Departamento de Medio Oriente
Artículos
Turquía e Israel en la Siria post-Assad: rivalidad estratégica y equilibrios regionales
María Domínguez Aumirall
Santiago Ott
Introducción
En la madrugada del domingo 8 de diciembre de 2024, Medio Oriente fue testigo de un acontecimiento histórico. Tras más de una década de conflicto interno, el gobierno del presidente sirio Bashar al-Assad –respaldado militar y diplomáticamente por Rusia e Irán– colapsó de manera definitiva. Las fuerzas rebeldes, encabezadas por la organización islamista Hayat Tahrir al-Sham (HTS), liderada por Ahmed al-Sharaa, lanzaron una ofensiva relámpago desde Alepo que rompió el prolongado estancamiento del frente de batalla. En pocos días, lograron tomar la capital, Damasco, y forzar la huida del mandatario, poniendo fin a más de medio siglo de gobierno de la familia Assad.
La guerra civil siria, iniciada en 2011, no solo constituyó un conflicto interno devastador que causó cientos de miles de muertes y el desplazamiento masivo de la población, sino que también se convirtió en un escenario de intensa competencia geopolítica. Actores estatales y no estatales, tanto regionales como extrarregionales, intervinieron de distintas formas para proteger sus intereses estratégicos, consolidar zonas de influencia y moldear el futuro político del país.
Aunque con objetivos y estrategias en ocasiones complementarias y en otras en franca tensión, la República de Turquía y el Estado de Israel se han destacado como jugadores centrales en este complejo entramado. En el caso turco, Ankara desplegó desde las primeras etapas del conflicto una política exterior activa, estructurada sobre tres pilares: el respaldo a grupos opositores al régimen de Assad, intervenciones militares directas en territorio sirio con el fin de controlar la zona fronteriza y contener el avance de actores hostiles, y la utilización estratégica del flujo de refugiados como herramienta de presión diplomática, en particular frente a la Unión Europea (UE).
Israel, por su parte, centró su estrategia en frenar la consolidación de la presencia de Irán y sus proxys en suelo sirio. Para ello, Tel Aviv adoptó un enfoque dual que combinó operaciones militares –enmarcadas en la doctrina de la Campaña entre Guerras– con iniciativas de ayuda humanitaria orientadas a reforzar el vínculo con actores dialoguistas cerca de la frontera y reducir el riesgo de desborde del conflicto hacia su propio territorio.
Con la caída del régimen de Assad, tanto Turquía como Israel han emergido como los principales beneficiarios del desenlace del conflicto. El ascenso al poder en Damasco de fuerzas respaldadas por Ankara ha ampliado significativamente la influencia turca en Siria. Al mismo tiempo, el debilitamiento de Irán y la interrupción del corredor terrestre que conectaba a la República Islámica con Hezbolá en Líbano representan una victoria estratégica para Tel Aviv en su prolongada disputa con Teherán. Sin embargo, este nuevo equilibrio ha traído aparejadas fricciones entre los dos grandes ganadores del conflicto, cuya competencia por moldear el futuro de Siria amenaza con abrir una nueva etapa de tensiones.
El presente trabajo se propone analizar el papel desempeñado por Turquía e Israel en la guerra civil siria y sus consecuencias en la configuración del escenario posterior al colapso del régimen en diciembre de 2024. En este marco, se examinarán sus objetivos estratégicos, las acciones desplegadas en el terreno y las dinámicas de rivalidad y cooperación que reconfiguran el tablero geopolítico de la región. En particular, se buscará evaluar cómo la interacción entre ambos actores podría incidir en el futuro inmediato de Siria, así como en el equilibrio regional y las perspectivas de estabilidad en una zona históricamente marcada por la volatilidad.
Turquía y la Guerra Civil Siria
Como antiguo territorio del Imperio Otomano y con más de 900 kilómetros de frontera común, Siria ha ocupado históricamente un lugar central en la proyección regional de Turquía. El conflicto civil iniciado en 2011 convirtió al país vecino en un foco de inestabilidad con implicancias directas para la seguridad nacional turca. La fragmentación del territorio sirio, las oleadas de refugiados, el fortalecimiento de las milicias kurdas –especialmente del Partido de la Unión Democrática (PYD) y su brazo armado, las YPG–, así como el auge de grupos yihadistas en la frontera sur, llevaron a Ankara a considerar que mantenerse al margen no era una opción viable. En consecuencia, la guerra civil siria pasó a ocupar un lugar prioritario en la agenda de seguridad de Turquía desde el inicio de la contienda.
El involucramiento turco en el conflicto no respondió únicamente a una lógica defensiva, sino también a una visión más ambiciosa de reconfiguración del orden regional. A medida que la guerra avanzó, Ankara articuló una política exterior que combinó tres elementos clave, a saber: 1) el respaldo político, logístico y militar a grupos opositores al gobierno del presidente sirio Bashar al-Assad; 2) el despliegue directo de las fuerzas armadas turcas mediante diversas operaciones militares en territorio sirio; y 3) la instrumentalización del flujo de refugiados como una herramienta de presión diplomática con el objetivo de obtener concesiones económicas y políticas, en especial frente a la UE.
