Revista de Relaciones Internacionales Nro. 17 ONU

ONU
Dos conceptos de soberanía*

 

por Kofi A. Annan **

** Secretario General de la ONU

La tragedia de Timor Oriental, tan próxima a la de Kosovo, ha enfocado la atención una vez más en la necesidad de una oportuna intervención de la comunidad internacional cuando la muerte y el sufrimiento están siendo infligidos a un gran número de personas, y cuando el Estado nominalmente a cargo no es capaz o no tiene voluntad para detenerlos.

Un grupo de Estados intervino en Kosovo sin solicitar la autorización del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. En Timor el Consejo ha autorizado la intervención, pero sólo después de una invitación de Indonesia. Todos esperamos que la situación se estabilice rápidamente, pero muchos cientos de personas inocentes -probablemente miles- ya han perecido. Como hace cinco años en Ruanda, la comunidad internacional aparece acusada de hacer muy poco y muy tarde.

Ninguno de estos precedentes es satisfactorio como un modelo para el nuevo milenio. Así como hemos aprendido que el mundo no puede quedarse de lado cuando se están cometiendo groseras y sistemáticas violaciones a los derechos humanos, también debemos aprender que, si quieren gozar del apoyo sostenido de los pueblos del mundo, las intervenciones deben estar basadas en principios legítimos y universales. Necesitamos adaptar mejor el sistema internacional a un mundo con nuevos actores, nuevas responsabilidades y nuevas posibilidades de paz y progreso.

La soberanía estatal, en su sentido más básico, está siendo redefinida, en gran medida por las fuerzas de la globalización y la cooperación internacional. Los Estados son ahora entendidos como instrumentos al servicio de sus pueblos, y no viceversa. Al mismo tiempo la soberanía individual -por la que entiendo la libertad fundamental de cada individuo, atesorada en la Carta de la ONU y en posteriores tratados internacionales- se ha visto reforzada por una renovada y extendida comprensión de los derechos individuales. Cuando leemos la Carta hoy, somos más conscientes que nunca de que su objetivo es proteger a los individuos, y no proteger a quienes abusan de ellos.

Estos cambios en el mundo no simplifican las difíciles opciones políticas. Pero sí nos obligan a repensar cuestiones tales como en qué forma responde la ONU a las crisis humanitarias; y por qué los Estados están deseosos actuar en algunas áreas de conflicto, pero no en otras dónde el diario sacrificio de muerte y sufrimiento es tan grave o peor que en aquellas. De Sierra Leona a Sudán, de Angola a Afganistán, hay personas que necesitan más que palabras de simpatía. Necesitan de un compromiso real y sostenido que los ayude a terminar con sus ciclos de violencia y les dé una nueva oportunidad de lograr paz y prosperidad.

El genocidio en Ruanda nos mostró cuán terribles pueden ser las consecuencias de la inacción ante el asesinato masivo. Pero el conflicto de este año en Kosovo planteó preguntas igualmente importantes sobre las consecuencias de una acción sin consenso internacional ni clara legalidad.

Esto ha puesto de relieve el dilema de la llamada «intervención humanitaria». Por un lado ¿Es legítimo para un organización regional utilizar la fuerza sin un mandato de la ONU?, por el otro ¿Es posible permitir que continúen groseras y sistemáticas violaciones a los derechos humanos, con graves consecuencias humanitarias? La incapacidad de la comunidad internacional de reconciliar estos dos intereses en el caso de Kosovo sólo puede verse como una tragedia.

Para evitar repetir tales tragedias en el próximo siglo, creo que es esencial que la comunidad internacional alcance consenso -no sólo en el principio de que las violaciones masivas y sistemáticas a los derechos humanos deben ser detenidas, dondequiera que ellas tengan lugar, sino también sobre las formas de decidir qué acción es necesaria, cuándo y por quién. El conflicto de Kosovo y su resultado han incitado a un debate de importancia mundial. Y a cada parte de este debate pueden proponérsele preguntas difíciles.

A aquéllos para quienes la mayor amenaza al futuro del orden internacional es el uso de la fuerza en ausencia de un mandato del Consejo de Seguridad, uno podría decirles: dejen Kosovo de lado por un momento y piensen en Ruanda. Imaginen por un momento que en esos oscuros días y horas que llevaron al genocidio había una coalición de Estados lista y dispuesta a actuar en defensa de la población Tutsi, pero el Consejo se había negado a o había demorado en darle luz verde. ¿Semejante coalición debía permanecer ociosamente inmóvil mientras el horror se desplegaba?

