Revista de Relaciones Internacionales Nro. 9

La Relatividad de los

Derechos Argentinos a Las Malvinas1

Carlos Escudé*

 

 

El caso de las Malvinas es un caso más en el que la cultura política argentina ha tenido un impacto negativo sobre la racionalidad de las decisiones políticas, y éstas a su vez han tenido un impacto también negativo sobre el desarrollo económico de este país. Para aumentar la independencia de decisión del actual y de futuros gobiernos argentinos es necesario que la población argentina sea informada respecto de todos los aspectos de este tema, esto es, respecto tanto de los hechos y argumentos que son favorables para la misma como de los que no lo son. La misión de educar al soberano sigue siendo, como en otras épocas, crucial, si es que la gestión de gobierno va a tener la posibilidad de ser exitosa.

La relatividad de los títulos históricos

Voy a comenzar con cosas que debieran ser obvias, y que por cierto lo son para quienes han estudiado seria y desapasionadamente el tema, pero que no lo son para la población en general, y ni siquiera para la población educada, debido a continuas y autoperpetuantes campañas de distorsión informativa, en las que el responsable de la campaña suele estar absolutamente convencido de lo que quiere difundir.

1. La cuestión del descubrimiento

Aunque los expertos en derecho internacional tienden a estar de acuerdo con que el descubrimiento en sí mismo no confiere títulos a no ser que esté acompañado por la intención de incorporación del territorio descubierto a la soberanía del estado descubridor, vale la pena preguntarse cuántos argentinos están concientes del hecho de que no se sabe, ni probablemente se sabrá jamás a ciencia cierta, quién descubrió las Malvinas. Américo Vespucio, al servicio de la Corona de España, pudo haberlas descubierto, pero esto no se puede demostrar. Una nave española encontró tierras en 1540 que pudieron haber sido las Malvinas, ya que los datos climáticos y de navegación del diario de a bordo así permiten suponerlo, pero esto tampoco se puede demostrar. El inglés John Davis pudo haberlas descubierto en 1592 ya que avistó tierras en esa región; si así fue, sin embargo, las dejó sin nombre. Y otro inglés, Richard Hawkins, también pudo haberlas visto, y a él suelen atribuirle el honor los británicos, pero Hawkins vió"un territorio poblado y con mucho fuegos", por lo que puede haberse confundido con la costa continental. Lo único seguro es que el capitán holandés Sebald de Weert las encontró el 16 de enero de 1600, a partir de lo cual los cartógrafos holandeses las ubicaron por primera vez en los mapas, bautizándolas "Islas Sebaldinas", el nombre primero de las islas Malvinas. Fue mucho más tarde, en 1690, que el inglés John Strong navegó hacia esas islas, y bautizó un estrecho entre una roca y una de las islas "Falkland Sound", de donde se derivó el nombre islas Falkland, el segundo nombre que, cronológicamente, se adjudicara a estas islas. Fue más de medio siglo más tarde que los franceses las bautizaron "Les Malouines", nombre que surge del hecho de que muchos de los marineros franceses provenían de Saint Malo. Malvinas, pues, la traducción directa de Malouines, fue el último nombre en ser acuñado. Hacia 1760, por otra parte, no se sabía con certeza en Inglaterra si las Falkland y las Malouines eran el mismo archipiélago.

2. La colonización

No sólo fue Malvinas el último nombre que recibieron las islas, sino que España fue la tercera potencia, cronológicarnente, en ocuparlas. Primero llegaron los franceses, con Antoine Louis de Bougainville, el 5 de abril de 1764, fundando la colonia de Port Louis en la isla Soledad. Nueve meses más tarde llegó el inglés John Byron, abuelo del poeta, y las reclamó formalmente para Inglaterra. Luego, el 8 de enero de 1766, llegó otro inglés, John Mac Bride, estableciendo una guarnición en Puerto Egmont, en la isla Saunders. Los ingleses sólo encontraron a los franceses el 2 de diciembre de 1766.

