Revista de Relaciones Internacionales Nro. 14

La Convención sobre Biodiversidad

 

 

Eduardo A. Pigretti *

* Profesor Titular de Derecho de los Recursos Naturales. Universidad de Buenos Aires.

El presente trabajo tiene por objeto comentar algunos aspectos del Convenio sobre la Diversidad Biológica que fuera suscripto en la Conferencia de Río, el 5 de junio de 1992.

 

Graves problemas plantea desde nuestro criterio el tratamiento que se ha dado a la biodiversidad.

 

Dicho Convenio es el final de una evolución en el tratamiento de lo que los romanos designaban como «res communis».

 

Estas cosas, que en general se referían a los bienes de la Naturaleza y a los objetos sagrados, eran cosas que podían ser usadas por todos, sin limitación alguna. Como consecuencia de ese punto de vista, las cosas eran consideradas «res nullius», lo que permitía su disposición por cualquiera.

 

Desde aquellos viejos tiempos hasta una más reciente evolución fruto de las organizaciones internacionales se procedió a poner en comercio tales recursos de la Naturaleza.

 

El Convenio sobre Biodiversidad Biológica (en adelante CDB), ha servido más como una teoría relativa a la soberanía de los Estados para impedir la utilización por las personas individuales de la Naturaleza. En particular al agregarse a dicho punto de partida, un camino forzoso conforme con el cual ningún Estado y ninguna persona puede hacer lo que quiere, sino limitarse a cumplir un procedimiento exclusivo que impide a los que lo habían utilizado hasta ahora el uso libre de la Naturaleza.

 

 

¿Cómo es el procedimiento del CDB?

 

El camino obligatorio a transitar por quien pretenda utilizar la Naturaleza combina los siguientes temas: i) una particular visión del mundo, conforme con la cual la biodiversidad exige de la comunidad mundial un privilegio en favor de los que poseen el know how del conocimiento genético de las especies; ii) la limitación de los derechos de los individuos y la consecuente restricción en favor de entidades dedicadas a la biodiversidad y de laboratorios de especialidades medicinales, únicos, de hecho y de derecho que pueden apropiarse de las condiciones de los elementos naturales (sean vegetales o animales); iii) una aplicación exagerada del derecho de propiedad intelectual, con el objeto de impedir la utilización durante los períodos de protección, de todas las modificaciones que puedan lograrse en las especies vivas. Esta noción puede ser exagerada hasta el límite de patentarse toda la Naturaleza; iv) el establecimiento de un sistema de acuerdo como obligatorio entre el Estado, las instituciones científicas de biodiversidad y los laboratorios medicinales, mediante el cual se establezca un régimen de regalías conforme con el cual se devolvería a los anteriores propietarios de los elementos naturales un royalty que el Convenio no establece y que en los casos concretos que se conocen no superan el 2% de los valores que se obtengan con la comercialización de los productos derivados de las especies.

Como puede apreciarse el efecto inmediato de la Convención es desposeer al conjunto de los seres humanos de los derechos que le conferían la anterior situación denominada de «res nullius». Esa órbita de libertad en la que se vivía fue sustituída por un mecanismo comercializador que presume respetar las soberanías del Estado suprimiendo derechos particulares.

 

La modificación de la situación jurídica fue tan trascendente que se pretende respetar los derechos que las poblaciones indígenas tienen por su uso inmemorial de ciertas utilizaciones de los elementos naturales.

 

Este es en nuestro criterio el punto que ayuda a demostrar la supresión que se efectúa a los que no son indígenas del aprovechamiento de la Naturaleza.

 

A los indígenas se les exige que ellos también firmen Convenios para resolver el aprovechamiento que ellos han venido ejerciendo desde tiempo inmemorial sobre esas especies. Es una suerte de derecho adquirido que se reconoce a grupos sistemáticamente olvidados a quienes les costará enormemente ponerse en condiciones de negociar con el objeto de percibir una magra regalía original del 2% que deberá repartir entre el Estado, los entes de investigación nacionales y sus propias indemnizaciones.

 

 

Aspectos políticos.

 

Lo curioso de esta regulación internacional es que los Estados Unidos de Norteamérica no la han suscripto.

