoría de la intervención", por medio de la cual el Estado interventor actúa para facilitar la tarea del tribunal internacional (doctrina de la autotutela o "self-help") o como método de legítima defensa. Juzgó unánimemente la Corte, que dicha teoría de la intervención era una manifestación de una política de fuerza que no puede tener lugar en el derecho internacional y, en suma, que el R.U. había violado la soberanía de Albania.

 

Como decíamos antes, para muchos autores este es el caso paradigmático de la aplicación de la regla de la no intervención.13  Tal es el caso de Eduardo Jiménez de Aréchaga, quien admitiendo la veracidad de la opinión de que mucho de la noción clásica del derecho de la intervención ha quedado "absorbida" por el art. 2.4 de la Carta (principio de no uso de la fuerza), propugna la subsistencia de la regla de la no intervención para otros supuestos (que llama "interferencia de carácter dictatorial") que no alcancen constituir una violación de la amenaza y el uso de la fuerza pero que sin embargo son contrarios al derecho internacional, poniendo como ejemplo el referido Caso Corfú.14 

 

Aunque en la sentencia del caso Nicaragua (ver 3 d)) se insinúa una interpretación similar, discrepamos con el maestro uruguayo en este punto, en cuanto nos parece que en el estado actual de la evolución del derecho internacional (transcurridos casi quince años del aquel fallo), conductas y hechos como los relatados en Corfú constituyen una clara violación del principio de no uso de la fuerza, sin que sea necesario recurrir al concepto de la no intervención para condenarlos. Por otra parte, si bien la Corte fundamentó su condena sobre la base de una violación del "principio de no intervención", en nuestra opinión con abstracción de la terminología –que pudo haberse seguido por la defensa opuesta por el Reino Unido, quien alegó una supuesta "teoría de la intervención armada"- la condena de la Corte se basó en el uso de la fuerza armada por parte de ese país.15 

 

c) Las declaraciones sobre no intervención de la Asamblea General de las Naciones Unidas

 

Lo cierto es que la regla de la no intervención estuvo por mucho tiempo mimetizada con la prohibición del uso de la fuerza. Esta noción limitada y occidentalizada del principio, como tantas otras materias del derecho internacional, recibió el embate primero de los países socialistas y latinoamericanos, y luego de los países descolonizados de Asia y África, quienes plantearon su insuficiencia.

 

Estos grupos querían extender el principio a materias mas allá de la amenaza o el uso de la fuerza, como ser: la presión política o económica, o a las intervenciones, con recurso al uso de la fuerza o sin ella, a mérito de supuestas o reales violaciones de los derechos humanos de los nacionales o extranjeros, por un país, grupo de países o instituciones internacionales. Estas prácticas eran definidas por los nuevos bloques -en muchos casos no sin justificación- como una suerte de nuevo colonialismo (o "neocolonialismo") europeo y norteamericano.

 

Esta nueva concepción ganó rápidamente la oposición de muchos de los países del bloque occidental, quienes solamente admitían la no intervención en cuanto se conecta con la amenaza o el uso de la fuerza, manteniendo la pretensión de que los estados deben tener las manos libres para influir en los asuntos de otros estados.

 

Tales posturas contrapuestas precedieron los debates en torno a la cuestión que nos ocupa, en el marco de las declaraciones de la Asamblea de las Naciones Unidas: (i) "Declaración sobre la inadmisibilidad de la intervención en los asuntos internos de los estados y protección de su independencia y soberanía" (Resolución 2131 (XX)), del 21/12/65), (ii) "Declaración sobre los principios de derecho internacional referentes a las relaciones de amistad y a la cooperación entre los estados de conformidad con la carta de las Naciones Unidas" (Resolución 2625 (XXV), del 24/10/70); y (iii) "Declaración sobre la inadmisibilidad de la intervención y la injerencia en los asuntos internos de los Estados" (Resolución 36/103, del 9/12/81)),16  que constituyen, fundamentalmente las dos primeras, por el consenso reunido en torno a ellas, los pronunciamientos políticos (y en alguna medida, jurídicos)17  más importantes a nivel mundial sobre el tema.

 

Conceptualmente, estas resoluciones definen el principio en una fórmula abstracta (y para algunos vaga) que es acompañada con cierta casuística. La fórmula de la Resolución 2625, tomando en gran medida el texto de la Carta de la OEA,18  dice que: "Ningún Estado o grupos de Estados tiene derecho de intervenir directa o indirectamente, y sea cual fuere el motivo, en los asuntos internos o externos de cualquier otro". Las prácticas enunciadas como contrarias el principio de la no intervención son:

 

(i) la intervención armada;

(ii) cualesquiera otras formas de injerencia o de amenaza atentatoria de la personalidad de Estado, o de los elementos políticos, económicos, y culturales que lo constituyen;

(iii) aplicar o fomentar el uso de medidas económicas, políticas o de cualquier otra índole para coaccionar a otro Estado a fin de lograr que subordine el ejercicio de sus derechos soberanos y obtener de él ventajas de cualquier orden;

(iv) organizar o fomentar actividades armadas, subversivas o terroristas encaminadas a cambiar por la violencia el régimen de otro Estado y de intervenir en una guerra civil de otro Estado;

(v) el uso de la fuerza para privar a los pueblos de su identidad nacional;

(vi) injerencia de cualquier forma en la elección del sistema político, económico, social y cultural.

 

Cassese piensa que el enfoque de estas declaraciones indicaban una victoria de la posición de los ex bloques socialista y tercermundista en desmedro de la posición de los países occidentales. Pero califica a este triunfo de pírrico porque el precio que se pagó fue la excesiva vaguedad en la enunciación de los componentes del principio de no intervención no relacionados con la fuerza armada.

 

En términos parecidos juzga Conforti las declaraciones sobre la no intervención, para quien las mismas no aportan mucha claridad. Para este autor, el principio de no intervención ha ido perdiendo identidad propia en la medida que se fueron reafirmando otros principios más "urgentes" como ser el de no uso de la fuerza, que hasta hace poco era la principal figura que el principio de no intervención amparaba. Las demás acciones no armadas comúnmente relacionadas con la intervención, como pueden ser la presión política y económica, sistemática y contemporáneas, para Conforti directamente se contraponen al principio de autodeterminación.