Mientras tanto, los españoles habían efectuado un reclamo ante los franceses, en el sentido de que su ocupación de las islas era una violación del "Pacto de Familia" entre ambos estados. Como consecuencia, y después de un pago español de £ 24.000, los franceses entregaron formalmente la isla a España el 1º de abril de 1767, rebautizándose a Port Louis, Puerto Soledad. Sólo en noviembre de 1769 se produjo el primer contacto entre los españoles de Puerto Soledad y los ingleses de Port Egmont. Los ingleses advirtieron a los españoles que debían abandonar la colonia. Como reacción a esta advertencia, el 17 de febrero de 1770 llegó una expedición enviada desde Buenos Aires al mando del Capitán Rubalcaba, quien identificó la ubicación exacta de la colonia inglesa, y el 11 de mayo del mismo año zarpó de Montevideo una expedición más importante, enviada por el gobernador Bucarelli y al mando de Juan Ignacio de Madariaga, la cual desalojó a los ingleses por la fuerza el 10 de junio de 1770.

Como consecuencia de este acto de fuerza, considerado una ofensa a la Corona inglesa, Gran Bretaña y España casi van a la guerra. Para evitar una guerra ruinosa, sin embargo, España cedió y reparó la afrenta desautorizando la acción de Bucarelli y restituyendo a los ingleses su guarnición en Puerto Egmont. La declaración española decía que el episodio "no podía afectar el derecho anterior de soberanía", pero no se aclara con todas las letras de quién era este derecho. Por otra parte, más allá de ese detalle, el acto de permitir el reingreso de los ingleses fue más elocuente, por cierto, que el uso de esas palabras. A su vez, la declaración británica -aceptada por los españoles- habla de "la injuria hecha a SMB, desposeyéndola del puerto y fuerte Egmont".

Se ha dicho que junto con este intercambio hubo un pacto secreto por el cual Gran Bretaña se comprometía a retirarse de las islas en un plazo breve, pero aunque hay una publicación anónima británica de 1793 que así lo sostiene, ningún documento atestiguando la promesa ha sido hallado jamás en ningún archivo. Los británicos, sin embargo, abandonaron las islas en 1774, aunque dejando una placa de plomo que las declaraba posesión de SMB Jorge III, y los españoles quedaron en posesión exclusiva del territorio hasta 1811, cuando ellos también lo abandonaron, como consecuencia de las guerras napoleónicas y la crisis de la Independencia hispanoamericana. Desde 1811 hasta 1820 las islas no estuvieron ocupadas. El 20 de noviembre de 1820 llegó, finalmente, la fragata Heroína, al servicio del gobierno de Buenos Aires y al mando del Coronel Daniel Jewitt, un norteamericano, para tomar posesión de las islas en nombre de la nueva república. Jewitt encontró en las islas alrededor de cincuenta barcos de caza de focas y ballenas, de diferentes nacionalidades, entre los que había buques británicos. Sin embargo, Jewitt no se estableció allí. En 1823 se autorizó a Jorge Pacheco, socio de Luis Vernet (francés, nacionalizado argentino), a colonizar las islas, concediéndosele treinta leguas de tierra en la isla Soledad y nombrándose Comandante de la isla al Capitán Pablo Areguatí, quien llegó a las Malvinas el 2 de febrero de 1824, pero su intento fracasó. La colonia sólo pudo establecerse en junio de 1826, cuando Vernet llegó personalmente.

Pero el 28 de diciembre de 1831, cinco meses después del conocido episodio en que Vernet apresó a tres embarcaciones norteamericanas, la USS Lexington destruyó las instalaciones, apresó a la mayoría de los pobladores, incluyendo al lugarteniente de Vernet, el británico Matthew Brisbane, quien ejercía el mando en nombre de Buenos Aires, y declaró a las islas libres de todo gobierno.

El gobierno de Buenos Aires nombró nuevo comandante sólo en septiembre de 1832. En diciembre la guarnición se amotinó contra Esteban Mestirier, el sucesor de Vernet, asesinándolo. El buque británico Clio llegó mientras el comandante de la cañonera Sarandí intentaba apresar a los amotinados. Gran Bretaña tomó las islas, pues, en un momento de total desgobierno. Si se quiere ridiculizar la relevancia de la posesión argentina de las islas, se puede decir que el gobierno de Buenos Aires tuvo allí un establecimiento permanente desde junio de 1826 hasta diciembre de 1831, es decir, durante sólo cinco años y medio y a cargo básicamente de extranjeros, sin faltar a la verdad.