A aquéllos para quien la acción de Kosovo anunció una nueva era en que los Estados y los grupos de Estados pueden tomar una acción militar por fuera de los mecanismos establecidos en respaldo de la ley internacional, uno podría preguntarles igualmente: ¿No hay peligro de que tales intervenciones desgasten el imperfecto y frágil sistema de seguridad creado después de la segunda guerra mundial, y de que dejen sentados precedentes peligrosos para intervenciones futuras, sin un claro criterio para decidir quién podría invocar estos precedentes y en qué circunstancias? Nada en la Carta de la ONU impide el reconocimiento de que hay derechos más allá de las fronteras. Lo que la Carta dice es que «la fuerza armada no se utilizará, sino en el interés común.» ¿Pero cuál es ese interés común? ¿Quién lo definirá? ¿Quién lo defenderá? ¿Bajo qué autoridad? Y ¿Con qué sentidos de intervención? Buscando respuesta a estos grandes interrogantes, veo cuatro aspectos de la intervención que necesitan ser considerados con especial cuidado.

Primero, «intervención» no debe entenderse como refiriendo únicamente al uso de fuerza. Una ironía trágica de muchas de las crisis que pasan inadvertidas o que no son enfrentadas en el mundo actual es que ellas podrían solucionarse con actos mucho menos arriesgados de intervención que el que vimos este año en Yugoslavia. Y así el compromiso del mundo a la pacificación, a la ayuda humanitaria, a la rehabilitación y a la reconstrucción variaría considerablemente de región a región, y de crisis a crisis. Si el nuevo compromiso a la acción humanitaria significa asistir en apoyo de los pueblos del mundo, este debe ser, y debe mostrarse, universal, independiente de regiones o naciones. La humanidad, después de todo, es indivisible.

Segundo, está claro que las nociones tradicionales de soberanía no son el único obstáculo para una acción eficaz en las crisis humanitarias. No menos significantes son las formas en que los Estados definen sus intereses nacionales. El mundo ha cambiado de manera profunda desde el final de la guerra fría, pero yo temo que nuestras concepciones del interés nacional han fallado en su adaptación. Una nueva y más amplia definición del interés nacional es necesaria en el nuevo siglo, lo que induciría a los Estados a encontrar mayor unidad en la persecución de metas y valores comunes. En el contexto de muchos de los desafíos que enfrenta hoy la humanidad, el interés colectivo es el interés nacional.

Tercero, en casos dónde la intervención mediante el uso de la fuerza se torna necesaria, el Consejo de Seguridad - cuerpo encargado de autorizar el uso de fuerza conforme la ley internacional- debe poder asumir el desafío. La opción no debe plantearse entre unidad en el Consejo e inacción ante genocidios -como en el caso de Ruanda- o división del Consejo suplido por la acción regional, como en el caso de Kosovo. En ambos casos, la ONU debe ser capaz de encontrar un campo común elevando los principios de la Carta y actuando en defensa de nuestra común humanidad.

Tan importante como el ejercicio efectivo del poder del Consejo es su poder disuasivo, y a menos que pueda hacer valer colectivamente sus derechos donde la causa es justa y los medios están disponibles, su credibilidad ante los ojos del mundo puede verse muy afectada. Si los Estados inclinados al funcionamiento delictivo saben que las fronteras no son una defensa absoluta -que el Consejo tomará acciones para detener los más graves crímenes contra la humanidad- entonces no se embarcarán en esa dirección asumiendo que no pueden escaparse de él. La Carta exige al Consejo ser el defensor del «interés común.» A menos que se muestre de ese modo -en una era de derechos humanos, interdependencia y globalización- existe el peligro de que otros busquen ocupar su lugar.

Cuarto, cuando la lucha se detiene, el compromiso internacional a la paz debe ser tan fuerte como era el compromiso para la guerra. También en esta situación la consistencia es esencial. Así como nuestro compromiso a la acción humanitaria debe ser universal si es legítimo, nuestro compromiso con la paz no puede terminar en cuanto haya un cese de hostilidades. Las consecuencias de la guerra requieren de no menos habilidad, no menos sacrificio y no menos recursos que la propia guerra para poder afianzar una paz duradera.

Esta norma internacional en desarrollo a favor de la intervención para proteger a los civiles de grandes matanzas, sin dudas continuará proponiendo profundos desafíos a la comunidad internacional. En algunas regiones despertará desconfianza, escepticismo e incluso hostilidad. Pero haciendo un balance creo que debemos darle la bienvenida. ¿Por qué? Porque, a pesar de todas las dificultades para ponerla en la práctica, demuestra que la humanidad está hoy menos predispuesta que en el pasado a tolerar el sufrimiento en su seno, y más predispuesta a hacer algo al respecto.

 

 

* Traducción no oficial.