Estos pilares de la política exterior de Turquía en relación a la guerra en Siria deben entenderse en el marco de los objetivos más amplios perseguidos por Ankara, los cuales, si bien se ajustaron a los vaivenes propios de un conflicto tan complejo y prolongado –con actores que entraban y salían del escenario constantemente–, conservaron una coherencia estratégica de fondo. En esencia, Turquía aspiró a consolidar su influencia regional mediante el establecimiento de una zona de contención (buffer zone) en norte de Siria que garantizara la seguridad de sus fronteras. En ese esquema, uno de los objetivos centrales fue impedir que las fuerzas kurdas sirias –particularmente aquellas vinculadas al Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK)– alcanzaran el poder suficiente para avanzar en sus aspiraciones separatistas y provocar un efecto contagio dentro del propio territorio turco
Al igual que muchas otras potencias regionales y extrarregionales, Turquía brindó apoyo a diversos grupos opositores al régimen sirio a lo largo del conflicto, aunque lo hizo de forma especialmente activa desde las primeras etapas. En los inicios de la guerra, Ankara se posicionó como uno de los principales patrocinadores políticos de la oposición civil siria en el exilio. Fue precisamente en territorio turco donde se dio lugar a la creación del Consejo Nacional Sirio (CNS). El CNS aglutinaba a diferentes grupos de la oposición en un mismo esquema institucional y terminaría convirtiéndose en uno de los focos de resistencia más importantes en la lucha contra el régimen, especialmente en el plano diplomático y mediático.
A lo largo de los trece años de lucha interna, el respaldo de Turquía a la oposición siria osciló entre el apoyo político-diplomático y el militar. En el plano político se incluyeron las diferentes instancias de presión al gobierno sirio, como visitas de alto nivel y sanciones económicas, para forzar a Assad a optar por una apertura democrática. Por otro lado, en el ámbito militar, el gobierno turco, bajo el liderazgo del presidente Recep Tayyip Erdoğan, proporcionó asistencia directa a diversas facciones opositoras. Este apoyo consistió en entrenamiento y suministro de armamento a grupos rebeldes –especialmente al llamado Ejército Nacional Sirio (ENS), considerado como una suerte de proxy de Ankara–, así como en la habilitación de corredores seguros a través de la frontera turco-siria para facilitar el tránsito de combatientes, logística y ayuda humanitaria (Phillips, 2020).
Durante buena parte del conflicto, uno de los principales obstáculos de la oposición había sido su fragmentación interna, cristalizada en la coexistencia de múltiples milicias que operaban de forma independiente, con mandos dispersos y estrategias divergentes (Phillips, 2020). En los últimos años, sin embargo, estas facciones –especialmente en el noroeste del país– comenzaron a coordinarse en torno a estructuras logísticas y militares compartidas. En este marco, Turquía desempeñó un papel central dado que proveyó armamento, financiamiento e, incluso, asumió el pago de salarios tanto de milicianos como de personal civil en la región de Idlib, principal bastión opositor. Si bien otros Estados también apoyaron a grupos contrarios al régimen en distintas etapas del conflicto, muchos de estos patrocinadores fueron retirando gradualmente su asistencia en la medida en que el Ejército Árabe Sirio de Assad, con apoyo de Moscú y Teherán, lograba estabilizar el frente y la ansiada caída del régimen parecía alejarse. En este contexto, el rol de Turquía como actor persistente en la guerra adquirió cada vez mayor relevancia (France 24, 2024).
Como se mencionó previamente, el papel de Ankara en la guerra civil siria no se limitó al apoyo a la oposición, sino que también implicó una participación directa a través de operaciones militares sobre el terreno. Turquía no solo financió y articuló a actores locales, sino que demostró voluntad política y capacidad operativa para intervenir con sus propias fuerzas armadas. En este marco, encabezó una serie de incursiones militares con el objetivo de redibujar el equilibrio de poder en el norte de Siria.
La primera de estas intervenciones fue la Operación Escudo del Éufrates, lanzada en agosto de 2016, con el propósito de desalojar al Estado Islámico (ISIS) y contener el avance de las Fuerzas Democráticas Sirias (SDF) —dominadas por milicias kurdas— en áreas cercanas a la frontera. Dos años más tarde, en 2018, el ejército turco emprendió la Operación Rama de Olivo, dirigida a expulsar a las SDF de la región de Afrin, en el noroeste del país. En octubre de 2019, Ankara lanzó una tercera ofensiva bajo el nombre de Operación Manantial de Paz, esta vez sobre el noreste sirio, pocos días después de que el presidente norteamericano Donald Trump anunciara la retirada de las tropas estadounidenses que hasta entonces habían respaldado a las fuerzas kurdas. Esta última intervención tuvo como objetivo central debilitar a las YPG, consideradas por Turquía como el “brazo sirio” del PKK, organización clasificada como terrorista por Ankara. Estos cursos de acción emprendidos por Turquía, responden a una nueva doctrina de acción preventiva (González Levaggi, 2020).
En lo que respecta al flujo de refugiados, Turquía ha sido —y continúa siendo— el principal país receptor de desplazados sirios, albergando aproximadamente a 4 millones de personas desde el inicio del conflicto. La cantidad de individuos forzados a abandonar Siria creció de manera sostenida a medida que la guerra se intensificaba y alcanzó su punto máximo en 2015. En ese contexto, los campamentos de refugiados instalados en territorio turco se vieron desbordados, mientras miles de personas desesperadas intentaban escapar hacia Europa a través de rutas alternativas, muchas de ellas extremadamente peligrosas. Bajo ese marco, el gobierno de Erdoğan capitalizó su presencia como herramienta para presionar a la UE y lograr concesiones favorables en materia de política exterior.
