Si en su amanecer el derecho internacional fue apenas un lenguaje cifrado entre soberanías, un código funcional que ordenaba las competencias y las fronteras de los Estados como únicos sujetos dignos de interlocución jurídica, el tiempo ha impuesto una lenta pero inexorable inflexión: la humanización de sus principios y estructuras. Porque lo humano, que antaño asomaba apenas como objeto pasivo, como cifra estadística o accidente colateral de las relaciones interestatales, ha reclamado, desde la tragedia y la memoria de los primeros años del s. XX, un lugar central en el discurso y la praxis del derecho internacional contemporáneo.
Esa humanización no es solo una ampliación semántica del derecho: es, en realidad, una transformación ontológica del sujeto mismo del derecho internacional, donde el individuo transita desde el anonimato tutelado a la posibilidad, aún limitada para mí, pero no así para otros académicos, de acceso directo a los foros jurisdiccionales internacionales. Así, la cultura de los derechos humanos, más que una mera superestructura normativa, se ha erigido en contrapeso moral y jurídico al poder de los gobernantes, desplazando el viejo monopolio estatal de la soberanía hacia una responsabilidad compartida y vigilada, donde la dignidad humana opera como frontera y fundamento.
Pero no debe entenderse este proceso como una narrativa lineal ni triunfalista. La humanización del derecho internacional es, también, una arena de tensiones no resueltas, de resistencias estructurales y de inercias doctrinales. La subjetividad internacional del individuo sigue siendo parcial, contingente y asimétrica, confinada a ciertos espacios geográficos y a determinados derechos de primera generación, mientras los derechos económicos, sociales y culturales permanecen en el vasto territorio de las aspiraciones no justiciables. Y, sin embargo, en ese avance intermitente, en esas grietas que el derecho internacional ha abierto en la muralla de las soberanías, se cifra una promesa inacabada: la de que el poder, humanizado por el derecho, sea menos dominación y más servicio; menos prerrogativa y más responsabilidad.
Porque humanizar el derecho internacional no es solo ampliar las competencias del individuo frente al Estado, sino humanizar también el poder mismo, despojándolo de su pretensión autárquica, sometiéndolo a una política de derechos humanos −y no con los derechos humanos− como principio crítico y normativo. En esa dialéctica entre poder y derecho, entre soberanía y dignidad, entre individuo y comunidad internacional, se juega, quizá, la posibilidad misma de un derecho internacional que no sea solo la gramática del poder, sino el lenguaje de la justicia.
Sin embargo, hace tiempo que se constata, sobre todo en este siglo XXI, que ese poder humanizado, en parte, declina ante un resurgimiento de formas de poder arrogantes e inhumanas. Este retroceso se manifiesta en la retórica de algunos gobernantes occidentales y no occidentales, en diversos conflictos armados actuales, aunque algunos perduran más en el tiempo que el propio tiempo, donde líderes políticos y militares actúan con impunidad, desafiando los principios fundamentales del derecho internacional.
¿Y qué hacer frente a este poder arrogante? Me pregunto, os pregunto. Acaso la pregunta, planteada de ese modo, parece arrastrar consigo la desesperanza de quien sospecha que toda resistencia es vana, que el poder —ese leviatán multiforme— acabará siempre imponiendo su peso, desfigurando las palabras, reescribiendo las normas a su capricho o, simplemente, ignorándolas. Pero precisamente en esa sospecha, en esa tentación de claudicar, comienza la primera batalla, que no es contra el poder en sí, sino contra la renuncia a nombrarlo y enfrentarlo.
Frente a ese poder arrogante, que hoy se muestra sin tapujos en Gaza, en Sudán, en el Congo, en Ucrania e, incluso, en las devoluciones en caliente de los migrantes; frente a esos gobernantes que, amparados en discursos de seguridad o soberanía, rehúyen cualquier límite que no sea el de su propia fuerza, la respuesta no puede ser el silencio, ni la resignación, ni ese cinismo cómodo que todo lo da por perdido.
¿Qué hacer? La situación ha llegado a tal punto, que ni siquiera pretendo escribir en estas líneas las reformas que deben realizarse normativa e institucionales en el ordenamiento jurídico internacional, sino defender lo establecido, porque lo establecido ya es en sí mismo una forma de resistencia. Defender el derecho, no como un código muerto, sino como una promesa aún no del todo incumplida. Defender la Carta de las Naciones Unidas, los tratados de derechos humanos, los principios estructurales del Derecho Internacional, aunque hoy parezcan frágiles o desbordados.
Defender lo establecido es revolucionario porque implica insistir en que el poder debe ser limitado, que los gobernantes no son dioses inmunes al juicio de su tiempo ni al de la historia, que ningún cálculo geopolítico puede suplantar el valor irreductible de una vida humana. Implica no callar, ni pensar que el infierno son los otros, como si la violencia y la impunidad solo ocurrieran “allí”, en los territorios del mal ajeno, sino aceptar que la inhumanidad del poder es una tentación universal, y que su límite no es solo una cuestión jurídica, sino ética, cultural, civilizatoria.
Porque cada vez que el Derecho Internacional es vulnerado y tergiversado, no son solo las víctimas inmediatas quienes sufren, sino todos los demás, porque se erosiona la posibilidad de una comunidad internacional regida por normas y no por la fuerza bruta. La arrogancia del poder es contagiosa; su impunidad, expansiva. Por eso, la única defensa posible (aunque modesta, aunque aparentemente insuficiente) es sostener el derecho allí donde aún se reconoce, hacerlo cumplir allí donde aún es exigible, nombrar sus violaciones allí donde aún es posible alzar la voz.
Carlos Gil Gandía
Integrante
Departamento de Europa
IRI-UNLP