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La COVID-19 y las relaciones civiles-militares

El desarrollo de la democracia ha sido un proceso complejo en América Latina, marcado por  sinuosidades y intermitencias. En el artículo “Ejercicio del poder y carácter de los regímenes políticos en América Latina, 1801-1984” (1990), Gustavo Emmerich señalaba que, durante la Guerra Fría, hubo una alta presencia en la región de gobiernos dirigidos por militares y juntas cívico-militares: entre 1945 y 1963 (34,3%), 1964 y 1977 (50.5%) y 1978 y 1984 (48,1%). Sobre esta base, las transiciones políticas vividas en varios países de la región, desde mediados de la década de los ochenta, tuvieron a las relaciones entre civiles y militares en un primer plano, buscando construir una interacción definida por la consolidación del liderazgo y la supremacía civil.

En la actualidad, las democracias latinoamericanas están marcadas por inestabilidades y crisis políticas, derivadas de los continuos conflictos entre el ejecutivo y el legislativo y/o protestas populares, pero en las cuales ha disminuido el número de intervenciones militares. En el libro Juicio político al Presidente y nueva inestabilidad política en América Latina (2009), Aníbal Pérez-Liñán señalaba que el análisis de los sistemas políticos de la región parece indicar que los incentivos que se les presentaban a los militares en la mayoría de los países en América Latina en la década del sesenta y setenta han cambiado de manera significativa. Las razones fundamentales de esta transformación se reflejan en los cambios acontecidos en el contexto internacionalasí como el proceso de aprendizaje que desencadenaron los pasados regímenes dictatoriales, entre las élites civiles y militares.

En la práctica, los procesos de transición política impactaron fuertemente en el ámbito de la defensa, donde la construcción paulatina de una nueva relación civil-militar se manifestó, fundamentalmente, en la limitación de la participación de las fuerzas armadas en política, con el objeto de asegurar el liderazgo civil; y, además, en que autoridades civiles asumieran progresivamente la conducción de los Ministerios de Defensa. En última instancia, se buscaba consolidar la democracia en la región, lo que requería, como condición crítica, ejercer una supremacía civil donde los militares no mantuvieran la prerrogativa de vetar la acción de los gobernantes electos y ninguna área  de gobierno pudiera ser excluida del control político.

Sin embargo, estos empeños por normalizar las relaciones entre civiles y militares han seguido nuevos derroteros en los albores del siglo XXI. Este proceso ha sido particularmente evidente en el caso de Venezuela, donde el gobierno de Nicolás Maduro, siguiendo la senda de Hugo Chávez, ha cultivado una íntima proxémica con las fuerzas armadas, mediante el aumento de sueldos y la incorporación de militares en puestos claves del gobierno, como es el caso del General Vladimir Padrino López, actual Ministro del Poder Popular para la Defensa. En Bolivia, Evo Morales siguió una senda similar hasta su salida del Gobierno en noviembre de 2019, tras su quiebre con la cúpula militar. Es preciso señalar que, en su momento, el Ejército boliviano había incluso compuesto una marcha en su honor, donde se resalta su origen indígena y posición antiimperialista: “Evo Morales tú eres la voz/ que al imperialismo fue quien la enfrentó/para todos los hijos un gran porvenir/Anticapitalista y anticolonial…”

Otro caso significativo es el de México. Después de la revolución de 1910 el Estado mexicano había logrado pacificar a los generales contrapuestos que reclamaban la victoria, reglamentando su participación y repartiendo el poder, en un régimen corporativo incluyente. La última rebelión militar fue protagonizada en 1938 por el general Saturnino Cedillo en contra del Presidente –otro general en retiro- Lázaro Cárdenas. De ahí en adelante el poder militar quedó completamente subordinado al orden Priísta, que ni siquiera consideró a la esfera castrense como una de las corporaciones orgánicas del Estado, a diferencia de los sectores obrero, popular y campesino -y tácitamente el empresarial-. El advenimiento de la democracia liberal en México, con el panista Vicente Fox, no cambió en esencia este papel, hasta que su sucesor y correligionario, Felipe Calderón, decidió dejar la lucha contra el narcotráfico y bandas criminales en manos de las Fuerzas Armadas, política que fue seguida por los Presidentes Enrique Peña Nieto y paradojalmente por el actual mandatario, Andrés Manuel López Obrador que, como Jefe de Estado electo, cambió su discurso de campaña. Crítico en dicha materia con sus antecesores, AMLO pasó a fortalecer el papel castrense en la realidad mexicana, sumando a la Guardia Civil en el control de la migración irregular, en una clara señal de securitización de la agenda doméstica.

No obstante, este nuevo ciclo no es sólo patrimonio de la izquierda. En la vertiente opuesta, la campaña presidencial de Jair Bolsonaro tuvo un tinte evidentemente castrense, tal como lo ilustraron las numerosas imágenes de camiones militares con carteles apoyando al ex capitán de Ejército y flamante candidato. Declarado admirador de la dictadura militar que administró el país entre 1964 y 1985Bolsonaro, una vez elegido, nombró en su gabinete a una serie de militares en retiro. “Estoy eligiendo militares no porque son militares. Es por su formación y por lo que hicieron cuando estaban activos”, señaló al respecto el Mandatario.