Un ejemplo notorio de esta estrategia se dio en febrero de 2020, cuando Turquía lanzó la Operación Escudo de Primavera con el objetivo de frenar el avance de las fuerzas sirias apoyadas por la aviación rusa en la provincia de Idlib, tras un ataque aéreo que provocó la muerte de 33 soldados turcos. En ese mismo contexto, Ankara decidió abrir de forma temporal sus fronteras hacia Europa, permitiendo el paso de miles de migrantes con el fin de presionar a Bruselas para que brindara mayor respaldo financiero y político a Turquía en la gestión de los más de 3,5 millones de refugiados que ya se encontraban en su territorio (Infobae, 2020).
La apertura provocó una crisis fronteriza inmediata. Miles de personas —no solo sirias, sino también afganas, pakistaníes y de otras nacionalidades— se dirigieron al cruce terrestre de Pazarkule-Kastanies, entre Turquía y Grecia. La respuesta griega fue tajante e involucró el cierre total del paso, el refuerzo de la presencia militar y el uso de la fuerza para impedir los cruces, lo que derivó en enfrentamientos y en escenas de violencia y represión, con el uso de gases lacrimógenos por ambas partes (France 24, 2020). La UE respaldó a Grecia, declarando que sus fronteras debían ser protegidas. La mayoría de los migrantes quedó varada en campamentos improvisados hasta que, semanas después, fueron evacuados por las autoridades turcas como parte de las medidas adoptadas frente a la pandemia de COVID-19.
Tras esta escalada, Turquía y Rusia alcanzaron un alto el fuego en Idlib en marzo de 2020, que contribuyó a descomprimir parcialmente la tensión en la región. Si bien Ankara no volvió a abrir formalmente sus fronteras, mantuvo la amenaza migratoria como un instrumento de presión política ante Bruselas. Aunque se reactivaron ciertos mecanismos de cooperación entre Turquía y la UE, no se produjo ningún cambio estructural en el acuerdo migratorio de 2016, que supedita la ayuda europea al compromiso turco de contener los flujos migratorios hacia el continente.
El papel de Turquía en la Siria post-Assad
Como se mencionó en el apartado anterior, a lo largo de la guerra civil, Turquía proveyó apoyo directo a una constelación de facciones opositoras y milicias islamistas de diversa orientación, desde corrientes moderadas hasta facciones más radicalizadas. Entre ellas, el apoyo brindado a HTS resultaría decisivo para la ofensiva final que culminó con la caída de Bashar al-Assad.
Con Irán y Hezbolá severamente desgastados, y con Rusia volcando gran parte de sus recursos a la guerra en Ucrania, el gobierno sirio quedó expuesto a la ofensiva relámpago encabezada por el grupo insurgente liderado por Ahmed al-Sharaa –actual presidente del país. El vertiginoso avance de esta milicia –favorecida por la corrupción endémica dentro del gobierno sirio y el desgaste de sus tropas tras años de combate– terminaría con la toma de Damasco y el colapso de la dinastía Assad el pasado 8 de diciembre de 2024.
Aunque Ankara niega haber participado directamente en la ofensiva final y sostiene que no brinda apoyo oficial al grupo HTS, el gobierno de Erdoğan ha respaldado a diversas milicias del norte de Siria que sí formaron parte de la operación, como el Ejército Nacional Sirio. Según André Bank, investigador del Instituto GIGA, resulta razonable suponer que Turquía ha facilitado armamento avanzado —incluidos drones y sistemas de misiles— a estos grupos, lo que habría sido decisivo para sus avances en el terreno (DW, 2024). Otros analistas, como Simon Mabon, señalan que aún no está claro el grado de involucramiento directo del gobierno turco en la ofensiva, aunque ambos coinciden en que el apoyo indirecto ha sido un factor clave para ampliar la influencia de Ankara en Siria (DW, 2024).
Actualmente, Turquía desempeña un papel central en la configuración de la Siria post Assad. Uno de los pilares fundamentales es el apoyo militar brindado por Ankara al nuevo gobierno en Damasco. El ministro de Defensa turco, Yaşar Güler, confirmó que Turquía mantiene más de 20.000 tropas desplegadas en territorio sirio, con funciones que incluyen el entrenamiento, asesoramiento y fortalecimiento de las fuerzas del nuevo régimen (Gumrukcu, 2025). Güler subrayó que la retirada de las tropas turcas estará sujeta a una serie de condiciones, incluyendo la consolidación de la estabilidad interna, la seguridad plena en las fronteras, la eliminación de células terroristas y la existencia de garantías efectivas para un retorno seguro y ordenado de los millones de refugiados sirios actualmente en territorio turco.
En paralelo, Ankara y Damasco se encuentran avanzando en un acuerdo de defensa bilateral que incluiría el establecimiento de instalaciones militares turcas en puntos estratégicos como Palmira o la base aérea T4 (la más grande e importante de Siria, localizada en la provincia de Homs), así como el uso compartido del espacio aéreo sirio (Al-Khalidi, Gebeily y Ashawi, 2025). La iniciativa también prevé el acompañamiento turco en la formación de las nuevas fuerzas armadas sirias. Este pacto –aún en fase de negociación– apunta a formalizar la presencia militar de Ankara y consolidarla como garante de la seguridad de la Siria post-Assad.
El fortalecimiento de la influencia turca en su vecino del sur no puede entenderse sin considerar uno de los principales motores de la política exterior y de defensa de Ankara en la última década: su acérrima oposición a la autonomía kurda en el norte sirio. En este marco, la instalación de bases militares y el entrenamiento de fuerzas sirias afines a Turquía también cumplen el objetivo de contener el poder territorial y político de las milicias kurdas, particularmente el de las YPG (Gumrukcu, 2024).