 

d) El caso de las actividades militares y paramilitares en Nicaragua

Con todo, estas resoluciones, especialmente la Res. 2625, y otras regionales (v.g. la Convención de Buenos Aires de 1936 antes citada), recibieron un fuerte espaldarazo de la Corte de Justicia Internacional en el caso de "Actividades Militares y Paramilitares en y contra Nicaragua",19  que constituye un valioso y relativamente reciente precedente en la materia bajo tratamiento.20 

 

En este fallo, pronunciado el 27 de junio de 1986, la Corte, ante la imposibilidad de aplicar al caso tratados multilaterales -incluida las Cartas de la ONU y de la OEA- por cuestiones procesales que no vienen al caso desarrollar aquí, tuvo que resolver la cuestión sobre la base de la costumbre internacional, hallando en el consenso que reunió la Res. 2625 entre los miembros de la comunidad internacional, la expresión de la opinio juris necesaria para avalar, entre otros, el principio de no intervención.

 

En este caso, contextuado en la crisis centroamericana desatada por la revolución sandinista, Nicaragua demandó a los Estados Unidos (quienes en el proceso sobre el fondo no asumieron la calidad de parte por entender que la Corte no tenía jurisdicción) por hechos tales como el minado de aguas territoriales, operaciones contra instalaciones petroleras y navales, violación del espacio aéreo nicaragüense, creación y sostenimiento de los contras y adopción de medidas económicas perjudiciales para el Estado. El Tribunal de La Haya, además de analizar la conducta del demandado desde la óptica del principio de no uso de la fuerza y la legítima defensa, abordó la cuestión del principio de no intervención.

 

La Corte definió el último principio en abstracto para luego aplicarlo a los hechos acreditados en la causa. En su opinión, el principio de no intervención tiene los siguientes elementos constitutivos: en primer lugar, debe afectar a cuestiones sobre las cuales los estados tienen derecho por el principio de soberanía a elegir libremente (v.g. elección del sistema político, económico, social y cultural y la formulación de la política exterior). Para la Corte, entonces, la intervención es ilegítima cuando un Estado trata de imponer a otro su voluntad respecto de alguno de aquéllos elementos, mediante la coacción o coerción, particularmente la fuerza, sea en forma de una acción militar directa, o indirectamente a través del apoyo a grupos subversivos. En estos casos, la acción viola también el principio de prohibición del uso de la fuerza. 21 

 

Por otra parte la Corte, admitiendo la utilización de la práctica de la intervención en el pasado en beneficio de fuerzas opositoras a un gobierno, concluye que dicha práctica no implica la existencia en el derecho internacional contemporáneo de un derecho a la intervención en procura de apoyar la oposición en otro Estado.22  Sin embargo, la Corte sostuvo que la "asistencia humanitaria" no puede ser vista como una violación a la no intervención en la medida que se adecue a los cánones de la Cruz Roja y se suministre sin discriminación. En autos no era así, ya que la ayuda de los Estados Unidos fue dada únicamente a los contras.23 

 

De lo anterior parece que la Corte considera que el uso de la fuerza puede dar lugar tanto a la violación del principio de no uso de la fuerza como el de no intervención. De hecho, el Tribunal juzgó que el minado de aguas interiores y territoriales nicaragüenses, violaba ambos principios conjuntamente con el de soberanía territorial, aunque sin extraer ninguna conclusión sobre las consecuencias de violar uno u otro.

 

La violación del principio de no intervención puro (sin el concurso del principio de prohibición del uso de la fuerza), resultó -según la Corte Internacional- por el apoyo dado por los Estados Unidos a las actividades militares y paramilitares de los contras mediante su sostenimiento financiero, entrenamiento, suministro de armas, apoyo logístico y en inteligencia que tenían el objetivo de coaccionar a Nicaragua para cambiar su forma de gobierno.

 

Cabe detenerse en las causas eximentes de responsabilidad discutidas en la causa: (i) legítima defensa colectiva, esgrimida por los Estados Unidos en función de los ataques de Nicaragua a El Salvador, y (ii) el llamado por la Corte "nuevo principio de intervención ideológica". Con relación al primero, el Tribunal opinó que las acciones de Nicaragua contra El Salvador, denunciadas por los EEUU, no tenían la entidad suficiente como para justificar el recurso a la legítima defensa colectiva (v.g. las acciones de Nicaragua no constituían una "agresión").

 

En cuanto a la segunda, los Estados Unidos pretendieron justificar su acción contra Nicaragua sobre la base del quebramiento del gobierno sandinista a ciertos compromisos de paz respecto de los propios Estados Unidos y la Carta de la OEA. Sin embargo, la Corte declaró no tener constancia de la creación de una norma vinculante que autorice a intervenir en otro Estado cuando éste opte por una particular ideología o sistema político, regla que por otro lado no fue legalmente fundamentada en la causa.24  En esta línea de pensamiento, la Corte estableció que el derecho internacional no autoriza a un Estado a recurrir al uso de la fuerza contra otro con motivo de la supuesta violación de los derechos humanos en el último.25 

 

En otro orden, la Corte se interrogó sobre si ciertas medidas económicas del gobierno estadounidense contra Nicaragua (v.g. suspensión de la ayuda económica, reducción al 90% de las cuotas de importación de azúcar, embargo comercial total, etc.) podían constituir un quebramiento del principio consuetudinario de no intervención. Sorprendentemente, el Tribunal negó dicha posibilidad, sin perjuicio de considerar tales medidas contrarias al tratado de amistad y comercio de 1956 entre las partes.26 

 

En síntesis, pensamos que el fallo expone estos criterios en lo que respecta a la intervención:

 

(i) la intervención ilícita puede configurarse con motivo de una "coacción" o acción armada, aunque en este último caso también nos encontramos frente a una violación a la prohibición del uso de la fuerza. En el caso, la Corte halló que la coacción se configuró con la ayuda a los contras, lo que nos lleva al punto siguiente;

 

(ii) la organización y sostenimiento de bandas armadas o el apoyo material en distintas formas (no meramente moral o político) a fuerzas rebeldes es un claro ejemplo de violación del principio de no intervención per se;

