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La postal de Beirut

La desgarradora potencia visual de las imágenes provoca una comparación sugerente: la explosión en el puerto de Beirut recuerda a los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, en vísperas del cumplimiento de su septuagésimo quinto aniversario. Sin embargo, la posibilidad de hallar en esta reciente catástrofe un indicio semejante al contexto de la Segunda Guerra Mundial es elusivo. El afán de identificar algún rasgo específico de este acontecimiento, en términos políticos, probablemente remita más a la situación doméstica del Líbano, que a las implicancias de un enfrentamiento armado.

Por un lado, es cierto que las últimas semanas, y para el caso, a lo largo del año, la tensión entre Hezbollá y las Fuerzas de Defensa de Israel no sólo se mantuvo sino que creció exponencialmente. Hace pocos días, distintas escaramuzas tuvieron lugar en la frontera entre ambos países. Usualmente, desde que ambas fuerzas intervienen activamente en el conflicto bélico sirio apoyando bandos opuestos, el intercambio de fuego ocurre, precisamente, en este tercer país. Desde la última guerra abierta entre Líbano e Israel, no se han realizado ataques de estas características ni movilizaciones de sus respectivas Fuerzas Armadas en territorio enemigo. Es más, no sólo a las autoridades libanesas y a los líderes de Hezbollá no les interesa que tal confrontación se produjera, sino que tampoco podrían afrontar los onerosos costos que ello supondría.

Esto último también corre para el gobierno de Benjamin Netanyahu en Israel, cuya agenda se centra en otros asuntos más urgentes. En lo personal, el primer ministro israelí acaba de formar un endeble gobierno de unidad con su principal rival, Benny Gantz, tras tres instancias electorales en las que no surgió un claro vencedor. Actualmente, Netanyahu procura consolidarse en el cargo para blindarse contra el inminente proceso judicial que amenaza no sólo su carrera política sino, posiblemente, su libertad. Además, el rechazo a las medidas que Netanyahu impuso respecto a la pandemia se articula con una creciente crisis económica y con el descontento de múltiples sectores que, cada vez más numerosos, marchan en su contra. A todo esto se suma el desprestigio interno e internacional por propugnar, en el contexto de la pandemia del COVID-19, la anexión unilateral del 30% de Cisjordania.

En otras palabras, cuando se busca en la región un factor de explicación que vincule la explosión de Beirut con la posibilidad de una guerra, es difícil encontrarlo: al menos, en lo inmediato. Es más, portavoces de Hezbollá y del Estado de Israel se expidieron prontamente al respecto, lamentando lo sucedido y desligándose del hecho. El propio Hassan Nasrallah, secretario general de Hezbollá, ha calificado de mentirosas las acusaciones que adjudican la responsabilidad por lo sucedido a este movimiento, indicando que el depósito estaba repleto de armamentos y materiales. Por mucho que nos escape poder constatarlo, cuando se examina la situación, quizás debiéramos enfocarnos en qué sucede, efectivamente, dentro de las fronteras del propio Líbano.

A la fecha, se estima que unas 135 personas perdieron la vida, que unas 5.000 fueron heridas, y 250.000 quedaron desamparadas por causa de la explosión derivada de unas 2.700 toneladas de nitrato de amonio, almacenadas por años, sin debida supervisión. La zona afectada es, nada más y nada menos, que la puerta principal del país, administrando cerca del 70% de su comercio exterior y conectando mercados de los tres continentes a la orilla del Mar Mediterráneo. El gobierno reaccionó declarando el estado de emergencia por dos semanas, coordinando el acondicionamiento del puerto de Trípoli (capital de la Gobernación del Norte) y ordenando una expedita investigación sobre lo ocurrido. No obstante, y pese a la ayuda económica y humanitaria que comenzó a recibir esta semana, se halla en el peor escenario posible para responder a lo sucedido.

Es pertinente destacar que el segundo semestre de 2019 fue particularmente duro para el pueblo libanés, el cual atravesaba y continúa enfrentando una grave crisis económica y de liderazgo político. Las políticas de endeudamiento, la progresiva devaluación de la moneda (desde octubre de 2019, se ha devaluado aproximadamente un 80%) y los planes de austeridad anunciados por el gobierno acrecentaron el desempleo. La respuesta popular se dio a través de sucesivas movilizaciones masivas que desembocaron en la renuncia del primer ministro, Saad Hariri, incapaz de cumplir con los compromisos de pagos de una de las tres mayores deudas externas a nivel global. Como consecuencia, el parlamento realizó una votación en la que Hassan Diab obtuvo el apoyo de la mayoría, especialmente favorecido entre los partidos de la multisectorial Alianza del 8 de marzo.

Consiguientemente, el presidente, Michel Aoun, designó a Diab como sucesor de Hariri, quien ha tenido que enfrentarse a la dramática situación. En enero de este año se oficializó la conformación de un nuevo gabinete de gobierno encabezado por Diab; pero a la fecha, no ha sido capaz de revertir el curso de la crisis y, por consiguiente, continúan creciendo el desempleo, la desnutrición y la indignación de mútliples sectores que siguen maniféstandose, incluso pese a las trascendidas denuncias de ONGs de Derechos Humanos sobre casos de intimidación y represión por parte de agencias gubernamentales.  En este contexto, el nuevo gobierno sigue sin poder lograr acuerdos con el FMI y se interrupieron grandes proyectos que se habían programado para este año, y que involucraron ayuda del Banco Mundial. El ejemplo más patente es el de los fondos destinados a las obras de la monumental represa hidroeléctrica en Bisri, que el organismo congeló, llamando al gobierno de Diab a un “diálogo abierto” con su población.

Así, la crisis alimentaria, energética, social y política recrudece en Líbano tras años de corrupción e ineficiencia, agravadas actualmente por la pandemia. La sociedad libanesa se enfrenta hoy a la desolación de una duradera falta de transparencia institucional y confianza en sus representantes, cuya escasa capacidad de respuesta a las necesidades básicas de la población. Ahora se ve mermada en forma inédita. Hasta que la investigación en marcha arroje claves para atribuir una responsabilidad clara, no puede identificarse dígito alguno detrás de la explosión. La devastación causada, más que evocar la antigua épica de la guerra, acaso graba el significado de la demanda de un cambio de dirección para el país, en una nueva postal.


Ignacio Rullansky
Coordinador
Departamento de Medio Oriente
IRI – UNLP