Tras años de ofensivas militares que le han permitido a Ankara controlar extensas franjas territoriales y forzar el desplazamiento de comunidades kurdas, en marzo de 2025 el ministro de Defensa turco confirmó una intensificación de las incursiones transfronterizas en el noreste sirio, dirigidas contra posiciones del YPG y de las Fuerzas Democráticas Sirias (Reuters, 2025a). En este contexto, la actual cooperación con el nuevo gobierno en Damasco continúa teniendo como uno de sus ejes principales la alineación de políticas de seguridad destinadas a frenar las aspiraciones autonómicas kurdas y asegurar que el nuevo régimen no otorgue a estas milicias ni reconocimiento político ni poder territorial.
Por otro lado, el retiro progresivo que se prevé por parte de las fuerzas estadounidenses en el noreste de Siria abre un espacio propicio para que Turquía refuerce su influencia en zonas que hasta ahora permanecían bajo control de Washington (Reuters, 2025c). En este contexto, Thomas Barrack, designado por el presidente Donald Trump como Enviado Especial para Siria en mayo de este año, anunció que Estados Unidos reducirá su presencia militar en el país de ocho bases operativas a una sola, consolidando sus actividades en la gobernación de Hasakah, con un contingente que pasará de aproximadamente 2.000 soldados a menos de 1.000 (Al Mayadeen, 2025).
Este repliegue permitiría a Ankara ampliar su margen de maniobra y avanzar con mayor facilidad hacia sus objetivos estratégicos en el área. Sin embargo, cabe preguntarse ¿cuáles son esos objetivos estratégicos en el nuevo escenario? En primer lugar, resulta central el ya mencionado conflicto con las milicias kurdas. Turquía aún procura impedir que estas fuerzas consoliden una autonomía territorial que pueda servir de inspiración o respaldo a movimientos separatistas dentro de sus propias fronteras. Además de reforzar la seguridad en su límite meridional, Ankara aspira a que el nuevo gobierno en Damasco comparta su postura contraria a las aspiraciones kurdas y actúe como garante de una política de seguridad coordinada en esa materia.
Por otro lado, la estabilización de Siria para el retorno de los refugiados se ha convertido en otra de las máximas prioridades de Estado para Turquía, especialmente ante el desgaste político y financiero que significa el prolongado alojamiento de millones de desplazados. Si bien Ankara ha defendido la voluntariedad de los retornos, diversos estudios académicos y reportes internacionales señalan que se han implementado mecanismos que oscilan entre incentivos materiales y presiones directas, particularmente sobre aquellos que carecen de documentación regular (Mencütek, 2022; İçduygu & Nimer, 2019). En este contexto, la creación de zonas bajo influencia turca en el norte de Siria, dotadas de viviendas, hospitales y escuelas financiadas por Ankara, responde no solo a una lógica humanitaria o de reconstrucción, sino también al objetivo político de relocalizar población refugiada en áreas controladas por Turquía y alterar así el equilibrio demográfico en regiones tradicionalmente kurdas (FM Review, 2022; GAPs Blog, 2024). Esta estrategia, que combina securitización fronteriza con ingeniería social, ha sido descrita por autores como Zeynep Şahin Mencütek como una forma de externalización del retorno bajo criterios geopolíticos definidos por el gobierno turco.
A su vez, la consolidación de Turquía como potencia garante del nuevo orden en Siria implica no sólo la permanencia de su despliegue militar, sino también la formalización de su rol como actor central en la arquitectura de seguridad regional. Las negociaciones en curso para establecer bases permanentes y compartir el espacio aéreo sirio se inscriben en este objetivo de institucionalizar una presencia que, hasta ahora, había operado bajo la lógica de la intervención preventiva. De este modo, Ankara busca pasar de una lógica de contención a una de tutela activa del proceso de reconstrucción siria, blindando su frontera sur, proyectando poder y consolidando zonas de influencia estables frente a la retirada de potencias externas como Estados Unidos (AP News, 2024).
Israel y la Guerra Civil Siria
Cuando la guerra civil siria irrumpió en el panorama regional, Israel se vio envuelto en un complejo dilema. Por un lado, la familia Assad encarnaba uno de los últimos bastiones del antiguo panarabismo, contra el cual el Estado hebreo había combatido durante buena parte de su existencia. Y aunque para el año 2011 la Siria de Bashar al-Assad estaba lejos de constituir una potencia militar capaz de enfrentarse en igualdad de condiciones a las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI), el país árabe aún conservaba ciertos activos estratégicos, como su arsenal de armas químicas, que representaban una amenaza para la seguridad nacional israelí. A su vez, el eventual derrocamiento de Assad constituía una oportunidad para debilitar al llamado “Eje de la Resistencia” liderado por Irán –del que Siria formaba parte– y romper el corredor terrestre que conectaba a la República Islámica con Hezbolá en el Líbano.
Por otro lado, la posible caída del gobierno sirio implicaba abrir una suerte de “caja de Pandora”, con el riesgo de que el régimen secular fuese sustituido por grupos islamistas con una postura aún más beligerante hacia Israel, como es el caso de Hamás en la Franja de Gaza. En este contexto, Tel Aviv optó en los inicios del conflicto por mantener una posición neutral, basada en la no intervención (Boms, 2018, 3).
