Al momento de realizarse la I Cumbre de la Alianza del Pacífico (AP) en Lima el 28 de abril del 2011, me encontraba en Brasil haciendo entrevistas a funcionarios del gobierno y a periodistas que seguían la actualidad del Palacio Planalto en el marco del trabajo de campo de mi tesis de Maestría. Cuando en la conversación aparecía el nombre del flamante organismo, en estricto “off the record”, la mayoría de los entrevistados lo calificaron como un intento del Departamento de Estado norteamericano para contrarrestar a los esquemas de integración “post-liberales” (Sanahuja 2009) que en ese momento se llevaban adelante en Sudamérica.
Una apreciación que, en retrospectiva, puede parecer exagerada pero que no deja de tener algo de fundamento, ya que a través de la AP los países miembros (México, Perú, Colombia y Chile) no sólo buscaron estrechar sus vínculos comerciales sino también diferenciarse de los gobiernos “populistas” y de sus esquemas de integración ideologizados y proteccionistas.
Los integrantes de la Alianza del Pacifico, sostiene Detlef Nolte (2016), crearon un exclusivo club de libre comercio (sólo los países que tuvieran un Tratado de Libre Comercio con todos los estados miembros pueden unirse al organismo) y presentaron a la nueva iniciativa “como una alianza de Estados con mercados abiertos, estado de derecho, derechos de propiedad garantizados y economías dinámicas que actúan como puerta de entrada a Asia. En pocas palabras, los miembros de la AP se presentan como los «buenos» o las «buenas economías» en comparación con los «malos» o las «malas economías» del ALBA y otras economías latinoamericanas más orientadas al Estado” (Nolte, 2016: 7).
Esta estrategia resultó exitosa debido a que permitió a los países miembros aumentar su poder de atracción internacional convirtiéndose en un destino codiciado por los inversores internacionales. A su vez, esta dinámica fortaleció sus economías y les aseguró niveles óptimos de crecimiento, una tendencia que se mantuvo vigente a pesar el fin del “boom de los comoditties” en el año 2014.
En este sentido, los datos son más que evidentes: de acuerdo a estadísticas brindadas por el sitio web de la AP, el bloque representa la octava economía del mundo, genera el 38% del PBI regional, engloba el 50 % del comercio total de América Latina y el Caribe y atrae el 45 % de la inversión extranjera directa[1]
Actualmente, el esquema cuenta con 59 estados observadores entre los que sobresalen potencias como Estados Unidos, China y Alemania, un crecimiento exponencial teniendo en cuenta que en la primera cumbre del 2011 sólo hubo un país observador (Panamá). En este momento está llevando adelante negociaciones con Australia, Canadá, Nueva Zelanda y Singapur con el fin de otorgarles el estatus de “Estado Asociado” (Corea y Ecuador también han solicitado adquirir esta categoría que les permitiría estrechar los vínculos comerciales con el bloque sudamericano).
En el plano político el nuevo regionalismo abierto 2.0 propuesto por la AP se terminó imponiendo y ganando la pulseada al regionalismo post-liberal. No obstante, los países miembros en ningún momento expresaron su intención de extender su influencia política hacia el resto de la región -más allá del tibio acercamiento evidenciado con el Mercosur- ya que, en parte, consideraban que esto podía llegar a ser contraproducente para sus intereses y se contentaron con lanzar un nuevo organismo regional (el Foro para el Progreso de América del Sur), siguiendo el modelo institucional de la Alianza del Pacífico, una iniciativa que a pesar del entusiasmo inicial terminó cayendo en la intrascendencia.
Principales desafíos por delante
La AP, en rasgos generales, fue creada para fortalecer la inserción de los países miembros en las cadenas globales de valor, sobre todo en las de la región Asia-Pacífico -un área que a lo largo de estos últimos años se ha ido consolidando como el motor del crecimiento mundial-.
Luego del ascenso al poder de líderes populistas como Donald Trump en 2017 y de la posterior intensificación del conflicto entre EEUU y China el panorama internacional cambió bruscamente. En la actualidad, las potencias ya no se fían del libre juego del mercado y no dudan en hacer uso de sus capacidades de poder para manipular las asimetrías en la interdependencia de acuerdo a sus intereses y asegurarse así de responder a las demandas de los “perdedores de la globalización”. El punto a dilucidar es en qué medida sigue siendo útil un organismo como la Alianza del Pacífico ya que en un escenario internacional como el actual los países del Norte se muestran escépticos respecto al libre mercado, priorizando las negociaciones bilaterales por sobre el multilateralismo.
Los países miembros de la AP enfrentan un complejo escenario no sólo en el plano internacional sino también a nivel interno, donde deberán brindar una respuesta a las crecientes demandas redistributivas planteadas por la población.
Es indudable que la Alianza del Pacífico ha sido un modelo de inserción “exitoso” que le ha permitido a México, Perú, Colombia y Chile disfrutar de un crecimiento macroeconómico sostenido. El problema radica en que esta bonanza ha beneficiado, principalmente, a las elites empresariales y no ha alcanzado de igual manera a los grupos más precarizados de la sociedad. Esta situación llevó a que amplios sectores sociales decidan salir a las calles en 2019 para exigir el fin de la desigualdad estructural, un descontento que no se ha apaciguado ni siquiera con la pandemia del coronavirus como dejan en evidencia las protestas que actualmente está viviendo Colombia como consecuencia de la reforma tributaria impulsada por el gobierno de Iván Duque.
Por esta razón, uno de los principales desafíos que la AP tiene por delante es garantizar un crecimiento económico más equitativo, para de esta manera sí poder convertirse en una herramienta que contribuya al crecimiento integral de las sociedades y no sólo de los sectores más acaudalados.
Referencias:
[1] www.alianzapacifico.net, consultado en mayo del 2021.
Matías Mongan
Integrante
Departamento de América Latina y el Caribe
IRI – UNLP