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Sobre la interminable tragedia de los haitianos…

El pasado miércoles fue asesinado el presidente de Haití, Jovenal Moïse. El magnicidio se produjo en su residencia privada en Puerto Príncipe. Tras los hechos, el primer ministro interino Claude Joseph se hizo cargo del Ejecutivo y declaró que la policía y el ejército tenían el control de la seguridad en Haití. El repudio a lo sucedido abarcó a todos los países de la región y a los más importantes del planeta, así como a todo el arco político haitiano. 

Sin embargo, al momento de evaluar quiénes pueden estar detrás de lo sucedido, es inevitable pensar en la enorme cantidad de enemigos que Moïse había cosechado tras tres años en el poder. Las familias más poderosas del país se cuentan entre ellos (particularmente, la familia Vorven, a la cual apartó del negocio de la electricidad), a las que recientemente había acusado de complotar en su contra, para dar un golpe de Estado o para asesinarlo; decenas de senadores, que verían sensiblemente disminuido su poder político (y por ende, económico) de prosperar la reforma constitucional propuesta por el presidente asesinado, que buscaba reducir el papel del Poder Legislativo, al cual convertiría en unicameral). También en la esfera doméstica, en la cual pupulan las pandillas armadas (fuertemente armadas, cabe acotar) que controlan el negocio de las drogas, del tráfico de armas y de los secuestros extorsivos, se destaca el líder de una de ellas, un ex policía llamado Jimmy Barbecue Cherizier, quien recientemente hizo un llamado por las redes sociales llamando a tomar el poder y comenzar una “insurrección de los pobres”. Por último, fuera de Haití, pero muy cerca, Moïse tenía un enemigo de temer: Venezuela. Cabe mencionarse la cercanía que Moïse y el ex presidente de los Estados Unidos, Donald Trump supieron tener, gracias a la política antichavista del gobierno haitiano.

El presidente asesinado era una figura en extremo polémica. Tildado como un dictador por la oposición, ya que no llevó adelante las elecciones legislativas de 2018, y hace más de un año gobernaba en base a decretos, tras disolver el Parlamento en enero de 2020. La oposición reclamaba el final de su mandato el 7 de febrero de 2021 (a los cinco años de terminado el mandato de su predecesor, Michel Martelly), pero Moïse insistía en que su mandato comenzó el 7 de febrero de 2017 (cuando asumió el poder) y cesaba el 7 de febrero de 2022 (el período presidencial es de cinco años). Se estimaba que la situación se “normalizaría” con las elecciones convocadas el 26 de setiembre de este año, cuando en simultáneo se sometía a referéndum el proyecto de una Nueva Constitución (resistida tanto por la oposición como por la Comunidad Internacional). 

Por otra parte, más allá de la profunda incertidumbre política, el contexto del país caribeño es desolador: Haití es el país más pobre del Continente, con un 60% de sus poco más de 11 millones de habitantes viviendo bajo la línea de la pobreza, 4 millones de haitianos padeciendo inseguridad alimentaria, 2 millones de habitantes forzados a emigrar, y con infraestructura básica (desde servicios públicos hasta viviendas) nunca recuperadas tras el trágico terremoto sufrido en 2011 (más de 316.000 víctimas fatales, 350.000 heridos, un costo de US$7.900 millones, el 120% del PIB del Estado, y 1.5 millones de personas sin hogar) más los daños materiales fruto de los huracanes Mathew (2016) y Laura (2020); la epidemia de cólera (que se ha vuelto endémica) que en 2010 infectó a más de 520.000 personas y produjera cerca de 7.000 víctimas fatales, sin obviar la espada de Damocles que pende sobre la Humanidad desde 2020: la COVID. Al respecto, cabe señalar que Haití no ha vacunado a ninguno de sus habitantes.

Y en otro dramático apartado, como si no fuera suficiente, la inseguridad flagela a la atribulada población haitiana: “El país está asediado por bandas armadas que siembran el terror, asesinatos, secuestros, violaciones (…). Puerto Príncipe está sitiado en el sur, el norte y el este. Asistimos a una sociedad cada vez más pasiva mientras el país está asediado”, sostiene el informe que describe la situación como de “hegemonía del crimen en Haití”, según ha declarado en un informe el Centro de Análisis e Investigación en Derechos Humanos (CARDH), una ONG que se ocupa de este tópico.

Al principio de 2020, ante la inminencia del desastre humanitario, Naciones Unidas lanzó un llamamiento para una asistencia humanitaria de emergencia que no recaudó ni el 10% de las cantidades solicitadas. Fue así como el Fondo Monetario Internacional decidió otorgarle al Gobierno un préstamo por 111,6 millones de dólares para sobrellevar la crisis económica. Lo nimio de estas cifras indica que es como pretender tapar el sol con las manos.

Huelga enfatizar lo crítica que es la situación en Haití. Más allá de que sería deseable, la estabilidad política y el inicio del proceso de solución de los problemas que aquejan a los haitianos ya no está tan sólo en sus manos. La amplísima paleta de males que asola a este pueblo en nuestra región es harto conocida y de larga data. Continuar ignorándola raya con lo criminal. Es por ello que la ayuda de la Comunidad Internacional tiene que ser de peso y decidida. El riesgo de crear una “Somalia en las Américas” está a la vuelta de la esquina, con las consecuencias que todo ello puede generar.

Dejar de mirar hacia otro lado es un imperativo de la Humanidad, y es una obligación aún mayor para aquellos quienes están en condiciones de concientizar sobre esta triste realidad (al respecto, es pertinente señalar la escasísima repercusión que este magnicidio y la tragedia haitiana tienen tanto en los medios de comunicación como en el mundo académico de nuestro país). Ya se cuentan por millones los que han perdido la vida ante nuestra pasividad. Pongamos manos a la obra para evitar reiterar tan tristes sucesos. DE TODOS NOSOTROS DEPENDE.


Juan Alberto Rial
Secretario
IRI – UNLP