 

(iii) si bien el Tribunal no descartó que se pueda violar el principio a partir de medidas económicas, en el caso de medidas gravísimas como el embargo total no resultaron en una condena;

 

(iv) la ayuda humanitaria (no la intervención humanitaria, que es un tipo de "agresión", como se verá luego) suministrada sin discriminaciones no se opone al principio;

 

(v) la intervención de un Estado en los asuntos de otros, no autoriza a un tercer estado a recurrir a la fuerza en defensa del que sufre la intervención;

 

(vi) no existe un derecho a la intervención ideológica, entendido como el derecho de un Estado de intervenir (coactivamente) en otro sobre la base de que el Estado intervenido adoptó cierta forma de gobierno o sistema político. Ahora bien, la calificación de coactiva o coercitiva, por lo menos en este caso, se refiere a la presión ejercida a través del sostenimiento de una facción disidente que buscaba derrocar al gobierno. No hallamos en la sentencia constancias expresas que sostengan que la "presión" política y/o moral (esto es, la que no es una agresión armada, directa o indirecta), puedan ser merituadas como una violación al principio de no intervención, aunque la Corte sostuvo que la intervención de un Estado no justifica la adopción de "contramedidas", en particular el uso de la fuerza, por un tercer Estado.

(vii) la violación de los derechos humanos en un Estado no puede dar lugar a la intervención de otro mediante el recurso a la fuerza, aunque creemos deja abierta la posibilidad de aplicar medidas de carácter político y moral.

 

 

4. Delineando el nuevo principio de no intervención

 

La encuesta anterior, no obstante su brevedad, es lo suficientemente ilustrativa para apreciar que el principio de no intervención ha asumido en nuestros días un valor jurídico y obligatoriedad innegable, mal que les pese a ciertos gobiernos, políticos e, incluso, internacionalistas.

 

Pero tampoco nos parece dudoso que el principio tiene un contenido mucho más preciso y limitado de lo que generalmente se piensa, como quedó evidenciado en los párrafos precedentes. Ya dijimos que la positivización del principio de prohibición del uso de la fuerza ha diluido en gran parte al de no intervención. Hoy la intervención armada tiene un tratamiento especial, no siendo necesario recurrir para su juzgamiento a los estándares inherentes al principio de no intervención. De ahí que nos convence la opinión de Conforti en este punto.27 

 

Escindiendo el principio de la fuerza, nos queda lo que llamaríamos el principio de no intervención en sentido estricto o en su estado puro.

 

En nuestra interpretación, el principio contiene la tradicional prohibición para los estados de ayudar a los rebeldes o a las bandas armadas que operen en otro (aunque también esto, en algunos casos, podría ingresar al campo de la prohibición del uso de la fuerza vía la denominada "agresión indirecta").

 

Por eso pensamos que lo sustancial y especial del principio de no intervención son básicamente dos elementos:

 

(i) la adopción de medidas económicas, políticas o de cualquier otra índole -por supuesto, que no implique el uso de la fuerza- para coaccionar a otro Estado para que subordine el ejercicio de sus derechos soberanos y obtener de él ventajas de cualquier orden (o sea, la intervención como medio para cambiar una política o conjunto de políticas de un Estado); y

 

(ii) la injerencia sobre los elementos políticos, económicos, y culturales que constituyen un Estado (o, la intervención para cambiar un determinado sistema político, económico o cultural).

 

El primer componente se explica por sí mismo. Se trata de la amenaza del uso o el uso de medidas políticas, económicas, comerciales, financieras, legales, etc., por un Estado encaminadas a torcerle el brazo a otro Estado en materias que caen legítimamente dentro de su esfera autónoma de decisión.

La ilicitud no se materializa por el simple recurso a elementos psicológicos de presión o constricción, presentes en toda relación o negociación diplomática. El elemento coactivo califica la relación en la que un Estado no busca obtener su objetivo moldeando la voluntad de la otra parte mediante la persuasión y sutileza del juego político y diplomático, sino que directamente busca imponer su criterio por el camino de la unilateralidad y contra la voluntad del otro, que quiere legítimamente ejercer un derecho suyo, pero no puede hacerlo libremente por la amenaza o la adopción de una medida intervencionista por otro Estado.

 

Este elemento de violencia en la voluntad, excluye fenómenos cada vez con mayor presencia en el "mundo globalizado", como es el caso de los procesos de integración económica. En efecto, la "intervención" de los órganos supranacionales en la esfera interna de un Estado tiene base -al menos jurídicamente hablando- en el consentimiento del propio Estado, expresado en la ratificación del correspondiente tratado de integración.

 

Otro caso donde no se configura la intervención es en el supuesto de la aplicación de las represalias admitidas por el derecho internacional (esto es, una contramedida que aisladamente es ilícita, pero autorizada en tanto existe un incumplimiento previo de la contraparte). Por ejemplo, si un Estado adopta una medida que in abstracto podría ser en sí misma intervencionista, pero lo hace para constreñir a otro, a la sazón incumplidor de un compromiso que vincula a ambos, tal medida puede no reputarse ilegítima, ya que perfectamente puede constituir una reacción razonable y proporcional al incumplimiento del Estado.

 

El segundo supuesto que contradice el principio de no intervención, que podríamos denominar como intervención "sistémica", se configuraría cuando la intervención tiene en miras compeler a un Estado a cambiar su forma de gobierno o sistema político, económico, social y/o cultural. Los rasgos caracterizantes del principio son los enunciados en el párrafo anterior al cual remitimos. Sin embargo, no se aplica aquí lo explicado sobre las "represalias" porque ningún incumplimiento de un Estado puede en principio habilitar a otro a exigir un cambio de sistema, ello con la salvedad que abajo se trata. Por el momento, digamos que lo especial de esta intervención sistémica es la finalidad de la acción interventora que puede afectar no ya solo políticas o sectores de un país sino a sus estructuras más fundamentales.

 

Esbozados los lineamientos del principio, nos preguntamos: ¿el principio de intervención -aún con ese alcance restringido-, es un núcleo duro, impenetrable y absoluto o, por el contrario, admite excepciones en las cuales el princicio cede?