¿Qué derechos se desprenden de estos acontecimientos históricos? Esta es una pregunta compleja, cuya respuesta no es obvia y que debe subdividirse en varias preguntas.

La primera es: ¿Cuál era el derecho de España en 1769 y 1770? Para responderla debemos recordar que el contexto internacional de entonces era de cambios frecuentes, provocados por una constante declinación del poderío español. Los tratados eran una manifestación de un equilibrio de fuerzas temporario. En cuanto este equilibrio cambiaba, los tratados se violaban, a lo que generalmente seguía una guerra, y luego nuevos tratados, los que reflejaban el nuevo equilibrio, también temporario. Es así como, por ejemplo, España consideró ilegal la ocupación británica de América del Norte, en función de las bulas papales del siglo XV, hasta que después de una guerra la reconoció como legítima con el Tratado de Paz de 1667 y el Tratado de Madrid de 1670. Como contrapartida, los ingleses se comprometieron a no negociar ni navegar en lugares ocupados por España. Pero ya en 1713 esta regla reconoce una excepción legal, cuando el Tratado de Asiento de Negros, complemento del nuevo tratado de paz de Madrid, concedía a la South Seas Company el monopolio del comercio de esclavos en la América española. Salvando esta excepción, sin embargo, los ingleses legalmente aceptaron la prohibición de navegar y comerciar en aguas y puertos españoles, ratificada en los tratados de 1721 (Madrid), 1729 (Sevilla) y 1748 (Aquisgrán).

Aunque durante el resto del S. XVIII el poderío español continuó debilitándose, y a pesar de que la Guerra de los Siete Años produjo la ocupación (temporaria) de La Habana y Manila, la cesión a Inglaterra de Florida y el reconocimiento de los asentamientos ingleses en América Central, puede decirse que en 1766 Inglaterra no tenía, legalmente, el derecho de asentarse en las Malvinas y que cuando España la expulsó en 1770, lo hacía según derecho. Pero puede argüirse también que en 1771, cuando España aceptó que Inglaterra recuperara su guarnición en Puerto Egmont, desautorizando la expedición de Bucarelli, a fin de evitar otra guerra perdidosa, Inglaterra adquirió el derecho de establecerse en las islas. Es difícil argüir que la cláusula de reserva de derechos anteriores no especificados, incluida en la declaración española, tiene mayor fuerza que el hecho de haber restituido su "posesión" al rey inglés. En todo caso, los argentinos deben comprender que la cuestión no es obvia.

También puede argüirse que cuando Inglaterra abandonó su posesión en 1774, perdió su derecho. Es difícil argüir que la placa que dejaron, estableciendo que ésas eran tierras de S. M. Británica, tiene mayor peso que el abandono de esas tierras hasta 1833. Y los ingleses informados sobre este tema saben -como consta en innumerables artículos- que, por lo menos, la cuestión no es obvia.

Asimismo puede argüirse que si Inglaterra no perdió sus derechos en 1774, los perdió en 1790, cuando se firmó la Convención de San Lorenzo (Nootka Sound Convention). Este acuerdo surgió de un aún mayor debilitamiento español, que los obligó a reconocer el derecho británico de establecer una colonia en la isla Vancouver, y la libre navegación y pesca por los mares del sur. Curiosamente, sin embargo, el artículo seis de la Convención prohibía el establecimiento de ingleses en las costas oriental y occidental de América del Sur e islas adyacentes, aunque otorgándoles libertad para desembarcar y erigir cabañas allí para fines de pesca.

Sin embargo, también puede argüirse que España perdió sus derechos cuando abandonó las islas en 1811. Como contrapartida de esto, se puede sostener que España las abandonó como consecuencia de la guerra de la independencia, y que el estado de Buenos Aires las heredó y tomó posesión legal de ellas en 1820.