Las razones por las cuales no lo han hecho, a estar a las diversas voces que se han alzado en contra de esta Convención, es que la misma se ha convertido en un enorme cepo que permite a los EE.UU. una búsqueda intensiva dentro de su territorio de los elementos que pueden ser objeto de utilización medicional o de otro tipo. Como se sabe diversos vegetales pueden contener las mismas sustancias que se buscan pese a ser de diversa presentación botánica. El efecto que produce el Convenio hace que los elementos de todo el mundo concurran a las entidades científicas del mundo desarrollado, todo dentro del Convenio, mientras que los propios elementos estadounidenses se quedan en el país sin permiso para nadie que no sea un nacional u otro autorizado para efectuar la búsqueda dentro del territorio nacional.

 

 

i) Visión del mundo.

 

No es fácil resolver en qué mundo vivimos. La teoría de las nacionalidades no puede creerse que sobrevivirá pese a que sobre su existencia se construye el mundo supra nacional que conocemos.

 

Las Naciones Unidas intentan asumir una suerte de mando mundial que no se consigue a partir de la existencia de las organizaciones llamadas multinacionales, dentro de las que deben computarse las lícitas y las ilícitas, esto es las corporaciones económicas, entre las primeras y las mafias y organizaciones delictivas entre las segundas.

 

La notable hegemonía de los EE.UU. que el mundo acata pero no acepta y las organizaciones no gubernamentales que aspiran a apoyar, según la índole de su pensamiento a otras organizaciones internacionales, a alguno o algunos de los estados existentes o simplementos a diversos idearios. A ellas deben sumarse las organizaciones guerrilleras, terroristas y subversivas respecto de las cuales no es posible lograr determinación alguna.

 

Por su parte la Iglesia Católica Apostólica y Romana, junto a algunas iglesias que no son sectas, y a otras religiones (judía, musulmana, budista), persiguen señalar límites éticos a una cultura que se resiste a los postulados del decálogo, expresión moral que resulta inaplicable a juicio de los que organizan el nuevo orden moral y legal del planeta.

 

Una nueva visión se nos presenta, por ahora de forma incompleta, sin que se pueda advertir la nueva modalidad de vida que presenta. Esta nueva modalidad de vida parece posible sólo en un mundo que adopta una situación de homogeneidad. Como se comprende, no todos los países son homogéneos y muchos de ellos tienen particularidades que no parece que puedan disiparse en lo inmediato. Para cuando dichos planes sean conocidos podremos saber qué países no alcanzarán los niveles culturales necesarios para soportar su sobrevivencia.

 

Un grave problema pues será determinar las pautas y principios con los que se vivirá en el siglo XXI.

 

ii) Limitación de los derechos de los individuos.

 

Como ha quedado dicho las cosas que fueron de nadie ahora son de ciertas entidades de investigación públicas o privadas y de los laboratorios de especialidades medicinales.

 

La soberanía es sólo una excusa técnica para resolver este traspaso de propiedad de todos los habitantes del mundo en favor de sólo los más capacitados. Un estado que se espera desaparezca.

iii) La propiedad intelectual.

 

Los regímenes de propiedad intelectual se dividían en tres en el pasado reciente. En primer lugar y aún cuando las convenciones se suponían que tenían validez mundial, en los países capitalistas se respetaban con variantes los derechos intelectuales que surgían de determinadas investigaciones científicas, dentro de un proceso que se estimaba razonable y con una evolución histórica que llegó a permitir en los EE.UU. primero y en otros algunos países después, que algunas investigaciones sobre elementos naturales puedan registrarse.

 

Una segunda teoría que correspondía a los países de la órbita socialista sostenía la inexistencia del sistema de propiedad intelectual. Un tercer régimen tenía un modelo mixto que permitía el registro de las ideas pero no tanto.

 

La CDB establece una modalidad no internacional sino supranacional de la propiedad intelectual a emplearse en el caso de investigaciones sobre elementos nacionales, lo que modifica totalmente el esquema tripartito que existió en el mundo y del cual resultaba una suerte de equilibrio inestable que respetaba los legítimos derechos de propiedad de los creadores, sin las exageraciones que el CDB ha establecido. Puede decirse que en Río hubo una suerte de desesperación por patentarlo todo y comerciar la Naturaleza en forma integral.