 

Si bien hasta hace poco todo indicaba que lo primero era lo más cercano a la realidad, las tendencias que se manifiestan en la actualidad -que enseguida repasaremos-, parecen inclinar la balanza hacia lo segundo.

 

 

5. Las nuevas avenidas al principio de no intervención

 

Decíamos que en la misma Conferencia de San Francisco, al insinuarse que el derecho internacional debía fijar si una cuestión cae o no dentro de los asuntos reservados a los estados, se producía una pequeña fisura del principio de soberanía de los Estados.28  Sin temor a exagerar, la fisura con el tiempo -a fuer de hender una cuña internacionalista- ha devenido en amplia grieta.

 

Para explorar estos desarrollos, particularizando en el principio de no intervención, creemos que el planteamiento correcto de la cuestión no pasa tanto por situarse en el plano del concepto del derecho que tiene un Estado a no sufrir una intervención, sino en el deber -o por lo menos facultad- de la comunidad internacional de intervenir en determinadas situaciones.

 

Con ese enfoque, a continuación trataremos los vectores o avenidas que atraviesan el principio de intervención, en aquellas situaciones donde la injerencia se materializa sin el consentimiento del Estado en cuestión.

 

a) La injerencia humanitaria

 

El campo de los derechos humanos y las cuestiones humanitarias ha sido desde antaño, especialmente, a partir de la vigencia del modelo de la Carta, un terreno donde la tensión entre el principio de no intervención y el principio de injerencia cobró dimensiones inconmensurables. Es que nadie puede negar el valor fundamental que tienen estos temas para la comunidad internacional, como tampoco se puede ocultar que muchas veces disfrazados con el ropaje de los derechos humanos y la ayuda humanitaria, se escondieron mezquinos intereses políticos, económicos o militares de las grandes potencias. De ahí la prudencia que exige el tratamiento de esta cuestión.29 

 

Algo es seguro en el desarrollo actual del derecho internacional: los derechos humanos y las cuestiones humanitarias hoy día transcienden las fronteras de los estados para interesar a la comunidad internacional en su conjunto. Esto tiene un fundamento filosófico y político en el hecho de que hay consenso en que las graves y masivas violaciones a los derechos humanos no pueden ser toleradas porque ponen en peligro la paz y estabilidad internacional.

 

Sobre este substrato se viene construyendo desde hace más de cincuenta años una estructura legal a partir de los sistemas convencionales de protección internacional de los derechos humanos (v.g. el de las propias Naciones Unidas, el de la OEA o el del Consejo de Europa), pero también con base a un derecho internacional consuetudinario de los derechos humanos (muy posiblemente evidenciado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos).

 

¿Cómo juega lo dicho anteriormente con el principio de no intervención? Aquí hay que distinguir distintas situaciones. Dejemos de lado las "intervenciones consentidas" producto de la interferencia de algún órgano internacional en el marco de un esquema de supervisión internacional convencional (como ser, el Pacto de los Derechos Civiles y Políticos de la ONU, o el Pacto de San José de Costa Rica de la OEA). En estos casos, como en el ejemplo anterior de los procesos de integración, la "intervención" no es tal, ya que tiene fundamento en la propia voluntad del Estado que adhirió a un tratado internacional que contempla un mecanismo de supervisión.

Lo que nos interesa a los efectos de este estudio es la intervención no consentida por el Estado que la sufre. Debemos contestar las siguientes preguntas sobre la base de la práctica internacional: (i) ¿las violaciones del derecho consuetudinario de los derechos humanos por un Estado, habilita a otro o a un organismo internacional, a intervenir en procura de hacer cesar tal situación? (ii) ¿qué tipo de violación da lugar a un intervención legal? y (iii) ¿cuál es la medida de la reacción? ¿puede alcanzar al uso de la fuerza?

 

La respuesta a la primera pregunta la venimos insinuando. Es afirmativa. No hace falta mucha argumentación para concluir que el respeto de los derechos humanos no constituye "dominio reservado del Estado" del que habla el artículo 2.7 de la Carta, sino por el contrario cae dentro de la esfera del derecho internacional. Como consecuencia de ello, ante el incumplimiento de un miembro de esas reglas, los otros estados, individual o grupalmente, tienen el derecho a reaccionar contra el Estado incumplidor. La reacción individual o grupal puede adoptar las más diversas formas, menos el recurso de la amenaza o el uso de la fuerza, porque en este caso juega el principio que prohibe esa especie, que debe tener siempre supremacía según el derecho internacional. Pensemos en el embargo de armas a la Argentina durante el Gobierno de Carter en la década del 70. A pesar que el gobierno de facto lo consideró un acto de intervención ilegítimo del país del Norte, estuvo legalmente justificado. Recordemos el embargo comercial a la Sud Africa racista, para solo citar otro ejemplo de medida intervencionista legítima.

 

Ahora bien, la práctica internacional indica que no cualquier situación de desconocimiento de los derechos humanos por un país puede dar lugar la reacción de otro o de la comunidad internacional -más allá de que toda violación a los derechos humanos es condenable-. La licitud de la intervención (que -insistimos- no debe ser armada, salvo si interviene el Consejo de Seguridad, como enseguida explicaremos) presupone una situación de gravedad inusitada como es el caso de violaciones masivas a las libertades fundamentales por gobiernos autoritarios (p.e. el caso ya citado argentino o el chileno durante el régimen militar de las décadas del 70 y 80). Otro ejemplo es el denegamiento de derechos humanos fundamentales de los "pueblos", como pueden ser el de "autodeterminación" (como fue el caso de Namibia, o es el caso en vías de solución(?) palestino, o el de Timor Oriental), o la conformación de estados con un sistema político que excluya a determinado grupo étnico (como aconteció en Sud Africa años atrás), o de hambruna generalizada (v.g. Somalia), o el de genocidio (p.e. la ex-Yugoslavia).

 

En todos estos casos, puede hablarse de un derecho a la injerencia o a la intervención de los otros estados, que puede adoptar -como lo demuestra la experiencia- distintas formas (v.g. presiones políticas, diplomáticas, medidas económicas, ayuda a los subyugados, asistencia humanitaria) hasta el límite que impone el respeto de la prohibición del uso de la fuerza.

