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Gorbachov, el último estadista

Con la muerte de Mijaíl Gorbachov, desaparece el último gran estadista y toda una época.

Tuve el privilegio de trabajar con él como subdirector del Foro Político Mundial (FPM), que Gorby había fundado en Turín en 2003, con un acuerdo de sede con la Región del Piamonte. El Foro reunió a personalidades de todo el mundo para debatir lo que estaba ocurriendo.  Los mayores protagonistas internacionales, de Helmut Kohl a François Mitterrand, de Wojciech Jaruzelski a Oscar Arias, discutirían con franqueza su papel y sus errores. Siempre recordaré un FPM en 2007, en el que Gorbachov recordó a los presentes que había acordado, en una reunión con Kohl, retirar el apoyo al régimen de Alemania Oriental, a cambio de una garantía de que las fronteras de la OTAN no se moverían más allá de la Alemania reunificada. Frente a ello, Kohl respondió, señalando a Giulio Andreotti, quien estaba presente, que algunos no estaban tan entusiasmados con la idea de volver a crear la mayor potencia de Europa, posición que compartía Margareth Thatcher.  Andreotti había dicho: «Amo tanto a Alemania que prefiero tener dos».  La delegación estadounidense reconoció este compromiso, pero se quejó de que el Secretario de Estado James Baker se había visto superado por los halcones, que querían seguir ampliando la OTAN y apretar a Rusia con una camisa de fuerza. El comentario de Gorby fue lapidario: «en lugar de cooperar con una Rusia que quería seguir en la senda socialista del norte, os apresurasteis a derribarla, y tuvisteis primero a (Boris) Yeltsin, que era condicionalmente vuestro».

Pero de Yeltsin nació Vladimir Putin, quien empezó a ver las cosas de una manera completamente diferente.

Cabe destacar que Gorbachov había cooperado con Ronald Reagan para terminar con la Guerra Fría. Resulta paradójico observar cómo la historiografía estadounidense atribuye a Reagan la victoria histórica sobre el comunismo y el fin de la Guerra Fría. Pero sin Gorbachov, la poderosa – pero aburrida – burocracia soviética hubiera seguido resistiendo y, seguramente, hubiese perdido el poder. Pero el Muro de Berlín no hubiera caído, y la ola de libertad en la Europa socialista hubiese llegado seguramente después del mandato de Reagan.

Tras la reunión de 1986 en Reikiavik quedó claro hasta qué punto Gorbachov tenía la intención, incluso más que Reagan, de avanzar en el camino de la paz y el desarme. Gorbachov propuso a Reagan la eliminación total del armamento atómico a lo que éste último, debido a la diferencia horaria, expresó que consultaría a Washington más tarde. Cuando ambos se reunieron, a la mañana siguiente, Reagan le dijo que Estados Unidos proponía la eliminación del 40% de las cabezas nucleares. Por su parte, Gorbachov le contestó: ‘si no puedes hacer más, empecemos así’. Pero les recuerdo que ahora podemos destruir el planeta y la humanidad cientos de veces».  El tiempo demostraría que el desarme nuclear de Rusia era ciertamente de interés para Estados Unidos, y ello se hubiese concretado si el Secretario de Defensa Caspar Weinberg, quien llegó a amenazar con su dimisión, hubiera sido capaz de mirar a largo plazo.

Yeltsin hizo todo lo posible para humillar a Gorbachov, para sustituirlo. Lo despojó de todas las pensiones, de todas las prebendas (guardaespaldas, coche de Estado), y le hizo abandonar el Kremlin en cuestión de horas. Pero con Putin se convirtió prácticamente en un enemigo del pueblo. La propaganda contra él fue burda, pero eficaz. Gorbachov había presidido el fin de la Unión Soviética, «la gran tragedia», y había creído a Occidente. Ahora la URSS estaba rodeada por la OTAN, y Putin se vio obligado, en nombre de la historia, a recuperar al menos parte del gran poder que Gorbachov había dilapidado.

