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El golpe judicial en Israel: usurpación de poder y amenaza contra la democracia por Ignacio Rullansky

Departamento de Medio Oriente

Artículos

El golpe judicial en Israel:
usurpación de poder y amenaza contra la democracia

Ignacio Rullansky[1]

Al observar las protestas en Israel en respuesta al golpe judicial impulsado por el primer ministro Benjamín Netanyahu y sus aliados, podemos recordar los ecos del célebre canto del pueblo argentino: “si éste no es el pueblo, ¿el pueblo dónde está?” Ecos que podemos escuchar en los enfrentamientos de los manifestantes contra la represión, en los cortes en las calles, en las largas marchas de ciudadanos en las rutas desde los kibutzim, en la negación rotunda de amplios sectores de la sociedad a prestar servicio militar.

El diagnóstico es claro: el pueblo se manifesta en contra de una medida que es leída como violatoria de los principios fundamentales que hacen al Estado de Israel como Estado judío y democrático, junto al carácter de la democracia como forma de sociedad abierta a su propia indeterminación en términos identitarios.

Por un lado, el golpe representa una vejación a la separación institucional de poderes, permitiendo a una mayoría simple aprobar leyes por encima del arbitrio de la Corte Suprema. Desde esta semana, ésta será incapaz de pronunciarse desde la doctrina de razonabilidad respecto a si un proyecto de ley es en beneficio del bien común o de intereses particulares. Por otro lado, una coalición gobernante estará legalmente facultada para priorizar sus intereses y hacer pasar su identidad por la del todo.

Veamos un ejemplo: acto seguido a la aprobación del primer mecanismo que introduce el golpe judicial –la eliminación de la doctrina de razonabilidad–, el partido religioso oficialista Judaísmo Unido de la Torá, propuso un proyecto de ley para eximir a sus representados del servicio militar, igualando el estudio de los textos sagrados a la protección de la nación. El propio Netanyahu y aliados rechazaron la iniciativa, ilustrativa del tipo de proyecto de construcción política en marcha desde hace años: uno con tendencias usurpadoras del carácter pluralista y democrático del Estado.

La pregunta que hace de puntapié a esta reflexión, la identificación del pueblo como tal, es problemática. Así como distinguimos al pueblo en las calles, también debemos apreciarlo en la Knesset, el parlamento, y en sus representados. En efecto, la coalición de gobierno que apuntala el golpe judicial fue democráticamente electa y resulta un enorme desafío para la Corte Suprema intervenir en el proceso por el riesgo de agravar una situación de por sí sin precedentes.

En el futuro, una próxima coalición que reúna una mayoría simple podría echar por tierra esta reforma y restituir el orden institucional hoy en jaque. Mientras tanto, es urgente que la Corte sea lo suficientemente convincente en establecer por qué la reforma es inconstitucional. Sucintamente, el argumento que sobrevuela la cuestión nos permite ahondar en la relación entre la democracia como articulación de arreglos institucionales y como una forma de sociedad donde el poder es independiente de cualquier forma de encarnación en un individuo o colectivo.

Los autores y simpatizantes de la reforma son sectores que comprenden a nacionalistas y ultra-ortodoxos, así como a grupos recientemente ingresados en la Knesset tras años de proscripción por su ideología anti-árabe, misógina y homofóbica, junto con su reivindicación de la violencia política. No sorprenderá que fueran clasificados como terroristas en los años 90s, pero Netanyahu, asediado por juicios por corrupción, fraude y cohecho, que inexorablemente debería perder, los necesita para formar gobierno.

Cual  director  de  una  orquesta  ecléctica,  Netanyahu  supo conducir, desde 2009, cuando fue ungido primer ministro por segunda vez en su carrera política, diversas  coaliciones legislativas. Inicialmente, el capitán de Likud realizó balances estratégicos entre fuerzas de izquierda, de centro y de derecha. Incluso, cabe destacar que siempre consideró la potencia de sumar elementos a su coalición en momentos acuciantes, es decir, donde su capital político se vio comprometido por la tensión con algún partido o dirigente aliado que amenazara con hacer caer la coalición.

