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El triste y grotesco atentado contra el Derecho Internacional

Escribo estas líneas tras enterarme del ataque estadounidense contra Irán, en un momento en que los gazatíes siguen siendo asesinados con regularidad y sin pausa, casi con una rutina que ya no escandaliza; mientras la Comisión Europea —esa entidad que finge neutralidad mientras trivializa lo evidente— se permite hablar de “indicios” en Gaza, como si el horror necesitara aún confirmación o prueba documental; mientras, al mismo tiempo, los niños y las niñas se bañan en la playa, en alguna parte, quizá ajenos a todo o quizá no del todo; mientras el mundo entero parece tambalearse, aunque para algunos —los de siempre— su mundo, ese que han blindado con privilegios, asistencias diplomáticas y cierta ceguera voluntaria, sigue exactamente igual. Tantos mundos en uno, pero diferentes entre sí.

Recuerdo una tarde remota, en los años de la universidad, cuando un profesor —de esos que enseñaban con más fe que pruebas— afirmó que el Derecho Internacional era la conciencia jurídica de la humanidad. Lo dijo sin vacilar, con una solemnidad casi litúrgica, y muchos lo escuchamos como si pronunciara una revelación. Yo tenía poco más de veinte años, creía en las palabras (aún lo hago), y me parecía razonable que el mundo pudiera organizarse en torno a nociones como la paz, la justicia o la dignidad. Aquella tarde, al salir del aula, anoté en los márgenes de una libreta: el Derecho como esperanza. No lo sabía entonces, pero esa fue mi primera experiencia de fe laica.

Hoy, tras tantos tratados traicionados, guerras justificadas como misiones, instituciones convertidas en escenografía y resoluciones que nadie respeta, sigo preguntándome qué queda de aquella promesa. Desde esa herida, desde esa perplejidad, nace este texto: una tentativa de nombrar el triste y grotesco atentado que sufre el Derecho Internacional.

Hablar hoy de Derecho Internacional es como invocar la decencia en medio de una licitación amañada. Es un gesto ceremonial, desprovisto de efecto, grotesco por la distancia abismal entre lo que promete y lo que ocurre. Se tiene la impresión —íntima, física— de que este orden jurídico fue, alguna vez, un altar para la razón y la paz entre las naciones, y que hoy no es más que una reliquia que apenas veneran algunos diplomáticos obstinados, unos juristas idealistas (entre los que me cuento y defiendo), y ciertos manuales escolares que nadie se atreve a tirar.

En el origen de esta decadencia hay una constante que nunca desapareció: la guerra. Siempre presente, siempre al acecho, siempre dispuesta a irrumpir con sus botas sucias y sus verdades de acero. La guerra ha sido, es y seguirá siendo el árbitro final de los asuntos internacionales. Y frente a ella, el Derecho —con sus artículos, convenciones y solemnidades— queda reducido a un gesto sin efecto. Se cita, se proclama, se escribe, pero no se cumple. O se cumple sólo cuando conviene a los que pueden imponerlo: los vencedores, los poderosos, los arquitectos de ese orden que se construye a fuerza de desequilibrio.

Nada de esto es nuevo. El Derecho Internacional siempre fue, en el fondo, una cristalización jurídica de un equilibrio de fuerzas. Cuando ese equilibrio se quiebra, el Derecho no cae por ser violado, sino por revelarse irrelevante, accesorio, prescindible.

Durante siglos —de Westfalia a Sarajevo hasta llegar a Gaza— el Derecho Internacional fue modelado sobre esa tensión. Pero incluso entonces, hubo quienes advirtieron que ese equilibrio era una trampa: un modo elegante de consagrar la desigualdad. Sin embargo, en ausencia de equilibrio, ni siquiera queda el barniz. Y hoy, bajo la lógica global del mercado, ya ni eso subsiste. La guerra ha vuelto, pero sin necesidad de nombres épicos. Es constante, difusa, anónima. Se llama “intervención humanitaria”, “operación especial”, “guerra contra el terrorismo”. Y detrás de esos nombres, se abre un abismo jurídico: no de prudencia, sino de sumisión.

Las Naciones Unidas —sueño herido del siglo XX— han sido relegadas a los márgenes, sin voz, sin poder. El “G-194” que se reúne para salvar el planeta es ignorado por el “G-20” que decide cuántos ceros agregar al rescate financiero que lo destruye. Las cumbres, las resoluciones, las declaraciones finales se multiplican como papeles sin lector, firmados por notarios del desastre que aún creen en la autoridad de su sello, aunque ya nadie lo reconozca.

Y en este escenario, tan grotesco como desolador, el espectáculo contemporáneo nos ofrece un consuelo perverso: la distopía como distracción. Se ha vuelto costumbre imaginar futuros arrasados, colapsos inevitables, sociedades sometidas por máquinas o tiranías hipertecnológicas. No para evitarlos, sino para habituarnos a ellos. Las pantallas nos sirven distopías empaquetadas como entretenimiento, y el mercado las presenta como ejercicio crítico, cuando en realidad son fábulas anestésicas. Bajo su influjo, la indignación se vuelve espectáculo y la imaginación política se reduce a contemplar la catástrofe como destino. La publicidad hace el resto: nos invita a consumir el fin del mundo como si fuera una bebida azucarada. La conciencia se duerme. La política se disuelve.

Mientras tanto, el Derecho Internacional languidece. Pero no por debilidad teórica. Sus normas son claras, sus principios válidos. Su condena es otra: ya no importa. Su irrelevancia es funcional. Y esa irrelevancia no es casual: se sostiene gracias a sus propios agentes —técnicos, burócratas, diplomáticos, incluso juristas— que, sin mala intención, pero con servilismo, firman lo que se les ordena firmar, callan lo que deben callar y aplauden cuando corresponde.

La decadencia del Derecho Internacional no es sólo el fracaso de un ideal. Es la historia de su domesticación. De cómo su lenguaje fue vaciado de sentido para adaptarse al dialecto del poder. Y en ello reside su grotesco: sigue presentándose como neutral, civilizador, humanista, cuando hace tiempo es parte del engranaje que consagra el desorden.

No es sólo decadencia: es obscenidad. Y, como ocurre con todo lo realmente fatal, no llegó de golpe. Llegó gota a gota. Hasta convertir al Derecho Internacional en lo que quizá nunca debió ser: un discurso sin destinatarios, una esperanza sin fundamento, una llama extinta.

Pero que no se diga que no lo vimos venir. Que no se diga que no lo advertimos. Lo grotesco no es su muerte, sino el funeral hipócrita que muchos celebran con trajes oscuros, comunicados diplomáticos y gestos de luto fingido. ¿Y mientras tanto, qué hacer?

Ante esta devastación, y frente a la industria del entretenimiento que transforma el horror en hábito y la injusticia en argumento de taquilla, queda aún una afirmación radical: hay que volver a la utopía. Reivindicar el Derecho incluso —y sobre todo— cuando parece ilusorio. Defender la paz donde aún sea posible hablar. Oponerse, con lucidez y sin concesiones, al cinismo de los poderosos y al servilismo de los gestores del orden. Defender el Derecho Internacional no es un gesto académico ni retórico. Es un acto de resistencia. Una afirmación ética. Un deber. Quien esto escribe lo cree así. Y, en la medida de sus fuerzas, así lo intenta.

Carlos Gil Gandía
Integrante
Departamento de Europa
IRI-UNLP