Sin embargo, a medida que la guerra se intensificó e Irán profundizó su respaldo a Assad, entre el 2012 y el 2013 Israel abandonó la equidistancia para adoptar un rol más activo, articulado en torno a tres objetivos: 1) impedir que Teherán aprovechara el caos para incrementar el suministro de armamento a Hezbolá a través del territorio sirio; 2) evitar la consolidación de grupos hostiles en la frontera común con Siria (ya fuesen organizaciones radicales suníes o elementos vinculados al Eje de la Resistencia); y 3) prevenir un “efecto derrame” del conflicto sobre el propio territorio israelí. En aras de contener estas amenazas, Tel Aviv adoptó una estrategia dual que combinaba acciones tanto en el ámbito militar como en el humanitario.
En el plano militar, Israel puso en práctica la llamada “Campaña entre Guerras”. Esta doctrina consiste en la ejecución de acciones ofensivas que, de manera proactiva y sin cruzar el umbral de la guerra abierta, buscan debilitar sistemáticamente los activos militares enemigos, ya sea para prevenir futuros ataques, posponer la irrupción de un nuevo conflicto, o para dejar a las FDI en una posición de ventaja cuando éste estallase (Eisenkot y Siboni, 2019). En otras palabras, la “Campaña entre Guerras” se desarrolla en el terreno intermedio entre la guerra y la paz, a través de operaciones militares preventivas y de intensidad relativamente baja.
En el conflicto sirio, Israel comenzó a aplicar esta doctrina a inicios del 2013, cuando se reportaron los primeros bombardeos contra convoyes iraníes que presuntamente transportaban misiles cerca de Damasco con dirección al Líbano (Piven, 2013). Desde entonces, Tel Aviv recurrió de manera intensiva a su superioridad aérea para atacar no solamente convoyes, sino también fábricas de producción e instalaciones de almacenamiento de armas y emplazamientos militares vinculados tanto a Irán como a sus milicias aliadas y al propio régimen sirio (Kaduri, 2023).
En el ámbito humanitario, Tel Aviv aprovechó el repliegue del gobierno sirio sobre el control de la frontera con Israel y su sustitución por grupos rebeldes moderados y comunidades drusas para establecer vínculos de cooperación con estos actores. Entre 2011 y 2013 el otorgamiento de ayuda humanitaria al sur de Siria recayó primordialmente en la sociedad civil israelí. Sin embargo, con el tiempo, esta fue complementada con ayuda oficial provista por el gobierno hebreo bajo la llamada “Política del Buen Vecino”.
Ahora bien, esta iniciativa no se limitó exclusivamente a la provisión de asistencia médica y ayuda humanitaria a numerosos civiles sirios afectados por la guerra, sino que también incluyó la entrega de equipamiento, alimentos e, incluso, armas ligeras a las milicias dialoguistas (Gross, 2019). El objetivo central de esta política era consolidar una presencia local aliada que dificultara el avance de elementos pro-iraníes o de organizaciones suníes radicales, como el ISIS, en la frontera sirio-israelí, además de mejorar la imagen de Israel entre la población local y otros países árabes (Phillips, 2020). La “Política del Buen Vecino”, sin embargo, llegó a su fin en 2018, cuando las fuerzas de Assad recuperaron el control de las gobernaciones de Daraa y Quneitra, en el sur del país. Esto sucedió tras un acuerdo coordinado entre Israel y Rusia, mediante el cual Moscú se comprometió a contener la presencia de Irán y Hezbolá en la zona fronteriza (Phillips, 2020, 273).
Tanto la doctrina de la “Campaña entre Guerras” como la “Política del Buen Vecino” resultaron exitosas en términos de evitar el atrincheramiento de Irán y sus proxys en el sur de Siria, así como también a la hora de prevenir una expansión del conflicto hacia el interior de Israel (Boms, 2018, 10). A pesar de la presencia de actores hostiles, la zona israelí de los Altos del Golán se mantuvo relativamente estable. De hecho, desde 2018 prácticamente no se registraron ataques dirigidos contra Israel desde territorio sirio (Kaduri, 2023). Esta situación, sin embargo, comenzó a cambiar tras los ataques del 7 de octubre de 2023 y el estallido de la guerra en Gaza.
Israel frente a la nueva etapa del conflicto sirio
El sorpresivo ataque de Hamás contra territorio israelí y la posterior ofensiva de las FDI sobre Gaza alteraron profundamente el statu quo regional, que hasta entonces parecía atravesar un período de relativa distensión, marcado por eventos como la reanudación de las relaciones diplomáticas entre Irán y Arabia Saudita, o la firma de los Acuerdos de Abraham entre Israel y varios países árabes. La escalada en Gaza reactivó tensiones en múltiples frentes vinculados al Eje de la Resistencia. Entre ellos se destacó Siria, donde Israel llevó a cabo, entre otras acciones, un ataque aéreo contra el consulado iraní en Damasco que provocó una respuesta directa por parte de la República Islámica en abril de 2024, que serviría como preludio para la posterior guerra irano-israelí de 2025.
A pesar de la magnitud del desafío, la superioridad militar de Tel Aviv le permitió contener de manera relativamente efectiva los distintos frentes de conflicto. En este contexto, el debilitamiento del Eje de la Resistencia trajo aparejadas consecuencias negativas para la estabilidad del régimen de Bashar al-Assad, el cual quedó expuesto a la ofensiva relámpago del HTS, que terminaría precipitando su caída y dando inicio a una nueva etapa del conflicto.