Todos estos argumentos, a su vez, pueden adquirir una sutileza infinita. El profesor Reisman, de la Universidad de Yale (EE.UU.), llega a la conclusión después de un examen objetivo de estos antecedentes de que el título histórico argentino es marginalmente superior al británico. Pero no es una cosa obvia; no es algo que pueda razonablemente mover a la indignación a nadie en 1995. A tal punto puede la cuestión ponerse en duda que cuando Vernet apresó tres barcos norteamericanos en 1831 por pescar ilegalmante, fue acusado por el cónsul norteamericano en Buenos Aires de no haber apresado barcos británicos -que con frecuencia también pescaban en la zona- porque "no podía apresar barcos británicos con la misma autoridad con que podía hacerlo con los norteamericanos". Más aún, el cónsul George W. Slacum, en carta al secretario de Estado Edward Livingston, decía el 20 de febrero de 1832: "Ud. entenderá, señor, que ninguna embarcación inglesa ha sido capturada o molestada. ¿Por qué? No se animan a hacerlo. Y en el momento de apresar nuestras embarcaciones, sabían que ocupaban territorio en litigio, y para el cual carecen de títulos adecuados."

El hecho de que en 1832, antes de la conquista británica de las islas, un funcionario de un tercer país considerara a las islas Malvinas como territorio en litigio, nada demuestra desde el punto de vista de la adjudicación de derechos, pero sí demuestra claramente que la cuestión de los títulos históricos es mucho más compleja y menos obvia de lo que los argentinos en general creen. Hasta tal punto es éste el caso, que durante el largo período (1811-1826) en que se pescó libremente en las Malvinas, los norteamericanos llegaron a considerar a éste como su derecho adquirido, y cuando en 1854 dos barcos pesqueros de ese origen fueron capturados por los británicos por cazar "veintidós de los cerdos salvajes de la Reina" en una de las islas, los Estados Unidos protestaron enérgicamente y no estuvieron lejos de reclamar derechos propios. El 1° de julio de ese año, el secretario de Estado W. L. Marcy escribió: "Nada dijimos respecto de la soberanía sobre ellas (las Malvinas). Aunque no reclamamos derechos para los EE.UU., no concedimos derecho alguno a Gran Bretaña ni a ninguna otra potencia..."

Nadie pretende que los norteamericanos tengan derecho alguno a esas islas. Como señalaba antes, con estos hechos sólo pretendo demostrar que, aunque los títulos históricos argentinos sean superiores a los británicos, la conquista británica de las Malvinas de 1833 fue una operación mucho más difícil de evaluar desde el punto de vista del derecho que (por ejemplo) las invasiones inglesas de 1806 y 1807. Otro suceso demostrativo de este hecho queda registrado con la nota de protesta formal que el cónsul británico Woodbine Parish presentó ante el gobierno de Buenos Aires el 19 de noviembre de 1829, cuatro años antes de la conquista, por el decreto que nombraba gobernador de las Malvinas a Vernet.

La conquista como título

Por otra parte, el título anterior a 1833 dista de ser la única cuestión relevante en la determinación de los derechos de una y otra parte. En primer lugar -y aunque no es la línea de defensa adoptada por Gran Bretaña- se puede argüir que los ingleses adquirieron derechos sobre las islas a través de su conquista lisa y llana. Esta es otra cuestión compleja, sobre la que pueden desarrollarse argumentos y contra-argumentos. Adrián F. J. Hope, por ejemplo, en una lúcida defensa de la posición argentina publicada en los Estados Unidos, rechaza esta tesis sobre la base de que la figura jurídica de la conquista "tal como se la concibió en el derecho internacional después de la Revolución Francesa, y durante el S. XIX, presuponía fundamentalmente la existencia de hostilidades militares en plena escala y que tuvieran como consecuencia la total subyugación de uno de los beligerantes por parte del otro". Hope cita al Prof. Charles Rousseau, quien dice que la conquista es menos un procedimiento para el establecimiento de la jurisdicción territorial que un modo particular de extinción del estado.