 

Ese valladar del uso de la fuerza no puede en esta materia ser franqueado por ningún Estado o grupos de estados, sino en el marco del sistema de seguridad colectiva de la Carta.30  En efecto, la única forma de recurrir en estos casos a la fuerza sin quebrar la ley internacional es mediante la aplicación del Cap. VII de la Carta, que es el caso de la acción de las Naciones Unidas en la ex-Yugoslavia (donde -se sabe- tuvo lugar un verdadero genocidio)31  o en Somalia (donde el uso de la fuerza se autorizó con el objetivo de abrir paso a la asistencia humanitaria entre la maraña de facciones en pugna).32 

 

Es por ello que debe rechazarse lo que comúnmente se ha denominado por algunos gobiernos y juristas de países occidentales la "intervención humanitaria", 33  que es, precisamente, el recurso a la fuerza por un Estado o un grupo, justificado en violaciones a los derechos humanos por otro. Reiteramos, que el recurso a la fuerza armada queda en este terreno únicamente reservado a la comunidad internacional organizada en el marco del sistema colectivo, que inviste al Consejo de Seguridad con dicha prerrogativa.34 

 

Así queda esbozado el principio de intervención lícita en este campo. Por eso podemos decir sin cortapisa que a los dominios de la no intervención los cruza la ancha avenida de los derechos humanos. Esto por otra parte se desprende del propio fallo de Nicaragua.35  Si bien los estados, individual o grupalmente no pueden en estos casos recurrir al uso de la fuerza, quedan autorizados a adoptar las medidas políticas, diplomáticas o económicas que estimen corresponder para presionar al gobierno de que se trate, sin que por ello pueda acusárselos de violentar el principio de no intervención, que cede espacios importantes en materia de derechos humanos. Tal es así que puede hablarse en la evolución actual del derecho internacional de un derecho a la injerencia humanitaria, que tal vez adopta esta denominación para distinguirse de la "intervención humanitaria" (ilícita) del pasado, que ha sido fuente de abusos por parte de las grandes potencias.

 

b) La intervención democrática

 

Si bien este tema tiene mucha relación con el anterior (qué es la democracia sino el respeto de los derechos humanos por todos), tiene sus particularidades. Asimismo -como veremos- la cuestión es mucho más novedosa que la de los derechos humanos, y naturalmente muestra aristas más polémicas.

 

Para avanzar en la idea, cabe recordar que el derecho internacional clásico no se ha ocupado, ni le competía juzgar, sobre las formas de gobierno que adoptaban los miembros de la comunidad internacional. Para ese derecho, puede ser un sujeto internacional pleno, tanto un Estado democrático como uno autoritario. Es que la adopción del sistema político es tal vez la manifestación más importante del principio de igualdad soberana, y siempre se lo trató como materia bajo el dominio reservado del Estado. Asimismo, el derecho internacional ha tradicionalmente asumido una postura "realista", otorgando al principio de efectividad un carácter apoteótico. Siendo consecuencia de ello lo que Diez de Velasco pone en boca de Kelsen: "en Derecho Internacional todos los gobiernos son legítimos."36  El fallo de la Corte en Nicaragua, adscribe a esta postura tradicional.

Ha habido ciertos intentos en América –que es paradójicamente, por así decirlo, la cuna de la no intervención- de atemperar ese axioma del derecho internacional clásico por el expediente de la llamada "doctrina de la legitimidad". Esta doctrina afloró en distintas etapas de la historia bajo las denominaciones Doctrina Tobar (1907), Doctrina Wilson (1913-1920) y Doctrina Betancour (1963). Dejando de lado algunos matices en sus tres versiones, en esencia postulaba la denegación del reconocimiento al gobierno instalado por la fuerza en ruptura del orden constitucional. Así, el presidente de Venezuela Rómulo Bentancour en un discurso ante el Consejo de la OEA, el 20 de febrero de 1963, predicaba que "el gobierno de hecho que incumpliera las obligaciones contraídas de llamar a elecciones libres dentro de un plazo determinado y de respetar los derechos humanos, debiera ser excluído de la comunidad jurídica regional y sometido a un boicot diplomático y comercial."

 

La doctrina de la legitimidad tuvo sus objetores en y allende el continente. Recordaremos la declaración (luego doctrina) del canciller mejicano Estrada, quien consideraba la práctica del reconocimiento como atentado a la soberanía y como una excusa para que los asuntos interiores de un Estado "sean objeto de apreciaciones, en uno u otro sentido, por parte de los demás gobiernos".37  Por otra parte, la doctrina de la legitimidad no encontró ninguna simpatía en Europa, cuyos autores la combatieron o la calificaron como una "práctica americana" sin más consecuencias para el derecho internacional de las "naciones civilizadas". Presumiblemente por ello -o por lo que fuere-, lo cierto es que la doctrina de la legitimidad no se impuso como regla del derecho internacional.

 

Lo que venimos comentando sobre la relación de la forma del gobierno y el derecho internacional es aplicable durante la vigencia del modelo de la Carta por lo menos hasta la caída del muro de Berlín.

 

En ese período, no debe confundir el uso del término "autodeterminación" en el discurso político, en el sentido de que el pueblo pueda elegir y participar libremente en el sistema político. Desde la óptica del derecho internacional, el principio de autodeterminación en el modelo de la Carta, tiene un contenido preciso y limitado que abarca estas tres situaciones: el derecho de los pueblos sometidos por (i) ocupaciones militares extranjeras, o (ii) sujetos a dominación colonial o (iii) bajo la subyugación de regímenes racistas, a la independencia, o a la asociación o integración a otro Estado independiente. Entonces, desde una perspectiva estrictamente jurídica, el principio de autodeterminación, no se extiende hasta comprender el derecho de un pueblo a despojarse de todo régimen opresor o autoritario.

 

Es notorio que con el fin de la guerra fría se registra a un nivel mundial una revalorización de las formas de gobierno democráticas por países que por décadas alternaron con ella o, directamente, prescindieron de ella. Este fenómeno tiene sus cauces en las propias fuerzas internas de las naciones en cuestión, pero también en la acción de "promoción" que llevan a cabo los países occidentales y los organismos internacionales.

