La lucha contra la impunidad constituye un pilar esencial de la justicia penal internacional, pues garantiza que las violaciones graves de derechos humanos no queden sin castigo. Al sancionar a los responsables y satisfacer el derecho de las víctimas a la verdad, la justicia y la reparación, se refuerza el Estado de derecho a escala global. De este modo, la justicia penal internacional se erige como herramienta irrenunciable para prevenir la repetición de crímenes atroces y consolidar una paz fundada en la equidad, reparando al tiempo, de alguna forma, la dignidad de las víctimas, entre otros medios, a través de la imposición de sanciones a los sujetos responsables.
Cada efeméride se reviste de ritual y solemnidad, como si la memoria de la tragedia pudiera barnizarse con palabras grandilocuentes. El 17 de julio, día consagrado a la justicia penal internacional debido a que en esa fecha se adoptó en Roma el Estatuto que puso en pie una incómoda Corte Penal Internacional, se presenta como un acto de fe en la capacidad humana para conjurar el horror mediante el Derecho. Quienes ese día promovieron ese tratado internacional reconocieron que fueron millones las víctimas de atrocidades cometidas en el siglo XX desafiando con métodos criminales la imaginación y conmoviendo la conciencia de la Humanidad. Y reconocieron la necesidad de poner fin a la impunidad de los perpetradores de los crímenes más graves, pues amenazan a la paz y a la seguridad de toda la Humanidad. Sin embargo, en el margen de esa conmemoración un silencio incómodo y cómplice se agita: el pueblo de Palestina, un pueblo sin Estado, sujeto a colonización y ocupación después de más de ochenta años y condenado por Israel a desplazarse sin sentencia ni absolución, merodea los pasillos de la justicia internacional como quien acecha una puerta que rara vez se abre.
La historia es vasta, la injusticia interminable. Resoluciones dictadas y jamás cumplidas, muros erigidos contra el Derecho Internacional, acciones militares israelíes que pulverizan toda proporción y toda regla de humanidad. Aun así, persiste la obstinación de exigir responsabilidades. En un tribunal concebido para perseguir los crímenes más atroces —genocidio, crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad y agresión— se intenta inscribir una causa que, desde hace décadas, desafía la noción misma de castigo equitativo. Tal es el caso de Palestina ante la CPI, donde desde 2021 se investigan formalmente crímenes gravísimos cometidos tanto en Gaza como en Cisjordania, incluida Jerusalén Oriental.
El Derecho Internacional Penal y su articulación en tribunales internacionales nace de un acto de esperanza: la convicción de que ninguna barbarie quedará impune si se encienden lámparas togadas en los salones de la civilización. Pero la experiencia revela su envés: la justicia internacional se aplica con rigor desigual, ejemplar para las desposeídas víctimas del adversario y remisa ante aliados y quienes concentran poder y alianzas estratégicas.
Los crímenes sobre la tierra disputada ya no necesitan narración: exterminio y destrucción sistemáticos y en riguroso directo, ejecuciones sumarias, desplazamiento forzado, privación sistemática de recursos esenciales, deshumanización y humillación cotidianas de la dignidad. La CPI, interpelada por una denuncia que invoca el exterminio, la aniquilación, como crimen punible, sostiene la débil llama de la posibilidad: en sus artículos y tipificaciones late la esperanza de que, algún día, la retórica se convierta en citación judicial y políticos y militares responsables, sean quienes sean, rindan cuentas de manera efectiva y cumplan penas proporcionales a la gravedad de los crímenes cometidos. En el caso de Palestina, la máxima de ellas: la privación de libertad a perpetuidad. No son ánimos de venganza: solo un reclamo elemental de justicia ante la que Israel debe también rendir cuentas.
Pero es en los escombros y en la penumbra de los refugios improvisados en Gaza donde se prueba la sinceridad de toda jurisdicción internacional. El Derecho Internacional Humanitario y los derechos humanos y libertades fundamentales, tantas veces invocados y tan pocas veces respetados, dibujan una frontera de papel que separa a la civilización de la barbarie y que se disuelve ante la inercia pusilánime o criminal de los Estados y sus dirigencias. No basta con proclamar la prohibición de atacar civiles o de bloquear la ayuda básica: es necesario identificar a los responsables por sus nombres, sentarlos ante un juez y desgarrar la coraza de la inmunidad política.