Es que Netanyahu siempre fue, ante todo, un pragmático. Su proyecto político se acercó a los intereses y expectativas anexionistas de la derecha laica y la religiosa e hizo del nacionalismo un denominador común para amalgamar un bloque de apoyo considerable. Solo en sus últimos años, acorralado por escándalos de corrupción  y  asediado  por  la  ambición  de  rivales  a  ocupar  el  trono  vacío,  recurrió  a  los  proscriptos kahanistas para reforzar su base electoral. Y así, abrió la caja de Pandora.

Su regreso al cargo de primer ministro, tras el hiato de la coalición liderada por Naftali Bennett y Yair Lapid no se explica por un crecimiento en su caudal electoral, que permanece estancado desde hace ya cinco años. Quienes más que duplicaron su caudal fueron Sionismo Religioso: los racistas y homofóbicos kahanistas, hoy la tercera fuerza de Israel. Itamar Ben-Gvir,  su  líder,  es  el  candidato  verdaderamente  ovacionado:  representa  la  doctrina  del rabino Meir Kahane y su partido, Kach, proscripto y declarado como una organización ilegal y terrorista en los 90. ¿Su aspiración? Volver a Israel un Estado teocrático en el que los árabes y los no-judíos no deberían ser ciudadanos.

Los votantes de Sionismo Religioso, proscritos y desencantados con las opciones disponibles, no sufragaban hasta que Netanyahu los invitó a asociarse con socios ideológicos semejantes. Hoy, como confiesan sus canciones y declaraciones públicas, los partidarios y portavoces de Sionismo Religioso se atreven a aventurar que su supervivencia en la vida política israelí trasciende a Netanyahu: un aliado útil que asegura no la continuidad de lo existente, sino la posibilidad de forjar un régimen teocrático que propugna eliminar la Autoridad Nacional Palestina.

Preso  de  su  propio  dispositivo  de  construcción  hegemónica,  Netanyahu  legitimaría  el  uso  de  mecanismos  democráticos  para  la  institución  de  un  proyecto  ajeno  al  propio.  Uno que rehúye de la pluralidad constituyente de la nación israelí y que sí determina contenidos fijos para definirla. En otras palabras, en las elecciones de 2022, la democracia fue empleada en contra de la democracia.

Atestiguamos pues, en el proyecto que este golpe institucional propugna cristalizar, una doble usurpación del poder. La coalición de gobierno cuenta con legalidad y legitimidad para representar al pueblo, se aleja del concepto de nación cívica, que acoge la diferencia dentro del pueblo representado, y pone en escena, en cambio, una encarnación etno-religiosa del pueblo, cuya identidad se sustenta en la exclusión de lo diferente. Esta es una idea diametralmente opuesta al espíritu laico predominante del movimiento sionista, desde su surgimiento a fines de siglo XIX, pasando por la fundación del Estado en 1948 y hasta bien entrado el siglo XX.

La primera usurpación es que Netanyahu, no dispuesto a dejar el gobierno y la protección que le brinda frente a sus problemas judiciales, será responsable por haber actuado en contra de los valores fundamentales del Estado de Israel por un interés personalista. La segunda es que para ello recurrió a grupos dispuestos a erosionar dichos valores de cara a modificar el sistema institucional mismo. Para no ser juzgado, precisa estar por encima de la Corte. El golpe judicial promueve por ende la usurpación personal del poder y la del etnos, que gira en torno a la identidad única, por la del demos plural, pues una mayoría simple podrá afectar los intereses de minorías etno-religiosas,al colectivo LGBTQ+, y cristalizar un proceso de colonización mucho más profuso en Jerusalén Este y Cisjordania.

Este proceso se monta sobre la sanción de la Ley Básica de 2018, que degradó el estatus del idioma árabe de oficial a especial y estableció que el Estado de Israel es el Estado nación del pueblo judío, independientemente del carácter cultural y diaspórico de comunidades judías que no son ciudadanas israelíes, además de cuestionar la ciudadanía de colectivos habitantes de Israel, pero no por ello judíos. En aquel entonces, la comunidad drusa, cuya participación en el ejército israelí es notable, consideró humillante esta ley y, en protesta, distintos oficiales renunciaron a prestar servicio.

Hoy, la masividad de las protestas, organizadas por autoconvocados y no afiliados, pone de manifiesto que a la derechización del parlamento correspondió una falta de liderazgo de la oposición, incapaz siquiera de convocar y representar la efervescencia actual en contra del oficialismo.