 

iv) Los acuerdos.

 

La obligatoriedad de utilizar acuerdos entre quienes participan de investigaciones está descripta de un modo incompleto pero forzoso en la CDB. Ello vuelve particularmente injusto el sistema adoptado, lo que se advierte en particular cuando se trata de la regalía práctica.

 

También el tratamiento de los indígenas no es aceptable. Cualquier otro grupo humano que no tenga esa condición debe poder utilizar con total amplitud los elementos naturales de los que ha sido desposeída la humanidad.

 

Esperamos que más voces se alcen para corregir los procedimientos que se han dispuesto mediante leyes de los estados nacionales, primeros y más sensibles afectados por el tardío reconocimiento de sus soberanías.

 

La conversión del concepto de «res nullius» en patrimonio común pasa a ser un grave problema futuro.

 

La Cuestión en el Derecho Romano.

 

Empezaremos por citar las Institutas de Gayo en el texto con que inicia la exposición de sus tesis, cuando dice: «Todos los pueblos, los cuales están regidos por leyes y por costumbres, siguen en parte un derecho que les es propio, en parte un derecho que es común a todos los hombres. En efecto, el derecho que cada pueblo se ha dado a sí mismo le es propio y se llama «derecho civil» (ius ciuile), es decir, el derecho propio de la ciudad (ciuitas), mientras que aquel derecho que la razón natural (naturalis ratio) establece entre todos los hombres y es observado por igual por todos los pueblos es llamado «derecho de gentes» (ius gentium), es decir el derecho usado por todas las naciones (omnes gentes). Es por eso que el pueblo Romano está regido en parte por su propio derecho y en parte por un derecho común a todos los hombres.»

 

El pensamiento que dejamos expuesto pone de resalto una verdad de nuestro tiempo. Existe una dimensión internacional que convive con la dimensión nacional de lo jurídico. Esto fue así en los tiempos romanos y ha pasado a ser, en nuestro días, un redescubrimiento, producto de la necesidad del hombre de resolver sus conflictos jurídicos, incrementados por razón de su enorme vecindad convencional, fruto de los modernos sistemas de comunicación.

 

Con este punto de partida podemos recordar la división romana entre cosas «in nostro patrimonio» y «extra nostrum patrimonium».

Estas últimas son las consagradas a los dioses, las dejadas a los dioses manes o las que son de todos. A esas categorías se le agregaban la «res communes omnium» y las que podían ser del «populus», que en consecuencia, no podían ser adquiridas por los particulares.

 

Estas categorías legales se acercan a la distinción de cosas en el comercio y fuera del comercio.

 

En los tiempos actuales, la mención de cosas fuera del comercio corresponde a la noción recursos naturales, que se vincula al concepto general del aire, el suelo y las aguas.

 

Esas nociones, se correspondía a la de «res communes» (como, por ejemplo, el aire, el agua corriente y el mar, con sus costas) que para aquellos tiempos se correlacionaban con las que todo el género humano podía usar. Estas nociones que estamos expresando, no se encuentran en los textos de Marciano, pudiendo corresponder la noción a la época bizantina. La conclusión para el tema sería que existe una «res publica» de todo el género humano.

 

Se podría en consecuencia distinguir esos bienes de otros que corresponden al pueblo romano, concepto que se explicaría por su generalidad.

 

Queda pues expresado el paralelismo entre las cosas comunes de aquellos tiempos y el patrimonio común de la humanidad de nuestro tiempo.

 

En nuestro criterio la opinión de «res communes omniun», se complementa en el desarrollo histórico del concepto con la existencia de una autoridad que ejerce supervisión sobre los bienes del pueblo romano.

 

La noción -también reflejada por Gayo en sus Institutas- al comentar el concepto de bienes no religiosos (que realiza en el Libro segundo, I, 7), dice que: «el suelo o es del dominio del populus romano o lo es del César, por lo que se considera que nosotros sólo podemos tener la posesión o el usufructo del mismo, ... «.