El fin del régimen de los Assad tras 53 años en el poder significó para Israel no solo la desactivación de un antiguo enemigo, sino también un golpe estratégico para el proyecto de hegemonía regional que Irán había estado construyendo desde hacía años mediante el despliegue sostenido de recursos militares y financieros. En este nuevo escenario, la caída de Bashar al-Assad resolvió el prolongado dilema israelí del “malo conocido vs bueno por conocer” —vigente durante toda la guerra civil siria— en favor del segundo.
Tan pronto como los rebeldes tomaron el poder, Israel adoptó una postura marcadamente escéptica frente a los gestos de moderación que el gobierno de al-Sharaa intentaba proyectar para ganar legitimidad internacional, así como también manifestó una enorme preocupación frente a la creciente influencia de Turquía sobre Damasco. En este sentido, Tel Aviv no solo mantuvo su tradicional enfoque preventivo en el marco de la “Campaña entre Guerras”, sino que aprovechó la fragilidad del proceso de consolidación del nuevo gobierno sirio para impulsar esta doctrina hacia una fase aún más asertiva.
Una de las primeras medidas adoptadas por el gobierno israelí a pocas horas de la huida de Bashar al-Assad de la capital fue anunciar el colapso del Acuerdo de Separación de Fuerzas, firmado en 1974 tras la guerra del Yom Kippur (The New Arab, 2024). Dicho acuerdo establecía una zona desmilitarizada gestionada por las Naciones Unidas por medio de la UNDOF entre las posiciones militares israelíes y sirias en los Altos del Golán. En este marco, el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, ordenó a las FDI realizar una ofensiva terrestre para tomar posesión de la zona de amortiguamiento de 400 km2 con el objetivo declarado de evitar que fuerzas hostiles se consoliden en la frontera (Krever, 2024).
En paralelo, las fuerzas armadas israelíes aprovecharon el vacío de poder generado por el derrocamiento del antiguo régimen para lanzar una de las campañas de bombardeos más extensas de su historia con el objetivo de desmantelar los remanentes del Ejército Árabe Sirio y evitar que su arsenal cayera en manos de facciones rebeldes. Según un comunicado de las FDI, en un lapso de 48 horas tras la caída de Assad, la fuerza aérea y la armada israelí llevaron a cabo cerca de 350 ataques de precisión contra objetivos estratégicos en Damasco, Homs, Tartus, Latakia y Palmira, entre otras ciudades (Fabian y ToI Staff, 2024). Los blancos incluyeron depósitos de armamento, aeródromos, baterías antiaéreas, sistemas de radar, lanzadores de misiles Scud, aeronaves, helicópteros y embarcaciones. Esta ofensiva, catalogada bajo el nombre de Operación Flecha de Basán, habría permitido a Israel eliminar entre el 70 % y el 80 % de las capacidades estratégicas del antiguo régimen de un solo golpe.
Tanto la captura de la zona de amortiguación fronteriza como la campaña de bombardeos se extendieron durante varios meses. Respecto a la presencia israelí en territorio sirio, el propio Netanyahu declaró en febrero de 2025 que Israel demandaba la completa desmilitarización del sur del país vecino, específicamente en las regiones de Quneitra, Deraa y Suweida (Usher, 2025). Según el períodico The Times of Israel, las FDI habrían establecido cerca de nueve puestos militares, dos de ellos en la cima del estratégico Monte Hermón (Fabian, 2025), lo cual incrementa sustancialmente las capacidades del ejército israelí de monitorear cualquier fuente de peligro proveniente de Siria.
El primer ministro israelí también afirmó que su país no tolerará ninguna amenaza contra las comunidades drusas localizadas en el sur de Siria (Usher, 2025). Estas palabras han tenido asidero en la realidad dado que la protección de las minorías drusas se ha convertido en un objetivo prioritario de las operaciones militares israelíes contra el nuevo régimen –llegando incluso a ejecutar bombardeos sobre el propio Palacio Presidencial, el complejo del Estado Mayor y el Ministerio de Defensa en Damasco (Infobae, 2025). Si bien Israel alberga una importante comunidad drusa en su territorio (alrededor de 150 mil drusos, muchos de los cuales integran unidades dentro de las FDI), Tel Aviv percibe la presencia de estas minorías en el sur sirio y el fomento de sentimientos separatistas, como herramientas útiles para mantener debilitado y fragmentado al gobierno central en Damasco (Yildiz, 2025). La creación de una entidad drusa independiente en la región de Suweida –corazón de la comunidad drusa siria– permitiría establecer una nueva zona colchón entre Israel y su vecino del norte, a fin de prevenir posibles ataques contra el territorio del Estado hebreo.
Todas las acciones previamente mencionadas tensionaron significativamente las relaciones entre Israel y el nuevo gobierno sirio. Sin embargo, con la reconfiguración del equilibrio de poder regional tras el ataque israelí a gran escala contra Irán durante el mes de junio, en el marco de la operación León Ascendente, también se abrió una ventana de oportunidad para la diplomacia. El propio gobierno estadounidense y otros países europeos anunciaron el levantamiento de las sanciones que recaían sobre Siria desde la época de Assad para darle una oportunidad a la joven administración de Ahmed al Sharaa (Rosas, 2025). En este marco, con Irán y el Eje de la Resistencia debilitados, Washington y Tel Aviv podrían buscar capitalizar su posición de fuerza en la región para consolidar avances en el plano diplomático, lo cual incluye la potencial inclusión de Siria en los Acuerdos de Abraham.