La cuestión trasciende lo jurídico: es también moral y política. ¿Qué significa castigar un crimen de guerra cuando los crímenes israelíes se encadenan en ciclos que absorben generaciones de palestinos? La respuesta se diluye en la lentitud de los plazos y las argucias procesales, la fragilidad de los mecanismos de arresto, la precariedad de la cooperación internacional o la voluntad proclamada de incumplir las reglas y principios más elementales. Y, sin embargo, la existencia misma de un expediente abierto es una grieta en la costumbre de la impunidad y un llamado inapelable a la conciencia de la comunidad internacional civilizada.
Mientras se redactan resoluciones y cargos, otro frente se despliega a miles de kilómetros: hombres, mujeres y niños que huyen de la devastación llegan a orillas lejanas, entre ellas Canarias, territorio que conoce bien la historia del éxodo y donde la hospitalidad al desconocido es seña de identidad genuina. Allí, la protección internacional cobra forma en aulas de acogida, barrios periféricos y expedientes de residencia que llegan tarde o no llegan. La tragedia palestina se prolonga así, en una diáspora que reconstruye fragmentos de identidad quebrada mientras enfrenta nuevas barreras de exclusión.
El exilio palestino no es solo consecuencia de un desplazamiento forzado; es también la prueba de una promesa incumplida. Tratados y resoluciones consagraron un derecho de retorno que, en la realidad, sobrevive apenas como un susurro nostálgico, aplastado por hechos consumados sobre la tierra ocupada. Quien cruza el mar para rehacer su vida rehace también, en su cuerpo y memoria y en la de su descendencia, la historia colectiva de la expulsión.
Frente a la retórica oficial que celebra la justicia penal internacional como garantía de civilización, se impone la pregunta incómoda: ¿hay justicia si se aplica a unos y no a otros? ¿Tiene Israel patente de corso para vulnerar principios y reglas que vieron la luz para que las atrocidades no se repitieran? La independencia e imparcialidad de la justicia quienes acusan y juzgan no debe quedar en el papel, sino en la voluntad de ejecutarla sin inclinarse ante el poderoso, sin incurrir en dobleces, ni temer a la geopolítica. Resulta sencillo someter a juicio al vencido aislado y derrotado; casi impensable, tocar al protegido por la malla de intereses estratégicos.
En este laberinto se agita el pueblo de Palestina que nunca tuvo un Estado plenamente reconocido, pero que, contra toda lógica de exclusión, reclama su sitio como miembro de la comunidad internacional, y protección en los tribunales y en los sistemas de protección internacional. Su causa incomoda por su justeza inapelable y porque desvela la incoherencia de una comunidad internacional que proclama normas que no impone cuando más se necesitan.
No hay júbilo posible cuando se evoca un aniversario que recuerda la lentitud de la justicia para quienes más la requieren. La conmemoración no debe ser fiesta ni consuelo, sino recordatorio áspero de lo mucho que falta por hacer. En Gaza y en Cisjordania, en los guetos donde Israel encierra y aniquila a miles de personas indefensas, en los campos de refugiados y en los hogares improvisados de quienes hallaron cobijo en Canarias —8 en Tenerife y 16 en Gran Canaria; en España se contabilizaron aproximadamente 911 solicitudes de asilo en 2024, consecuencia del estallido de la actual guerra con Hamás en 2023, cifra que contrasta con las 208 solicitudes registradas en 2023 y las cerca de 500 acumuladas hasta junio de 2025.— la justicia penal internacional se enfrenta a su propio límite: su capacidad real de ser, alguna vez, verdaderamente universal, sin obscenos dobles raseros. Muchos de estos casos no prosperan, pues los solicitantes enfrentan obstáculos para acreditar la convivencia familiar previa o para recuperar documentación en embajadas y consulados cercanos a Palestina.
Allí donde la legalidad fracasa, persiste la posibilidad de un testimonio: que las víctimas (personas o pueblos) sean nombradas, que los hechos se documenten, que los responsables no puedan dormir sin recordar que existe un tribunal que, tarde o temprano, podría pronunciar sus nombres con la frialdad de una sentencia. Quizá entonces, y solo entonces, la fecha del 17 de julio merezca celebrarse. Hasta ese día, sigue siendo apenas una promesa —y, para muchos, un consuelo que no consuela—. En cualquier caso, Palestina existe y seguirá existiendo, pese a la empresa criminal que alimenta proyectos de expansión imperial y socava los cimientos de la paz y la justicia.
Carlos Gil Gandía
Integrante
Departamento de Europa
Carmelo Faleh Pérez
Integrante
Cátedra de Derecho Humanos a la Paz
IRI-UNLP