Esta mención se interpreta como una definición histórica del dominio eminente que modernamente se reconoce en favor del Estado cuando se trata de recursos naturales y su condición jurídica eminente o inicial.

 

Esa definición no impidió en el desarrollo histórico ni en el científico jurídico, la existencia de formas de apropiación, accesión, ocupación u otras que nacían en ese concepto o en el concepto de «res nullius».

 

En este último caso de la «res nullius» como también en el caso de adquisición de bienes minerales por el método de la accesión romana, tenemos la impresión de que nos encontramos en un ámbito en el que la noción de dominio eminente o inicial sufrió un abandono temporario, en favor de las figuras mencionadas, por la habitual forma de adoptar soluciones prácticas por parte de los romanos.

 

Existe por ello la posibilidad de desarrollar varias nociones conceptuales. Una primera se refiere a los bienes que corresponden a todos, como los ya citados del agua y del aire, entre otros. Se trata de los «res communes omnium».

Otra noción se vincula a una idea política y jurídica: es el reconocimiento del dominio originario del Estado sobre los bienes que como el suelo y los aprovechamientos minerales, a partir del dominio eminente del poder pueden concederse a los particulares o permitir su apropiación. Esta noción corresponde a la norma de Gayo ya citada, que da superioridad a la autoridad (el Emperador) sobre los mismos, a los fines de su adjudicación para explotación.

 

De este concepto recién expresado parte el concepto derivado de « res mullius» que como ya se ha dicho permite formas de ocupación y accesión diversas que parecen independizarse de los dos criterios antes expuestos, en sus alcances prácticos.

 

Durante la Edad Media se mantuvo este criterio de las cosas bajo un dominio eminente, sin distinguirse expresamente el primer criterio de las res communes omnium, que se daba por tácito.

 

Esta idea se subsumía en el nombre dominium utile, tradición que recoge Francis De Zulueta, en su obra The Institutes of Gaius, Oxford, Clarendon Press, 1963.

 

Le correspondía al señor del fundo el ejercicio de tales facultades, durante algún período del medioevo. Caso contrario las facultades se mantenían en poder de la autoridad superior del estado, por lo general el rey u otra entidad semejante.

 

Estas tradiciones incluyeron en el derecho civil, en lo que se refiere en los períodos republicanos más recientes, a las denominadas tierras sin dueños, las que se encargaron a la titularidad fiscal del estado. En el derecho minero perfeccionaron estos criterios los sistemas de adjudicación minera, que con tanta pasión fueron discutidos en la Asamblea General Francesa al tiempo de la revolución. Igual pasión se puso de manifiesto al discutirse en 1810 la ley de minas en el Consejo de Estado Francés, en oportunidad de lo cual Napoleón Bonaparte partió primero de una combinación de la teoría de la accesión con un cierto regalismo para evolucionar hacia el final de esa discusión hacia la noción del dominio eminente originario del Estado como tutor de la riqueza pública subterránea. Con esa noción como punto de salida estableció la ficción jurídica de que podrían existir dos propiedades en un mismo lugar: una propiedad subterránea que se constituía con los yacimientos minerales y otra propiedad distinta la del superficiario que era simplemente, una denominación novedosa dada al propietario de la tierra.

 

Con tal punto de vista Napoleón que deseaba aprovechar las sustancias metálicas para la construcción de sus armas, consiguió definitivamente dar vuelta el concepto de lo accesorio y lo principal del Derecho Romano. A partir de Napoleón, entonces, lo principal es la mina y lo accesorio es el suelo, en contra de las mejores tradiciones romanas ya citadas.

 

 

Evolución del concepto desde 1945.

 

En este título analizamos el concepto de patrimonio común en su evolución reciente, a través de los documentos internacionales.

 

La primera noticia sobre el tema aparece en la Constitución de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, adoptada en Londres, el 16 de noviembre de 1945. Allí, bajo el título Propósitos y Funciones del inciso c) del art. 1, se dice que la Organización «Ayudará a la conservación, al progreso y a la difusión del saber: Velando por la conservación y la protección del patrimonio universal de libros, obras de arte y monumentos de interés histórico o científico, y recomendando a las naciones interesadas las convenciones internacionales que sean necesarias para tal fin».