Pero a este argumento se oponen otros. John M. Lindsey, por ejemplo, un profesor de derecho norteamericano, arguye que la mejor defensa posible de Gran Bretaña y una que él considera efectiva reside en que ésta usurpó las Malvinas a través de una "conquista pequeña" ("petty conquest"). Su argumento supone que la conquista británica de 1833 debe juzgarse según los estándares del siglo XIX, y que el intento argentino de recuperación debe medirse según estándares del siglo XX. Reconoce que (como arguye Hope) una autoridad como I. L. Qppenheim hace de la guerra un elemento necesario para la toma de posesión de un territorio enemigo, convalidando una conquista. Pero a ésto opone lo que él considera el mejor punto de vista de R. Jennings, quien dice que "puede haber título de subyugación o conquista aún cuando no ha habido guerra y ni siquiera hostilidades en el sentido técnico, si el territorio ha sido tomado mediante un despliegue de fuerza armada". Agrega, como complemento, la opinión de J.F. Williams, según el cual "sería una extraña ley la que le diera a un asesino ventajas que le niega a un mero asaltante de caminos". Y luego nos dice que, para conferir título, una conquista debe ser seguida por la subyugación del territorio, y que según I. C. Hyde, debe ser tal que: "denota no sólo la adquisición de derechos de soberanía de parte del conquistador en virtud del mero ejercicio del poder, sino también falta de preocupación por parte del conquistador respecto de la ausencia de un acuerdo con el adversario manifestando la aceptación del cambio". Agrega Lindsey: "Nadie ha acusado jamás a los británicos de mostrar una seria preocupación por el hecho de que los argentinos han rehusado constantemente aceptar la legitimidad de la conquista inglesa de 1833. No importa cuán injusta haya sido aquella conquista británica; en ese momento fue legal. Las raíces antiguas de los títulos no deben excavarse y examinarse en base a la ley contemporánea, sino a la ley intertemporal" porque, como escribió Jennings, "pocos títulos podrían escapar al cuestionamiento, incluyendo los de los Estados Unidos".

Los argumentos y contra-argumentos pueden seguir indefinidamente. Hope, por ejemplo, defendiendo la tesis argentina, señala que la definición de conquista dada por la Corte Permanente de Justicia Internacional en 1933 coincide con la de Oppenheim, y no con la de Lindsey, Jennings Williams y Hyde (a quienes Hope no menciona). Lindsey, por su parte, reconoce ese pronunciamiento de la Corte, pero arguye que el caso era diferente, y pone en duda que una decisión sobre el caso Malvinas confirmara esa definición de conquista. Después de todo, se puede argüir que la toma de las islas en 1833 fue un acto de guerra y que el hecho de que la Argentina no haya hecho frente a la agresión no es óbice para quitarle su carácter de conquista. No es mi intención ni mi función expedirme sobre estas cuestiones, sino tan sólo señalar que no son obvias.

Prescripción adquisitiva

Otro tanto pasa con el problema de la "prescripción adquisitiva", es decir, el alegato a veces usado por Gran Bretaña según el cual los títulos argentinos se habrían extinguido a raíz del continuo e ininterrumpido ejercicio de la soberanía por parte de aquélla durante siglo y medio, el cual bastaría para generar la convicción general de que el actual estado de cosas está en conformidad con el orden internacional. Hope desarrolla un inteligente ataque a esta postura, aduciendo que el uso de la prescripción como argumento británico implica inicialmente un título británico defectuoso, lo cual demostraría que la Argentina fue víctima de una agresión colonialista, revirtiendo el derecho de autodeterminación a la Argentina y quitándoselo a los isleños. Por otra parte, la cuestión de la prescripción no está clara en el derecho internacional, y la mayor parte de sus antecedentes provienen de cortes municipales. El Reino Unido puede tener dificultades con este argumento porque la Argentina nunca asintió a la ocupación británica de las islas, y en ese sentido el alegato es quizá menos sólido que el de la conquista.

Sin embargo, se puede argüir que el siglo y medio de ocupación mejora los títulos británicos aunque más no sea porque torna absolutamente ilegítimo el recurso a la fuerza por parte de la Argentina, recurso que en 1833 hubiera sido, por el contrario, legítimo, pero al que por obvios motivos no se recurrió. A su vez, puede aducirse que esta ilegitimidad del recurso a la fuerza surge del hecho obvio de que, si todos los estados con alguna reivindicación territorial de esa antigüedad apelaran a las armas, la civilización y la existencia del hombre en la tierra no sobrevivirían una semana más. Ningún estado responsable puede apoyar una acción de estas características. Sólo pueden apoyarla los que, por su escaso peso, no tienen responsabilidades mayores en el mundo, o los que, por su oportunismo, se comportan de un modo irresponsable. Desde este punto de vista, un siglo y medio es tanto tiempo que el dominio británico en las Malvinas se ha convertido en parte del orden internacional vigente, desde el punto de vista de los países que con su peso y poder modelan ese orden. Se puede jaquear ese dominio mediante la acción diplomática, pero una guerra resulta peor transgresión que la ocupación británica, aún en el caso de que una corte internacional dictaminara que esa ocupación es ilegítima. Aunque no haya habido ninguna otra prescripción, la legitimidad de recurrir a la fuerza por parte de la Argentina ha prescripto en estos ciento sesenta y dos años de ocupación británica. No ha habido quizá prescripción del título argentino, pero sí del derecho a defenderlo o hacerlo valer con la fuerza, y ese derecho es, paradojalmente, parte del título, aunque sólo parte.