 

El derecho internacional, o por lo menos, la discusión en torno a ese derecho, no ha quedado ajeno a esta fuerte tendencia.

 

Se ha insinuado una "versión liberal" del principio internacional de la autodeterminación que postula que todo pueblo tiene derecho a un estado democrático y respetuoso de los derechos humanos. Estrechamente relacionado con lo anterior, se aprecia un ricorsi de la doctrina de la legitimidad en materia de reconocimiento de estados y gobiernos, y como si fuera poco, se reafirma la denominada doctrina de la "intervención democrática".

 

Esta evolución se puede comprobar en las Naciones Unidas, pero en particular en Europa y en América. En el primer ámbito, sobre todo a nivel de la Secretaría General, que expresa la voz de los intereses comunitarios por encima de los particularismos estatales y regionales, desde la gestión de Pérez de Cuéllar, pasando por la de Boutros-Ghali, y aún la actual de Kofi Annan, se advierte una línea de pensamiento y unos cursos de acción francamente en favor de un compromiso de la organización respecto de la democratización de la comunidad internacional. Así, en el orden de las ideas remitimos a los importantes documentos Un programa de Paz (1992)38  y su Suplemento (1995),39  donde el entonces Secretario Boutros-Ghali propone un perfil mucho más activo de las Naciones Unidas en lo que se refiere a la gestión de los conflictos internacionales e internos, propugnando entre los objetivos de la organización hacer frente a la "opresión política". La llamada "consolidación de la paz" en esa agenda, no es más que crear la infraestructura política, institucional y jurídica para una convivencia democrática. Aunque con resultados dispares, la organización se ha esforzado por adoptar esta aproximación en la práctica, fundamentalmente a partir de la importante participación que le cupo en la independencia de Namibia (1989).40 

 

En el continente europeo, cabe referir a la Conferencia para la Seguridad y Cooperación en Europea (la "CSCE"), originalmente pensada como un foro de diálogo político entre bloques, para luego transformarse, especialmente a partir de los importantísimos documentos de París y Copenhague, en un ámbito de promoción de la democracia y de la intervención democrática.41  Asimismo, en materia de reconocimiento de estados, cabe referir a la declaración denominada "Directiva para el reconocimiento de los nuevos Estados en Europa Oriental y en Unión Soviética" (16/12/91), donde los miembros de la Comunidad Europea, subordinaron dicho reconocimiento a que esos estados se formaran "por medio de un proceso democrático".42 

 

En América, donde como en ningún otro lugar se prohijó el principio de no intervención, se han producido avances espectaculares hacia el abandono del principio de no intervención respecto de circunstancias que quiebren o pongan en peligro la forma de gobierno democrática en un Estado de la región.

 

Esta tendencia se ha evidenciado en tres documentos que corporizan la nueva doctrina. En primer lugar, tiene una gran importancia el denominado "Compromiso de Santiago", adoptado en la capital de Chile en junio de 1991. Por él, los cancilleres de los países miembros, a pesar de invocar -en lo que parece ser un recurso cosmético- los principios de libre determinación y de no intervención, formularon "su compromiso indeclinable con la defensa y promoción de la democracia representativa y de los derechos humanos en la región".

 

En coordinación con lo anterior, la XXI Asamblea General pronuncia la Resolución 1080, llamada "Democracia Representativa", en ocasión de la misma reunión de Santiago. Por este documento se sienta el procedimiento para casos de "golpes de Estado", previendo que el Secretario de la organización debe inmediatamente examinar la situación y convocar a una reunión ad hoc de Ministros de Relaciones Exteriores y o a una sesión extraordinaria de la Asamblea General, dentro del plazo de diez días.

 

Por último, en diciembre de 1992, se adoptó el Protocolo de Washington,43  por el cual los estados miembros redoblaron el esfuerzo en defensa de la democracia, estableciendo una enmienda de la Carta de la OEA, que autoriza a la organización a suspender al Estado miembro "cuyo gobierno democráticamente constituido sea derrocado por la fuerza."

 

Lo importante de todas estas declaraciones es que no han quedado en la mera retórica, sino que por el contrario fueron puestas a prueba con cierto suceso en situaciones que experimentó América Latina en estos últimos años, donde las instituciones democráticas de ciertos países fueron quebradas o amenazadas.

 

Todos recordarán la interrupción democrática en Haití, en setiembre de 1991 -poco tiempo después de firmado el compromiso de Santiago-. El presidente democráticamente electo Aristide, tras apenas siete meses en el poder, fue derrocado por un golpe militar encabezado por el general Cedras. Durante esta crisis tiene su bautismo el mecanismo de Santiago y el de la Res. 1080, convocándose a una reunión ad hoc de los Ministros de Relaciones Exteriores para tratar los pasos a seguir por la organización pocos días después del golpe. Tras una presión sistemática, que incluyó embargos de armas y comerciales, congelamiento de activos, no reconocimiento del gobierno, envío de misiones especiales, no sin dificultades y con el decisivo involucramiento del Consejo de Seguridad de la ONU, quien entre otras medidas dispuso la constitución de una fuerza internacional autorizada a recurrir a la fuerza armada,44  se pudo revertir la situación -luego de tres años- con la reposición de Aristide el 15 de octubre de 1994.

 

Aunque con sus particularidades, el mecanismo de Santiago entró asimismo en escena en las crisis de Venezuela y de Perú de 1992, en Guatemala (1993) y en Paraguay (1996). 45 

 

Estos antecedentes son de un valor incalculable, ya que durante décadas la OEA asistió inmutable al triste espectáculo del reemplazo de gobiernos democráticos por regímenes de facto.

 

A esta altura la pregunta que se palpa es: ¿cuál es el valor de todos estos antecedentes desde la óptica del derecho internacional? ¿Estamos en presencia de un nuevo derecho a la intervención democrática? Para responder esto cuadra una distinción. A un nivel del derecho convencional, queda claro que en la medida que por un tratado las partes adopten un compromiso de mantenimiento del sistema democrático, su incumplimiento puede dar lugar a la adopción de medidas por la contraparte que podrán estar previstas en el propio tratado o no. Este es el caso de la Carta de la OEA, donde el derecho a la intervención democrática tiene hoy un fundamento convencional.