De concretarse la normalización de relaciones entre Tel Aviv y Damasco, el hecho sin dudas significaría un hito histórico para la región. Sin embargo, la creciente presencia turca en suelo sirio, así como su influencia sobre quienes detentan el poder en el Palacio Presidencial continúa siendo motivo de preocupación para Israel, así como una fuente de fricción entre estos tres Estados. De ello tratará el siguiente apartado.
Turquía e Israel: ¿En curso de colisión?
Las relaciones entre Israel y Turquía han atravesado numerosos altibajos a lo largo de su historia. Aunque Ankara fue el primer país de mayoría musulmana en reconocer al Estado de Israel en 1949, el vínculo bilateral se deterioró de manera significativa a partir del incidente del Mavi Marmara en mayo de 2010 y, especialmente, tras el inicio del conflicto sirio. Desde entonces, la relación nunca volvió a alcanzar los niveles que había mantenido en décadas anteriores (Brandenburg, 2025). La reciente victoria del grupo HTS sobre el gobierno de Bashar al-Assad ha otorgado a Turquía una influencia sin precedentes sobre Damasco. Sin embargo, esto ha traído como contrapartida un incremento considerable de las tensiones con Tel Aviv.
La emergencia de Turquía como principal ganador de la Guerra Civil Siria plantea un desafío de magnitud comparable —e incluso mayor— para los intereses estratégicos de Israel que el que representaba Irán durante la era Assad. A diferencia de Teherán, Ankara no es un Estado marginado en la escena internacional, sino un actor preponderante dentro del dispositivo de seguridad de la OTAN y una potencia diplomática de peso con influencia en Europa, Medio Oriente, el Cáucaso, África y Asia Central. Turquía cuenta, además, con el segundo ejército más numeroso de la Alianza Atlántica y ha demostrado su voluntad para proyectar poder sobre territorio sirio en múltiples ocasiones. Al mismo tiempo, el debilitamiento de la flota rusa del Mar Negro debido al desgaste de la Guerra de Ucrania ha abierto una ventana de oportunidad para que la armada turca se consolide como la principal fuerza naval del Mediterráneo Oriental. La fuerza aérea, por su parte, es una de las más importantes de la región y podría aumentar sustancialmente su capacidad operativa si finalmente Estados Unidos levanta el bloqueo a la venta de cazas F-35, impuesto en 2019 tras la adquisición de sistemas antiaéreos rusos S-400 por parte de Ankara.
A lo anterior se suma una industria militar doméstica dinámica y en expansión, particularmente destacada en el desarrollo de vehículos aéreos no tripulados con amplia experiencia operacional como los drones Bayraktar. Esto no solo le permite a Turquía cubrir buena parte de sus propias necesidades de defensa, sino que además abre la posibilidad de que Ankara patrocine la reconstrucción del nuevo ejército sirio, abasteciéndolo con asesores militares y armamento turco ya probado en combate.
La incorporación de Siria a la esfera de influencia turca representaría un golpe significativo para Israel. Damasco no solo podría reconstruir capacidades militares bajo supervisión de Ankara, sino que también abriría la puerta a una presencia militar permanente de tropas turcas en territorio sirio. Este escenario restringiría la libertad de acción israelí en el frente norte, especialmente para su fuerza aérea –habituada durante años a operar casi sin restricciones sobre el espacio aéreo sirio–, e incrementaría el riesgo de un choque directo entre ambas potencias regionales.
En los últimos meses, se han registrado indicios de esta nueva dinámica. En abril, fuentes de inteligencia occidentales advirtieron al Jerusalem Post que Turquía tendría la intención de proporcionar sistemas de defensa aérea a Siria (Stein, 2025). Asimismo, otras fuentes consultadas por Middle East Eye indicaron que parte de esa asistencia incluiría el despliegue de personal militar turco en la base aérea T4, como se mencionó en anteriores apartados (Soylu, 2025). Ankara buscaría reacondicionar las instalaciones para afianzar su control aéreo en la región mediante la instalación de sistemas antiaéreos Hisar (de fabricación nacional), drones y otros activos. Pocos días después de que estas informaciones se hicieran públicas, la aviación israelí bombardeó dicha base (DW, 2025), en lo que bien podría leerse como una señal de que Israel no tolerará iniciativas que comprometan su superioridad aérea ni su libertad operativa en Siria.
En enero de este año, el Comité Nagel –órgano asesor del gobierno israelí encargado de evaluar las necesidades estratégicas y presupuestarias del sector defensa– emitió un informe en el que instaba a prepararse ante la posibilidad de una guerra con Turquía. El documento alertaba sobre el riesgo que implicaría una eventual alineación entre facciones radicales suníes sirias y Ankara, advirtiendo que dicha convergencia podría convertirse en una amenaza aún más peligrosa que la planteada por Irán. En ese mismo contexto, el primer ministro Benjamin Netanyahu declaró que “estamos asistiendo a cambios fundamentales en Medio Oriente. Irán ha sido durante mucho tiempo nuestra mayor amenaza, pero nuevas fuerzas están entrando en escena, y debemos estar preparados para lo inesperado” (The Jerusalem Post, 2025).
Por su parte, Turquía observa con preocupación que Israel pretenda mantener a Siria como un Estado débil y fragmentado. Esta estrategia no solo contraviene sus ambiciones de ampliar su influencia geopolítica sobre el país árabe, sino que también dificultaría el retorno de los millones de refugiados sirios que aún residen en territorio turco y entorpecería el desarrollo de proyectos económicos en zonas de interés para Ankara. Otra fuente significativa de fricción ha sido el respaldo de Tel Aviv al fortalecimiento de las minorías dentro de Siria, en particular su histórico apoyo al pueblo kurdo. En ese sentido, el ministro de Exteriores israelí, Gideon Sa’ar, calificó recientemente a los kurdos como “aliados naturales” y llamó a “reforzar los vínculos con ellos”, tanto en el plano político como en el ámbito de la seguridad (Infobae, 2024).