 

Se aprecia aquí un sentido muy amplio e inicial de la noción de patrimonio universal de libros, obras de arte y monumentos de interés histórico o científico.

En el Capítulo XVI de la Carta de la Organización de los Estados Americanos, se crea el Consejo Interamericano para la Educación, la Ciencia y la Cultura. En el art. 10, inciso j) se le encomienda «auspiciar la cooperación y la asistencia técnica para proteger, conservar y aumentar el patrimonio cultural de Continente».

 

Por otra parte, al adoptarse el denominado Estatuto del Consejo de Europa, en Londres, el 5 de mayo de 1949, en su Capítulo I, titulado Finalidad del Consejo de Europa, el artículo 1, inc. a) se establece que «la finalidad del Consejo de Europa consiste en realizar una unión más estrecha entre sus miembros para salvaguardar y promover los ideales y los principios que constituyen su patrimonio común y favorecer su progreso económico y social».

 

La noción de patrimonio común, en este caso, parece referirse a un concepto histórico y cultural, más que a una visión económica. Igual sentido debe entenderse que se le conceda al vocablo en la Convención Europea para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, adoptada por el Consejo de Europa en Roma, el 4 de noviembre de 1950. Allí se reconoció que los Gobiernos de los Estados europeos estaban «animados de un mismo espíritu y poseen un patrimonio común de ideales y de tradiciones políticas, de respeto de la libertad y de la preeminencia del Derecho»

 

El patrimonio, en el caso de la Convención europea era –como se vió– de ideales y tradiciones políticas.

 

Una noción patrimonial, aun cuando también espiritualista, surge en la Convención sobre la Protección del Patrimonio Mundial Cultural y Natural U.N.E.S.C.O., adoptada en París, el 23 de noviembre de 1972, por la Conferencia General de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, en su 17a. reunión celebrada en París, del 17 de octubre al 21 de noviembre de 1972.

 

Se fijan (I) Definiciones del patrimonio cultural y natural y se dictan normas sobre (II) Protección nacional y protección internacional del patrimonio cultural y natural.

También la Convención crea el (III) Comité intergubernamental de protección del patrimonio mundial cultural y natural. Los Estados se comprometen a realizar la denominada lista del patrimonio de la humanidad, la que se elabora con la conformidad de los Estados y que se completa con la lista en peligro de tales bienes. Un fondo especial fue establecido para la protección de los mismos.

 

En junio de 1974 se dicta la Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados por la R. 3281 (XXIX) de la Asamblea General de Naciones Unidas. Allí, en el Capítulo III, relativo a las Responsabilidades Comunes para con la Comunidad Internacional, se establece que «los fondos marinos y oceánicos y su subsuelo fuera de los límites de la jurisdicción nacional, así como los recursos de la Zona, son patrimonio común de la Humanidad. Sobre la base de los principios aprobados por la Asamblea General en su resolución 2749 (XXV), del 17 de diciembre de 1970, todos los Estados deberán asegurar que la exploración de la zona y la explotación de sus recursos se realicen exclusivamente para fines pacíficos y que los beneficios que de ello se deriven se repartan equitativamente entre todos los Estados, teniendo en cuenta los intereses y necesidades especiales de los países en desarrollo; mediante la concertación de un tratado internacional de carácter universal que cuente con el acuerdo general, se establecerá un régimen internacional que sea aplicable a la Zona y sus recursos y que incluya un mecanismo internacional apropiado para hacer efectivas sus disposiciones»

 

La noción que resulta de este texto es político-económica-social-organizativa. Es, quizás, la visión más completa, dado que a continuación de la definición hecha, se menciona la dimensión ambiental.

Veamos este tema: la carta dice que «La protección, la preservación y el mejoramiento del medio ambiente para las generaciones presentes y futuras es responsabilidad de todos los Estados. Todos los Estados deben tratar de establecer sus propias políticas ambientales y de desarrollo de conformidad con esa responsabilidad. Las políticas ambientales de todos los Estados deben promover y no afectar adversamente el actual y futuro potencial de desarrollo de los países en desarrollo. Todos los estados tienen la responsabilidad de velar porque las actividades realizadas dentro de su jurisdicción y bajo su control no causen daños al medio ambiente de otros Estados o de las zonas situadas fuera de los límites de la jurisdicción nacional. Todos los Estados deben cooperar en la elaboración de normas y reglamentaciones internacionales en la esfera del medio ambiente».