La coalición inmediatamente anterior a la actual fue una excepción a la regla por su eclecticismo: conjugó a la derecha liberal nacionalista, al centro, la izquierda y un partido musulmán. Una experiencia notable para un proceso de democratización de una sociedad constitutivamente plural pero no pluralista, al avanzar en la inclusión de las minorías a la vida política y a beneficios materiales. Jalonada por rivalidades intrapartidarias y desacuerdos entre sus miembros, dieron paso al oficialismo actual, que prometió en las elecciones salvar a la nación amenazada por su propia diversidad: un concepto elocuente para anunciar lo que ahora estamos presenciando.

Hoy no son los oficiales drusos los que se rehúsan a servir militarmente, sino miles de judíos seculares. En efecto, hoy protestan los médicos y los emprendedores e ingenieros de la “Startup Nation”. Además las calificadoras internacionales de riesgo repudian la reforma en Israel mientras la moneda se deprecia. Todo un revés para un país cuya industria en informática, robótica, biotecnología, armamento y seguridad representa un interés clave para China, India y la Unión Europea.

También Israel es hoy un mercado de armas relevante para los países del mundo árabe, con quienes se dio un proceso de normalización de relaciones diplomáticas que la derecha presentó como un logro de pacificación al ignorar completamente el estancamiento de las negociaciones con los palestinos. Hoy, Israel intercambia normalización por reconocimiento de reclamos soberanos controvertidos, como ocurre con la pretensión marroquí sobre el Sahara Occidental.

El golpe judicial afecta, pues, el compromiso de los sectores más comprometidos con la bonanza material que hace a la prosperidad del Estado y que habilitó por décadas el estilo de vida de los grupos más religiosos, usufructuarios de la asistencia social y consagrados a la fe. Es evidente que salvar a la nación y amparar a los menos implicados en el mercado de trabajo e históricamente reacios a prestar servicio militar, paradójicamente, pone en peligro a la nación misma. Toma nota de la huelga de reservistas el ministro de defensa, alarmado por un sistema de seguridad comprometido para responder a ataques, y también el líder de Hezbolá, Hassan Nasrallah, que celebró el “peor día” de Israel y señala que el deterioro de la confianza en este país augura el camino a su desaparición.

La usurpación comentada, al instituir una identidad única, atenta contra la indeterminación última del pueblo, propia de la democracia. Va, también, en contra de la “nación” de emprendedores de la que tanto se jactó el propio Netanyahu. Pero hay más en juego que condiciones y estímulos para la inversión. Aquí está amenazado un sentido de responsabilidad y ética cívica.

La democracia no es un punto de llegada, sino un proceso de permanente construcción y toda dinámica de democratización tendrá altibajos. Desde hace siete meses, al cierre de este artículo, en forma sostenida y creciente, agrupaciones de la sociedad civil como El Movimiento por un Gobierno de Calidad en Israel, y miles de manifestantes sin afiliación partidaria irrumpen en la calle, escenario del espacio público por excelencia, desafiando la represión. Como la democracia supone el conflicto, también implica la institucionalización de arreglos y normas para un equilibrio entre compromisos y diferencias.

“No puede haber protestas efectivas sin perturbar el orden público”, clamó en una reunión de gabinete a principios de julio la Fiscal General de Israel, Gali Baharav-Miara, reconociendo la relevancia de las protestas en tal sentido y pronunciándose en contra de los excesos en la represión. Baharav-Miara solicitó al Tribunal Supremo de Justicia que revise una ley aprobada en marzo que impide a la corte ordenarle a un primer ministro su renuncia. Según la fiscal, esta ley refleja el «Abuso del Poder Constituyente» y sirve intereses políticos de corto plazo: su revisión podría ayudar a revertir la actual reforma judicial.

Pese a los desafíos comentados, la firmeza de la acción social presagia que no está todo dicho. Una noción pluralista respecto a qué es el pueblo podría garantizar un proceso de democratización constitucional progresiva, aunando a la diversidad etno-demográfica israelí en contra de gestos usurpadores. Esto supone reconsiderar qué significa un Estado judío, cómo puede convivir este principio con el democrático, y dar una discusión respecto a cómo destrabar la situación con Palestina.

[1] Coordinador del Departamento de Medio Oriente (IRI-UNLP)