La autodeterminación

Por otra parte, mientras Hope arguye que el argumento de prescripción demuestra que el título británico era defectuoso y revierte el derecho de autodeterminación sobre la Argentina, negándoselo a los isleños, que son una población artificial impuesta por el Reino Unido, H. Chehabi, de la Universidad de Los Angeles en los Estados Unidos arguye que:

1. Las islas no tenían habitantes nativos; y

2. Los argentinos mismos son en su mayoría europeos transplantados, y una buena parte de ellos desciende de inmigrantes que llegaron al Nuevo Mundo después que los antepasados de los isleños; llegando así a la conclusión de que no es ni legal, ni política, ni moralmente aceptable discriminar contra una población por los "pecados" cometidos por sus antepasados (a favor de otra cuyos antepasados cometieron peores "pecados", ya que en el continente argentino sí hubo una población autóctona, que fue desplazada y diezmada). Por cierto, no sólo son las élites argentinas descendientes de europeos transplantados (al igual que los isleños), sino que de haber habido una población autóctona en las islas (cosa que no hubo), no serían las élites argentinas las más indicadas para representar sus derechos, ya que éstas no se han caracterizado precisamente por su respeto a los derechos de los indígenas.

Naturalmente que, como contra-argumento, se puede decir -y el mismo Chehabi lo señala- que el argumento británico de la autodeterminación de los isleños es de mala fe, porque los británicos desalojaron a 2.000 habitantes de la isla Diego Garcia, reubicándolos a 2.000 millas de distancia en Mauricio para hacer lugar a una base aérea norteamericana, sin consultar sus voluntades, y que también contra la voluntad de sus poblaciones las islas de Rodríguez y Barbuda fueron forzadas a integrarse a las nuevas repúblicas independientes de Mauricio y Antigua. Pero obviamente, a ésto puede responderse que no tiene por qué perpetuarse y extenderse a otros casos la violación pasada de derechos cívicos.

Por otra parte, respecto del argumento de que la población de las islas es demasiado chica para la autodeterminación, Chehabi arguye: "Antes de la Segunda Guerra Mundial, la Liga de las Naciones aún podía rehusarse a admitir a Liechtenstein debido a su reducido tamaño; hoy, el miembro más chico de las Naciones Unidas, Dominica, tiene alrededor de 80.000 habitantes. Si uno no toma en cuenta entidades especiales tales como el Vaticano o la Orden de los Caballeros de Malta, el estado soberano menos poblado del mundo es la República de Naurú, con una población de 5.000 habitantes. La independencia le ha sido prometida a la isla Pictairn, hogar de unos sesenta y dos descendientes de los amotinados del HMS Bounty (un barco británico)".

Como se sabe, el derecho a la autodeterminación está consagrado por dos resoluciones de las Naciones Unidas, ambas aprobadas en 1960. La Resolución 1514 anuncia el principio general, mientras la Resolución 1541 provee detalles concretos. Siendo ambas resoluciones en gran medida la obra de representantes de estados recientemente independizados, no se contempló la posibilidad de que la población de un territorio dependiente pudiera optar por la continuación del statu quo. Chehabi señala que, aunque poco estudiados, "hasta existen precedentes de países independientes que optan por un regreso al status colonial. En 1861, después de un largo período de lucha civil, la República Dominicana renunció a su independencia y se puso bajo soberanía española (que duró hasta 1865); y en 1933, Newfoundland (Terranova) encontró el costo de su status como dominio demasiado alto y solicitó convertirse nuevamente en colonia británica". Chehabi entonces concluye su argumento: "Dado el fuerte sentimiento anticolonialista generalizado en la opinión pública mundial, no es sorprendente que las islas Malvinas no sean el único lugar al cual profesionales del anticolonialismo desean 'autodeterminar' desde arriba, contra los deseos de la población. En el caso de Puerto Rico, naciones latinoamericanas lideradas por Cuba han argüido constantemente por la independencia, a pesar de que esta senda para el futuro de ese país tiene el apoyo de sólo alrededor del 10 por ciento del electorado de la isla. Gibraltar, y las ciudades norafricanas de Ceuta y Melilla, dominadas por España, son otros casos similares".