 

Más difícil es determinar si existe un derecho consuetudinario a la "intervención democrática". En la actualidad se aprecia una práctica y una opinio juris en el comportamiento de muchos estados europeos y americanos, pero también se advierta fuerte resistencia en otros. De ahí que no se puede ser definitivo en esta cuestión, basándose en la conducta de los estados. Tal vez se pueda concluir que en Europa y en América, estamos frente a un costumbre regional. Por otra parte, a nivel mundial, el antecedente de la intervención de la ONU en Haití, aunque puede valorarse como augurando toda una tendencia, no deja de ser un caso aislado y parece aventurado inducir del mismo la cristalización de una costumbre internacional.

 

 

6. Conclusiones

 

Como se podrá advertir de la reseña anterior, durante la vigencia del sistema de Westfalia, el principio de no intervención emerge no sin dificultad y, en muchos casos, es ignorado por completo, de ahí que hable de una existencia precaria del mismo. El principio de prohibición del uso de la fuerza, consolidado definitivamente con el modelo de la Carta, fortaleció a aquel principio, para luego absorberle gran parte de su contenido, como lo señala importante doctrina y se insinúa en el caso Nicaragua analizado ut supra.

 

Con todo, el principio de no intervención con un alcance más limitado perdura y tiene –en nuestra opinión- dos ejes fundamentales: (i) la prohibición de ejercer coacción a un Estado para que adopte medidas económicas, políticas o de cualquier otra índole -que no impliquen el uso de la fuerza- encaminadas a que subordine el ejercicio de sus derechos soberanos y obtener de él ventajas de cualquier orden; y (ii) la intervención sistémica, esto es, la dirigida a cambiar el sistema político, económico y/o cultural que constituyen un Estado.

 

Pero aún ese principio de no intervención, restringido, limitado, puro, no asume en nuestros días un carácter absoluto. Cede, en todo o en parte, en materia de derechos humanos. También parece ceder cada vez más respecto de la pretensión de la comunidad internacional de preservar el sistema democrático como forma de gobierno de los estados.

 

El primer aspecto es en la actualidad incontrovertible: existen muchos elementos para fundamentar un principio de injerencia humanitaria, esto es, el derecho de los estados o de la comunidad internacional de intervenir mediante la presión política y moral (pero no por la fuerza armada, salvo que así lo decida el Consejo de Seguridad de la ONU) por cuestiones concernientes a los derechos humanos y, en general, a cuestiones humanitarias.

 

Más discutido es el denominado principio de intervención democrática. Todo parece indicar que tiene un carácter convencional y hasta consuetudinario en Europa y en América, en base a muchos tratados, prácticas y declaraciones que lo asumen como un recurso legítimo. En cambio, en el plano de la costumbre general (universal), si bien se han dado pasos importantes augurando toda una tendencia, el principio de intervención democrática deberá superar todavía otras difíciles pruebas para alcanzar ese status.

 

Notas:

 1 Al momento de finalizar este artículo, fines de marzo y comienzos de abril 1999, estallan la crisis de Kosovo y de Paraguay, cobrando los temas que desarrollamos aquí gran actualidad. Debido a que esos acontecimientos están en pleno desarrollo, no es prudente darles tratamiento en el presente, aunque esperamos que las líneas que siguen sirvan para la reflexión jurídica sobre ellos.

 2 Cassese, Antonio, International Law in a Divided World, Claredon Press, 1986, p. 38 y ss.

 3 Carreau, Dominique, Droit International, Editions A. Pedone, Paris, p. 15 y ss.

 4 Cassese, ob. cit. p. 143 y ss.

 5 Idem, p. 144.

 6 Conf. Rousseau, Charles, Derecho Internacional Público, Ariel, 1966, p. 320.

 7 Idem, p. 329.

 8 Cassese, op. cit., p. 51.

 9 Gros Espiell, Héctor, "El llamado ‘Derecho de injerencia humanitaria’ en un mundo interdependiente", en Las Naciones Unidas a los cincuenta años, Modesto Seara Vázquez (compilador), Fondo de Cultura Económica, Méjico, 1995, p. 208.

 10 El art. 18 de la Carta de la Oea de 1948 (Enmendada por el Protocolo de Buenos Aires, 1967) dice: "Ningún Estado o grupo de Estados tiene derecho de intervenir, indirecta o indirectamente, y sea cual fuere el motivo, en los asuntos internos o externos de cualquier otro. El principio anterior excluye no solamente la fuerza armada, sino también cualquier otra forma de injerencia o de tendencia atentatoria de la personalidad del Estado, de los elementos políticos, económicos y culturales que lo constituyen."

 11 Conforti, Benedetto, Derecho Internacional, edición revisada y anotada por Raúl E. Vinuesa, Zavalía, 1995, p. 293.

 12 Ruda, José María, Los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas (Una historia legislativa del Preámbulo, Artículo 1 y Artículo 2), Editorial del Centro de Estudios Internacionales, 1983, p. 252.

 13 V.g. Carrillo Salcedo, Juan Antonio, Curso de Derecho Internacional Público, Tecnos, Madrid, , p. 41.

 14 Jiménez de Aréchaga, Eduardo, El Derecho Internacional Contemporáneo, Tecnos, Madrid, p. 136.

 15 La formula usualmente citada por la doctrina nos permite extraer esta lectura, dice la Corte: "el pretendido derecho de intervención no puede ser considerado más que una manifestación de una política de fuerza, política que en el pasado dio lugar a mayores abusos y que, sean cuales sean las deficiencias presentes de la Organización Internacional no pueden encontrar lugar alguno en el Derecho Internacional." (El subrayado nos pertenece).

 16 La Resolución 36/103 concitó la fuerte oposición de los países occidentales, sobre todo respecto de ciertas conceptos que vierte en materia de derechos humanos. Así, el punto II e) de la resolución dice: "El deber de todo Estado de abstenerse de explotar y deformar las cuestiones de derechos humanos como medio de injerirse en los asuntos internos de los Estados, de ejercer presión sobre otros Estados, o de crear desconfianza y desorden dentro de los Estados o grupos de Estados, o entre ellos."