Mientras Israel impulsa la autonomía de comunidades como los drusos, kurdos y alauitas dentro del territorio sirio, Turquía y el nuevo gobierno de Damasco promueven un modelo de gobernanza centralizada, encabezado por un presidente con amplias atribuciones ejecutivas (The Economist, 2025). En este contexto, la consolidación de una región autónoma kurda en el norte de Siria constituye una auténtica línea roja para Ankara, que teme que el eterno fantasma del separatismo kurdo tenga un efecto contagio en su propio territorio.
Si bien el escenario es complejo, el conflicto entre Israel y Turquía dista de ser inevitable, y aún existe un margen considerable para gestionar la creciente rivalidad. En este contexto, el papel de Estados Unidos como mediador será determinante, tanto para facilitar la entrada de Siria a los Acuerdos de Abraham como para rebajar las tensiones israelo-turcas. La potencia norteamericana mantiene vínculos estratégicos con ambos países y carece de incentivos para que dos de sus principales aliados en Medio Oriente —uno de ellos miembro de la OTAN— se enfrenten abiertamente en una disputa geopolítica.
Al mismo tiempo, persiste la incógnita sobre el rol que jugará la Federación Rusa en este nuevo escenario. Si Moscú mantiene su presencia militar en Siria en bases clave como Tartús y Jmeimim, Israel podría apalancarse en el Kremlin para ejercer un contrapeso contra la influencia turca sin necesidad de involucrarse directamente.
Asimismo, no debe pasarse por alto que los intereses de Turquía e Israel no son completamente antagónicos. Ambos Estados comparten el objetivo estratégico de mantener a Irán y sus proxys fuera del tablero sirio. Además, aunque Tel Aviv ha estado favoreciendo la existencia de un Estado sirio debilitado que no represente una amenaza directa, un escenario de guerra civil crónica en el norte tampoco resulta funcional a sus intereses. Tal desorden prolongado aumentaría el riesgo de que la violencia interna en Siria se desborde hacia territorio israelí. Por lo tanto, tanto para Ankara como para Tel Aviv, resulta fundamental garantizar ciertos niveles mínimos de estabilidad en el país vecino, incluso en medio de sus diferencias.
Mientras la confrontación retórica y las tensiones geopolíticas se desarrollan, tanto Israel como Turquía han dado señales incipientes de disposición al diálogo. En abril, la oficina del primer ministro israelí informó que una delegación encabezada por el Asesor de Seguridad Nacional, Tzachi Hanegbi, mantuvo una reunión con altos funcionarios turcos en Azerbaiyán, con el objetivo de iniciar conversaciones técnicas orientadas a mejorar la comunicación bilateral y prevenir incidentes no deseados (Reuters, 2025b). Este tipo de mecanismos, sin embargo, no son inéditos en el escenario sirio. Tras la intervención militar rusa en 2015, Moscú y Tel Aviv establecieron una línea de coordinación directa para evitar colisiones accidentales y malentendidos en el espacio aéreo sirio, una iniciativa que ha demostrado ser eficaz a lo largo del conflicto.
Aunque la rivalidad estratégica entre Israel y Turquía parece profundizarse, el hecho de que ambos actores compartan ciertos intereses –y estén trabajando en establecer canales de comunicación activos– sugiere que el conflicto no es inevitable. En este delicado equilibrio, el grado de coordinación, contención y pragmatismo que ambas potencias regionales logren alcanzar en Siria será determinante para definir el curso de su relación en los años por venir.
Conclusión
La caída del régimen de Bashar al-Assad en diciembre de 2024 ha marcado un punto de inflexión en la historia reciente de Medio Oriente y ha reconfigurado el equilibrio de poder en Siria. En este nuevo escenario, Turquía e Israel han emergido como los actores más influyentes, cada uno impulsado por intereses estratégicos distintos, pero con zonas de superposición que pueden derivar tanto en cooperación como en conflicto.
Mientras Ankara ha buscado consolidar su esfera de influencia sobre el nuevo gobierno en Damasco, controlar el avance del movimiento kurdo y facilitar el retorno de millones de refugiados, Israel ha priorizado impedir que Siria vuelva a convertirse en una plataforma hostil desde la cual actores como Irán o grupos armados radicales amenacen su seguridad. Esta tensión se proyecta sobre un territorio marcado por la fragilidad institucional, la fragmentación étnico-social y la presencia de múltiples potencias extranjeras con intereses divergentes y, en muchos casos, contrapuestos entre sí.
Aunque existen puntos de fricción crecientes –como el control del espacio aéreo, la estructura del nuevo Estado sirio o el futuro de las minorías–, también persisten potenciales espacios de entendimiento. Ambos países comparten el interés de mantener a Irán debilitado y con poca influencia, evitar una nueva guerra civil y preservar un mínimo de estabilidad regional. En definitiva, el futuro de Siria dependerá en gran medida de la capacidad de Turquía e Israel para gestionar su rivalidad sin escalar hacia una confrontación directa. El curso que adopte esta relación, entre competencia estratégica y contención mutua, será clave no solo para el destino del país árabe, sino también para el balance de poder de todo Medio Oriente.
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