Tales esfuerzos, según Chehabi, no son moralmente legítimos ni serán exitosos en la práctica. El de las Malvinas no es un caso de colonialismo británico, sino un caso en el que la Argentina quiere imponer autoritariamente su voluntad a los isleños, lo que lo convierte en un caso de aspiración colonialista argentina.

Contigüidad territorial

Otra cuestión estrechamente vinculada a las anteriores es la contigüidad territorial. El argumento según el cual las islas Malvinas debieran ser argentinas porque no sólo tienen escasísima población sino que además están muy próximas a este país y en su misma plataforma continental, mientras están extraordinariamente distantes de Gran Bretaña, debe enfrentar al contra-argumento de que las circunstancias geológicas no generan, por sí solas, una base legal, ya que de lo contrario las islas del Canal de la Mancha deberían ser francesas y no inglesas, St. Pierre et Michelon deberían ser canadienses y no francesas, las Dodecaneses deberían ser turcas, Bornholm debería ser de Suecia y las islas Canarias, marroquíes. El juez Huber, árbitro en el caso de la isla de Las Palmas de 1928, dictaminó que es imposible mostrar la existencia de una regla del derecho internacional positivo a los efectos de que islas situadas fuera de las aguas territoriales deban pertenecer a un Estado por el mero hecho de que su territorio constituya la "tierra firme". Sin embargo, como refuerzo del argumento argentino, se puede aducir la observación de Quincy Wright: "Es un hecho incuestionable que en frecuentes ocasiones la posición geográfica de un territorio ha sido ofrecida y aceptada como justificación para procedimientos excepcionales, en algunos casos admitidamente contrarios a los requisitos de la ley internacional de no mediar dicha cuestión geográfica".

También D. O'Connell arguye que reclamos de plataforma continental dependen de la idea de cercanía y que hay muchos casos históricos en los que la soberanía se fundó sobre una concepción geográfica. Chen y Reisman concluyen sobre este tema: "Lo máximo que puede inferirse de estos casos en los que se ha invocado la noción de contigüidad (...) es que un derecho incipiente puede existir, pero debe ser perfeccionado a través de las modalidades usuales".

Es decir que, nuevamente, nos encontramos ante una cuestión que no es obvia, sino compleja.

Integridad territorial

Otro argumento argentino vinculado a la cuestión de la autodeterminación de los isleños es el de la integridad territorial. El Art. 6 de la Resolución 1541 de las Naciones Unidas dice que el derecho de los pueblos a la autodeterminación no debe ser un pretexto para separatistas que auspician la secesión de un estado existente.

Suponiendo que un tribunal reconociera la superioridad de los títulos históricos argentinos sobre los británicos, este argumento podría aplicarse contra una consulta a los isleños. Y nuevamente, aquí nos encontramos con complicaciones. Un problema muy similar, nos señala Chehabi, se presentó en 1975 cuando el gobierno francés llevó a cabo un referendo en las islas Comoro para determinar el futuro del entonces "Territorio de Ultramar". Mientras la independencia ganó en las islas de Gran Comoro, Anjouan y Moheli, la población de la segunda isla en importancia, Mayotte, votó masivamente a favor de quedar bajo el dominio francés. Francia respetó el deseo de los "Mahorais" en nombre del principio de autodeterminación. Por el contrario, el resto de las Comoros, las Naciones Unidas y la Organización de la Unidad Africana reclaman la integración de Mayotte a lo que ahora se titula la "República Islámica Federal de las Islas Comoro", invocando a su vez el principio de integridad territorial. La imputación de que Francia no se desligó de Mayotte por su gran valor estratégico no parece válida, según Chehabi, porque Francia tiene otras bases excelentes en el Océano Indico, tales como Reunión y las islas del estrecho de Mozambique, y porque el gobierno francés pareció auténticamente molesto por el voto de Mayotte, al punto de que llamó a un segundo referendo consultando a la población respecto de si (ya que no querían la independencia) deseaban constituir un "departamento de ultramar" sui generis, cuyo status facilitará una futura integración con las islas Comoro. Hay otros casos similares, los cuales, al igual que las islas Comoro, son en esencia mucho menos complejos que el de Malvinas y Argentina, que demuestran que, aunque no puedan descartarse, el principio de integridad territorial tampoco es de aplicación obvia al caso que nos preocupa.

