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2 de abril de 1948: entrada en vigor del Plan Marshall

Para analizar este tema, que marcó un punto de inflexión en las relaciones Occidente-Oriente, es necesario explicar primero, cuáles eran las condiciones del mundo cuando finalizó la segunda gran contienda mundial.
Recordemos que había sido Europa, y no los Estados Unidos, la que tuvo que soportar en su territorio el peso de la guerra. Cuando ésta finalizó, la devastación era casi absoluta y sus problemas económicos, políticos y sociales, le impedían recuperar su ritmo de crecimiento. En estas condiciones, el continente necesitaba, imperiosamente, una importante ayuda para recuperarse.
Fue el presidente de los EEUU, Harry Truman, quien tomó la iniciativa de buscar una solución a este problema. Sobre todo porque también existía el temor a la expansión comunista que ya se había consolidado en la Europa del Este. Así, el Plan Marshall nació como una herramienta político-económica, que se articulaba perfectamente con la denominada Estrategia de la Contención. De hecho, este plan fue anunciado por el secretario de Estado norteamericano, George Marshall, tres meses después de que el presidente Harry Truman presentara su política de la contención.
El Plan Marshall – oficialmente European Recovery Program -no fue el primer sistema de crédito otorgado por los EEUU a países europeos. En 1941, la Ley de Préstamo y Arriendo, constituyó una importantísima contribución económica que Washington otorgó a los países Aliados para asegurar el triunfo contra la Alemania nazi.
La Administración de las Naciones Unidas para el Auxilio y la Rehabilitación, fue otro programa destinado a coordinar la distribución de ayuda, sobre todo de alimentos y suministros médicos, en los países liberados después de la contienda. Sin embargo, el Marshall fue el más importante de todos.
Sus objetivos fundamentales apuntaban a consolidar la racionalización económica de Europa; concretamente, se trataba de obligar a los europeos a armonizar sus esfuerzos para conseguir el restablecimiento de la economía del continente, y al unirlos, crear un mercado amplio que evitara o dificultara el avance del comunismo. Cabe destacar que, desde la perspectiva norteamericana, la pobreza y el subdesarrollo
constituían el caldo de cultivo ideal para el enraizamiento del socialismo. Al mismo tiempo, el plan contribuiría de manera directa a impedir una recesión de la economía norteamericana.
Su implementación significó una inyección de 13.000 millones de dólares en las economías europeas que se canalizaron a través de tratados bilaterales con los distintos países. La ayuda llegaba mediante la entrega gratuita de materias primas, alimentos o bienes industriales, según la necesidad. El plan fue ejecutado por un organismo especialmente creado para tal fin: la Administración para la Cooperación Económica
(ACE). Dicho organismo destacó a un representante en cada una de las capitales de los países europeos, para asesorar y controlar las inversiones. Como se sabe, el Reino Unido fue el más beneficiado con un 24% del total de los recursos. El 70% de los fondos fue
aportado por los EE.UU. y el 11% por Canadá.
En cuanto a sus efectos, es importante destacar que, para EE.UU, los réditos fueron muy significativos pues, además de los beneficios económicos, Washington obtuvo amplias facultades de intervención en la economía europea. De hecho, las autoridades del Marshall no sólo podían controlar las operaciones de compra de bienes o de materias primas en el mercado norteamericano, sino también las inversiones hechas por los gobiernos nacionales europeos en sus propios países. Desde el punto de vista económico, la intervención fue decisiva para que la economía europea se recuperara en tiempo récord. De hecho, mientras que, tras la IGM, Europa tardó 8 años en recuperar los
niveles de 1913; tras la IIGM, y gracias al Plan Marshall, los índices se recuperaron en menos de 4 años.
Sin embargo, también hay que mencionar que el Plan provocó algunos problemas.
Concretamente, implicó la reducción de los gastos en servicios sociales; la disminución de las rentas y de los niveles de consumo para las clases trabajadoras; el aumento de los despidos y, por consiguiente, del desempleo durante el periodo que demandó el saneamiento de las empresas.
Augusto Gabriel Arnone
Colaborador de la Red Federal de Historia de las Relaciones Internacionales
Departamento de Historia
IRI – UNLP