 17 Decimos así porque en principio las resoluciones de la Asamblea General no son vinculantes, aunque pueden adquirir tal carácter si se traducen en una costumbre internacional.

 18 Ver nota nº 15.

 19 International Court of Justice, "Case concerning Military and Paramilitary Activities in and against Nicaragua (Nicaragua v. United States of America)"; se puede consultar en el Centro de Información de las Naciones Unidas en Buenos Aires (en adelante, Nicaragua v. Estados Unidos).

 20 Un análisis muy valioso de este caso, lo encontramos en Rey Caro, Ernesto, "El principio de no intervención en la Jurisprudencia de la Corte Internacional de Justicia", en Temas de Derecho Internacional, Editor Raúl E. Vinuesa, p. 245. También se puede consultar, Kahn, Paul, "From Nuremberg to The Hague: The United States Position in Nicaragua v. United States and the development of International Law", The Yale Journal of International Law, Volume 12, Number 1, Winter 1987, p. 1.

 21 Nicaragua v. Estados Unidos, para. 202-205.

 22 Idem, para. 209.

 23 Idem, para. 239-245.

 24 Idem, para. 257-269.

 25 Idem, para. 267.

 26 Idem, para. 245.

 27 Ver, 3 c) in fine.

 28 Ver, 3 a).

 29 Muy estimulante para la reflexión sobre estos temas, ha sido la lectura del artículo del jurista uruguayo, Héctor Gros Espiell, intitulado "El llamado ‘Derecho de injerencia humanitaria’ en un mundo interdependiente", ob. cit. nota nº 9, que se contrapone en gran medida al de Bernardo Sepúlveda Amor, "No intervención y derecho de injerencia: el imperio o la decadencia de la soberanía", publicado en el mismo trabajo colectivo citado. Mientras que Gros sostiene en este campo de la injerencia humanitaria una postura que con algunos matices seguimos en esta sección, también hemos de reconocer la seriedad de los argumentos de Sepúlveda en defensa de la noción clásica (amplia) del principio de no intervención, que obviamente no compartimos en muchos aspectos.

 30 Por eso p.e. la invasión de EEUU a Panamá en 1989, justificada -entre otras razones- en la violación de los derechos humanos por el gobierno de ese país centroamericano, fue un hecho contrario al derecho internacional; ver en este sentido, John Quigley, "The Legality of the United States Invasion of Panama", The Yale Journal of International Law, Summer 1990, Volume 15, Number 2, p. 277.

 31 Sobre la crisis yugoslava y la creación del Tribunal Penal Internacional, ver, Guillermo Tempesta, "El Tribunal Internacional Criminal para la ex Yugoslavia", Relaciones Internacionales, Nº13, Junio, 1997.

 32 Esto no significa entrar a evaluar la efectividad de la acción por cierto decepcionante, a pesar de los esfuerzos.

 33 Los internacionalistas Rousseau, ob. cit. p. 322, nota 17, y Gros Espiell, ob. cit., p. 203, coinciden en determinar que a principios de este siglo a instancia de A. Rougier, se insinúa una distinción entre las intervenciones ilícitas y las "humanitarias". Estas ultimas intervenciones justificadas en razón de matanzas o tratos crueles a súbditos de un estado en territorio de otro.

 34 La legalidad del recurso a la fuerza armada del Consejo de Seguridad está fuera de discusión, sin perjuicio de que no se nos escapa el debate sobre la legitimidad política de ese órgano en cuanto sólo cinco estados son miembros permanentes y tienen el derecho a veto.

 35 Ver 3 d) (vii).

 36 M. Diez de Velasco, Curso de Derecho Internacional Público, Ed. Tecnos, Madrid, 1963, p. 222.

 37 La cita de la Doctrina Estrada fue extraída de Rousseau, ob. cit., p. 305. Sobre las doctrinas Tobar y Wilson, se pueden consultar además en Sorensen, Manual de Derecho Internacional Público, Fondo de Cultura Económica, México, p. 280 y ss.; y Diez de Velasco, ob. cit., p. 221. El extracto de la doctrina Betancour ha sido extraído de Alfredo Bruno Bologna, "La democracia y la Organización de los Estados Americanos", Relaciones Internacionales, Nº5, Nov. 1993, nota 8.

 38 Se puede consultar una síntesis en la revista del IRI, Relaciones Internacionales, Año 2, Número 3, Noviembre 1992, p.127.

 39 Ver en Relaciones Internacionales, Año 5, Número 8, Mayo 1995, p.137.

 40 Iving, Karl J., "The United Nations and Democratic Intervention: Is ‘Swords into Ballot Boxes’ Enough?, Denver Journal of International Law and Policy, Volume 25, Number 1, Fall 1996, p. 42.

 41 Iving, ob. cit., p. 46.

 42 Conforti, op. cit., p. 31.

 43 Se puede consultar en Relaciones Internacionales, Nº 4, Mayo 1993, p. 115. Otras declaraciones de importancia en esta materia son la de "Belen do Para" (Belen, Brasil, 6 de junio de 1994), ver en Relaciones Internacionales, Nº 7, Octubre 1994, p. 131; y la "Declaración de Montrouis", aprobada por los Ministros de RREE en ocasión del XXV período de sesiones de la Asamblea General, celebrada en Haití el 7 de junio de 1995, ver en Relaciones Internacionales, Nº 9, Noviembre 1995, p. 77.

 44 Consejo de Seguridad, Res. 940, del 31 de julio de 1994.

 45 Para más antecedentes sobre la crisis en Haití, Venezuela y Perú se puede consultar, Bologna, ob. cit.; para información sobre el papel de la ONU en Haití puede consultarse ABC de las Naciones Unidas, Ed. 1995, p. 66; hemos también consultado para estos temas, un enjundioso trabajo que incluye un relato pormenorizado de las crisis de Haití, Perú y Guatemala, de Stephen J. Schnably, "The Santiago Commitment as a call to democracy in the United States: evaluating the OAS role in Haiti, Peru, and Guatemala.", The University of Miami Inter-American Law Review, Spring-Summer 1994. Vol. 25. Num. 3, p. 393-587.