 

Los protocolos adicionales a los Convenios de Ginebra del 12 de agosto de 1949, también se ocupan de la cuestión patrimonial.

 

El protocolo I adicional en el art. 55 de refiere a la «Protección del ambiente natural.

1. En la realización de la guerra se velará por la protección del medio ambiente natural contra daños extensos, duraderos y graves. Esta protección incluye la prohibición de emplear métodos o medios de hacer la guerra que hayan sido concebidos para causar o de los que para prever que causen tales daños al medio ambiente natural, comprometiendo así la salud o la supervivencia de la población.

2. Quedan prohibidos los ataques contra el medio ambiente natural como represalias.»

Más adelante, en el art. 59 del mismo protocolo I, se dice en el inc. d) que «el hecho de dirigir un ataque a monumentos históricos, obras de arte o lugares de culto claramente reconocidos que constituyen el patrimonio cultural o espiritual de los pueblos o a los que se haya conferido protección especial en virtud de acuerdos especiales celebrados, por ejemplo, dentro del marco de una organización internacional competente, causando como consecuencia extensas destrucciones de los mismos, cuando no haya pruebas de violación por la Parte adversa del apartado b) del artículo 53 y cuando tales monumentos históricos, lugares de culto u obras de arte no estén situados en la inmediata proximidad de objetivos militares»

 

Otro tanto puede decirse de lo establecido por el Protocolo II, que en el art. 16 dice que: «sin perjuicio de las disposiciones de la Convención de La Haya del 14 de mayo de 1954 para la Protección de los Bienes Culturales en caso de Conflicto Armado, queda prohibido cometer actos de hostilidad dirigidos contra los monumentos históricos, las obras de arte o los lugares de culto que constituyen el patrimonio cultural o espiritual de los pueblos, y utilizarlos en apoyo del esfuerzo militar».

 

El tema se continúa en el Acuerdo que debe Regir las Actividades de los Estados en la Luna y otros Cuerpos Celestes, de Nueva York, del 18 de diciembre de 1979.

En este acuerdo, el art. 11 dice en su apartado 1 que:

«1. La Luna y sus recursos naturales son patrimonio común de la humanidad, conforme a lo enunciado en las disposiciones del presente Acuerdo y en particular en el párrafo 5 del presente Artículo.

2. La Luna no puede ser objeto de apropiación nacional mediante reclamaciones de soberanía, por medio del uso o la ocupación, ni por ningún otro medio.

3. Ni la superficie ni la subsuperficie de la Luna, ni ninguna de sus partes o recursos naturales podrán ser propiedad de ningún Estado, organización intergubernamental o no gubernamental, organización internacional o entidad no gubernamental ni de ninguna persona física. El emplazamiento de personal, vehículos espaciales, equipo, material, estaciones e instalaciones sobre o bajo la superficie de la Luna, incluidas las estructuras unidas a su superficie o subsuperficie, no creará derechos de propiedad sobre la superficie o subsuperficie de la Luna o parte alguna de ellas. Las disposiciones precedentes no afectan al régimen internacional a que se hace referencia en el párrafo 5 del presente artículo....»

 

Por otra parte, la Carta Africana sobre Derechos Humanos y de los Pueblos (Carta de Banjul) de Nairobi, Kenya, del 27 de julio de 1981, en el art. 22 dice:

«1. Todos los pueblos tienen el derecho a su desarrollo económico, social y cultural con el debido respeto a su libertad e identidad y al disfrute igualitario del patrimonio común de la humanidad.

2. Los Estados tienen el deber de asegurar individual o colectivamente el ejercicio del derecho al desarrollo.»

 

En la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, de Montego Bay, Jamaica del 10 de diciembre de 1982, la Sección III sobre Principios que rigen la Zona, en su artículo 136, sobre Patrimonio común de la humanidad, dispone: «La Zona y sus recursos son patrimonio común de la humanidad»