Recapitulación

Tal es la síntesis de los argumentos y contra-argumentos respecto de algunas de las cuestiones centrales que afectan al caso Malvinas. Ninguno de estos argumentos y contra-argumentos ha sido desarrollado originalmente por quien ésto escribe. Estas páginas en nada fortalecerán los argumentos británicos; ellos conocen estos datos sobradamente. Estas páginas cumplen la exclusiva y necesaria función de informar al público argentino sobre los infinitos vericuetos del caso Malvinas.

Mi conclusión es, pues que:

1.- Los derechos argentinos a las islas son reales, pero mucho más relativos de lo que el público argentino cree, y ni Gran Bretaña ni los isleños están totalmente desprovistos de derechos.

2.- La cuestión jurídica es demasiado compleja y ambigua -y las complicaciones políticas demasiado grandes- como para que el caso vaya a resolverse jamás en torno de estas consideraciones, aunque es imprescindible que el público argentino las conozca, para que no crea que el país es víctima de una estafa.

3.- La solución al problema de la cuestión de soberanía vendrá eventualmente por vía de consideraciones prácticas, en un contexto en el que el statu quo es desfavorable para la Argentina, y donde la Argentina es mucho menos poderosa que Gran Bretaña, pesando mucho menos en el orden internacional.

4.- La única posibilidad argentina de ser incluida en esa solución pasa por demostrarle al mundo, a Gran Bretaña y a los isleños que reúne condiciones mínimas de estabilidad y confiabilidad.

Lamentablemente, aunque estas consideraciones son un requisito sine qua non para maximizar la posibilidad de una participación argentina en la solución eventual del problema de la soberanía, la cultura política argentina impide aceptar algunas de ellas debido al efecto acumulado de décadas de adoctrinamiento nacionalista en las aulas escolares. Es debido a este adoctrinamiento que los segmentos educados de la población participan en mayor medida que la media de la población, de la mitología que limita la racionalidad de la política exterior argentina. Es por ello también que el escollo más grave contra la instrumentación de una política exterior óptima se encuentra en las dirigencias políticas de los partidos más importantes, y en la prensa.

Por cierto, la adopción de una política exterior realista y racional respecto de Malvinas generará siempre el embate oportunista de la oposición y la prensa, que apostarán a la reacción emocional de grandes masas de la población. Por el mismo motivo, los gobiernos argentinos llegarán a la conclusión de que el saldo de costos y beneficios internos de una política realista y racional respecto de Malvinas será negativo (a pesar de su saldo externo positivo), y optarán por seguir adelante con la política que emana de la mitología ("las Malvinas serán argentinas antes del año 2000"). Lo que está operando es una perversa trampa político-cultural de la que es muy difícil salir, que impide adoptar lo que sería una política óptima respecto de Malvinas, desde el punto de vista del saldo externo de costos y beneficios.

El cierre de esta brecha entre la política óptima y la política posible requiere acción educativa. Y ello también requiere decisiones de parte de una dirigencia que es en gran medida víctima de los mismos mitos que es preciso erradicar si este país ha de aspirar a un futuro mejor. De este círculo vicioso sólo es posible escapar si un individuo carismático y dotado de coraje cívico opta por una política contra-cultural. La historia seguirá el rumbo trazado por la inercia de los procesos, a no ser que un tal individuo logre torcerlos desde el poder político. El papel potencial del individuo estratégicamente situado se encuentra precisamente en estos resquicios estructurales, que son los que (ocasionalmente) permiten alterar los vectores originantes de los procesos históricos en la determinación de devenir. Un tal individuo, dotado de la voluntad de asumir los riesgos implícitos en esta empresa, es un accidente histórico que raramente se produce. Carlos Saúl Menem tuvo y quizás aún tenga la posibilidad de desempeñar ese papel.