Los que habían estado al lado de Gorbachov desde la llegada de Yeltsin vieron cómo el anciano estadista, quien había cambiado el curso de la historia, sufría profundamente al ver el rumbo que estaba tomando. Por supuesto, la prensa prefirió ignorar la profunda corrupción de la era Yeltsin, que costó terribles sacrificios al pueblo ruso. Bajo el mandato de Yeltsin, un equipo de economistas estadounidenses promulgó decretos que privatizaban toda la economía rusa, con un inmediato colapso del valor del rublo y de los servicios sociales. La esperanza de vida media retrocedió diez años de golpe. Me causó una gran impresión descubrir que mi desayuno por la mañana en el hotel costaba tanto como una pensión media mensual. Era muy triste ver a tantas ancianas vestidas de negro vendiendo sus pocas y pobres pertenencias en la calle.

Al mismo tiempo, algunos funcionarios del partido – amigos de Yeltsin – compraban a precios de ganga las grandes empresas estatales puestas a la venta.

Pero, ¿cómo lo hicieron, en una sociedad donde no había ricos? Giulietto Chiesa lo documentó en una investigación en «La Stampa» de Turín.

Bajo la presión de Estados Unidos, el Fondo Monetario Internacional (FMI) concedió un préstamo de emergencia de cinco mil millones de dólares (en 1990) para estabilizar el dólar. Estos dólares nunca llegaron al Banco Central ruso, ni el FMI planteó ninguna pregunta. Se repartieron entre los futuros oligarcas quienes, de repente, se encontraron fabulosamente millonarios. Cuando Yeltsin tuvo que dejar el poder, buscó un sucesor que le garantizara a él y a sus compinches la impunidad. Uno de sus asesores le presentó a Putin, diciéndole que podía domar la revuelta en Chechenia y éste aceptó con una condición: que los oligarcas nunca se involucraran en la política. Uno de ellos, Mijaíl Khdorkowski, no respetó el pacto y abrió un frente de oposición a Yeltsin.  Conocemos su destino: despojado de todos sus bienes y encarcelado. Fue la única aparición de un oligarca en la política.

Gorbachov fue el último estadista. Con la llegada de la Liga a Turín, el acuerdo para acoger el Foro Político Mundial (FPM) fue, para su sorpresa, cancelado. El Foro se trasladó a Luxemburgo y luego la fundación “Italianos en Roma” se hizo cargo de algunas de sus actividades (muy prescindentemente) en materia de medio ambiente. La mano derecha de Gorbachov, Andrei Gracev, portavoz de Gorby en el Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) y en la transición a la democracia, un brillante analista, se trasladó a París, donde se encuentra el punto de referencia para los debates sobre Rusia. Gorby, enfermo de diabetes, vivió la guerra de Ucrania como un drama personal (su madre era ucraniana). Se retiró a un hospital bajo estrecha vigilancia donde finalmente murió. La era de los estadistas ha terminado, también la de los debates de los grandes protagonistas de la historia.

Después de Gorbachov, los políticos perdieron la dimensión de estadistas. Poco a poco han ido retrocediendo a las exigencias del éxito electoral, a la política de corto plazo, a dar carpetazo a los debates de ideas, y en su lugar no recurren a la razón, sino a los instintos de los votantes. Instintos que se despiertan y se conquistan, incluso por una implacable campaña de noticias falsas. Una escuela que Donald Trump ha conseguido exportar al mundo, desde el voto constitucional en Chile el 4 de septiembre, a Jair Bolsonaro, a Ferdinad Marcos, a Vladimir Putin y, en consecuencia, a Volodímir Zelenski.

En suma, me encuentro escribiendo mi amargura, mi desánimo, no sólo por la muerte de uno de mis mentores (como fue Aldo Moro) sino por una época que ya parece definitivamente acabada: la de la Política con mayúsculas, capaz de sacudir el mundo que encontraba, con grandes riesgos y con los grandes objetivos de la Paz y la Cooperación Internacional. Y escribir verdades incómodas, conocidas por pocos, que serán inmediatamente sepultadas por las intervenciones hostiles y el ridículo. Andrei tenía razón cuando me dijo hace poco por teléfono: «Roberto, mi error y el tuyo es haber sobrevivido a nuestra época. También tengamos cuidado, porque acabaremos siendo un estorbo…».


Roberto Savio
Invitado por las autoridades del IRI
Ha participado en la sección Diálogos de la edición de la Revista Relaciones Internacionales nro. 62