Hay un gesto que resume el modo en que el ser humano ha aprendido a dominar el mundo: el dedo que aprieta el gatillo, contra los seres vivos y el medioambiente. En ese acto mínimo se concentra la fascinación por la eficacia inmediata, por el poder que se ejerce a distancia, sin contacto ni responsabilidad. Ese gesto revela una relación con la realidad basada en el control, la objetivación y la destrucción. Convertir la vida en blanco, la distancia en protección y la muerte en espectáculo.
Esa lógica, otrora propia de los cazadores, es, a día de hoy, la guía al mercado global. También el sistema económico dispara a distancia: mata sin mirar, actúa sin tocar, destruye sin sentir, como bien reflejó Chirbes en Crematorio. En el fondo, el capitalismo contemporáneo comparte con la caza su misma pulsión de dominio. La globalización ha elevado esa pasión al rango de estructura. El poder no necesita ya enfrentarse al otro; basta con la mediación tecnológica, con el contrato, con el algoritmo. La mano invisible del mercado ha sustituido al dedo en el gatillo, pero el resultado es el mismo: alguien cae, alguien pierde, alguien muere, aunque no haya sangre a la vista.
En este contexto, los derechos humanos se han convertido en una paradoja. Nacieron como afirmación del valor absoluto de la persona, pero se han visto atrapados por la lógica mercantil que todo lo mide, todo lo tasa, todo lo compra y todo lo vende. En nombre de la libertad, se ha hecho del ser humano una mercancía. El trabajo, el tiempo, la salud, la educación, incluso el amor y la intimidad se han transformado en bienes transables. La dignidad se ha vuelto un producto financiero; los derechos, un eslogan publicitario.
El mercado, que se presenta como un espacio de libertad, es en realidad una nueva forma de dominación. Promete prosperidad, pero concentra la riqueza. Habla de igualdad de oportunidades, pero produce desigualdades estructurales. Se disfraza de neutralidad, pero impone su ley a los Estados, a las instituciones y a las conciencias. Bajo su apariencia técnica late un principio moral devastador: la idea de que todo tiene un precio, incluso la vida humana y la vida del medioambiente.
El lenguaje de los derechos ha sido absorbido por esta lógica. Hoy se proclaman los derechos humanos en los foros internacionales al mismo tiempo que se privatizan los servicios esenciales y se condena a millones de personas al hambre o al desplazamiento. Las instituciones que deberían proteger la dignidad humana gestionan en realidad el equilibrio del mercado global. La ayuda humanitaria, los tratados, los organismos multilaterales, las cumbres y las conferencias repiten un discurso que disfraza de justicia lo que en el fondo es administración de la desigualdad.
No se trata de negar el valor de los derechos humanos, sino de reconocer que su sentido original se ha desvirtuado. Se los invoca como si ya fueran una conquista definitiva, cuando en realidad son una tarea inacabada. Al convertirlos en un producto institucional cerrado, se los priva de su fuerza transformadora. Los derechos no deberían describir lo que somos, sino lo que todavía no somos. No son un punto de llegada, sino una dirección, un horizonte, una promesa.
La verdadera defensa de los derechos humanos no consiste en celebrarlos como logros, sino en mantener viva la tensión entre lo que existe y lo que debería existir. Esa tensión es el corazón mismo de la utopía. La utopía no es un sueño ingenuo ni un paraíso imaginario, sino la conciencia crítica de la insuficiencia del presente. Es la resistencia frente a la resignación, la afirmación de que la justicia no se agota en los instrumentos jurídicos, sino que debe renovarse cada día en la experiencia concreta de los seres humanos.
Entender los derechos humanos como utopía significa devolverles su poder ético. Es asumir que no son una propiedad de los Estados ni un patrimonio de las instituciones, sino una práctica que nos compromete con los otros y con la tierra que habitamos. Supone también cuestionar la economía que los reduce a valor de cambio. Mientras la vida tenga precio, la libertad será un privilegio y la igualdad una ficción.
En el mundo actual, la violencia ya no necesita de la guerra para manifestarse. Se ejerce en forma de deuda, de exclusión, de precariedad, de abandono. Se mata lentamente con hambre, con contaminación, con indiferencia, con la inexistencia de un futuro, por ende, de una esperanza (a los jóvenes). La mano que dispara puede ser ahora una firma digital o una decisión algorítmica. La distancia entre el acto y la víctima es tan grande que la responsabilidad se evapora. El poder se ejerce sin rostro, sin cuerpo, sin culpa.
Frente a ello, los derechos humanos deben recuperar su condición insurgente. No como adorno retórico de las democracias satisfechas, sino como instrumento de resistencia frente a la mercantilización del mundo. Defender los derechos humanos hoy es defender la vida frente al cálculo, la gratuidad frente al beneficio, la dignidad frente al precio. Es recordar que lo humano no se mide, que no hay equivalencia posible entre el valor de un ser vivo y el beneficio económico que su muerte o su explotación puedan generar.
El futuro dependerá de si somos capaces de romper con la lógica del disparo, y de recuperar la conciencia de la condición vulnerable como cuestión casi antropológica. Mientras el mercado celebre el “pelotazo” económico como la caza celebraba el tiro certero, seguiremos repitiendo el mismo gesto: apretar el gatillo y mirar hacia otro lado.
La defensa de los derechos humanos debe comenzar desde los márgenes y avanzar hacia el centro. En cada espacio, público y privado, desde los bares hasta las instituciones, desde cada continente, es necesario reconstruir la conciencia de que su vigencia depende de la vida cotidiana y no solo de las declaraciones solemnes. De este modo, solo sobrevivirán si dejan de ser una ideología complaciente y vuelven a ser una utopía viva; si, en lugar de justificar lo que hay, vuelven a exigir lo que falta; si, en lugar de servir al poder, lo interpelan.
No hay tarea más urgente que impedir que la Humanidad con humanidad se disuelva en el mercado y que la dignidad se reduzca al precio de una transacción. Porque todo lo que tiene precio puede perderse; solo lo que carece de él puede ser verdaderamente humano.
Carlos Gil Gandía
Integrante
Departamento de Europa
IRI-UNLP