El descrédito de la política a partir de la segunda década del siglo XXI fortaleció en algunos casos el papel militar. En la cadena de estallidos concatenados en la región durante 2019, las fuerzas armadas dirimieron situaciones críticas, ya fuera a favor del Ejecutivo, como en el traslado del gobierno de Lenín Moreno desde Quito a Guayaquil, o en contra del poder establecido, como en el cese de funciones que exigió el alto mando a Evo Morales en Bolivia.

El protagonismo militar presente en varios gobiernos de la región ha ganado fuerza con la expansión de la COVID-19. En su enfrentamiento, los gobiernos no han dudado en recurrir sistemáticamente a las fuerzas armadas, disponiendo la utilización de sus medios en la desinfección de espacios públicos, resguardo del cumplimiento de cuarentenas, implementación de programas de servicios a la comunidad, distribución de alimentos, elaboración de ventiladores mecánicos e incluso en la adaptación de espacios militares para la atención de infectados. Un caso más extremo fue el de Perú, donde la unicameral promulgó una ley que eximió de responsabilidades a policías y militares que usaran sus armas de servicio en sus tareas de contención pandémica.

En el sugerente artículo “The Pandemic and Political Order” -recientemente aparecido en la revista Foreign AffairsFrancis Fukuyama destaca las posibles consecuencias de la pandemia sobre las democracias del mundo, en un contexto global marcado por el nacionalismo y la xenofobia. En tal sentido, es claro que la COVID-19 ha desnudado burocracias poco hábiles y debilitadas, ante las cuales las fuerzas armadas parecen mostrarse comparativamente más eficaces y estructuradas, con una clara cadena de mando. Además, el papel de los militares en la región comenzó a ser valorado por una ciudadanía, en desmedro de las tradicionales burocracias estatales y personajes políticos, muchos de los cuales han estado envueltos en graves hechos de corrupción.

Esta situación ha puesto en entredicho la tradicional búsqueda por disminuir los espacios de autonomía de las fuerzas armadas y fortalecer doctrinas militares marcadas por la no deliberación, en el marco de regímenes democráticos débilmente consolidados, cuestión que ha sido impulsada por la baja legitimidad y apoyo ciudadano hacia la política tradicional. En suma, un escenario poco prometedor para el porvenir de la democracia en la región, muchas de las cuales han debido utilizar mecanismos de excepción constitucional para enfrentar la pandemia.

Cabe recordar quela dictadura romana se materializaba en el momento en que un magistrado recibía del Senado el imperium (potestad militar) para confrontar peligros de extrema gravedad que amenazaran la sobrevivencia de la República. Provistos de poderes extraordinarios y con los únicos límites de rango de acción acotado a la esfera declarada y una temporalidad de seis meses, luego de los cuales indefectiblemente debían dimitir, los dictadores se enfrentaron a tribus hostiles de galos, etruscos o samnitas. El significado de la dictadura fue cambiando con el paso de los siglos, aunque preservó su carácter de régimen de excepción, en el que –para Schmitt- el soberano actúa al margen del derecho vigente.

Los estados de excepción o de catástrofe se aproximan mucho más a la institución romana original. No operan fuera de la ley sino que como dispositivos legales con que el orden legal se dota para abordar situaciones de riesgo extremo y en el cual pueden suspenderse o alterarse –siempre en forma temporal- ciertos derechos. Y al igual que en Roma, el poder militar en América Latina está cobrando un protagonismo que no tenía desde los tiempos de las dictaduras militares. Es lo que está ocurriendo en la región a propósito de la pandemia. Sólo que con nueve meses en que el coronavirus se instaló en la vida planetaria, este papel se ha prolongado más allá de lo que ocurriría ante un desastre natural. No pocos observadores se preguntan acerca de las implicancias del papel castrense superlativo en contextos de crisis generalizada, sobre todo si se tienen presentes los casos de Venezuela y Brasil.

No obstante lo anterior, a la luz de los hechos actuales, la COVID-19 representa una oportunidad para repensar el rol de las fuerzas armadas en las democracias latinoamericanas y sus proyecciones bajo el prisma de las relaciones entre civiles y militares. Desde luego, la tradicional mirada de “los militares a los cuarteles”, tesis cercana a los postulados de Samuel Huntignton sobre el “control civil objetivo” de mediados del siglo XX, parece poco funcional, considerando las complejizadas amenazas y riesgos que acechan a los países de la región, como es en el caso de la pandemia o los desastres naturales.

Además, parece poco eficiente, teniendo en cuenta los recursos que reciben las fuerzas armadas en medio de sociedades con acuciantes problemas sociales. Una adecuada respuesta parece más acercarse a las teorías planteadas por Morris Janowitz, según el cual debe fomentarse una interconexión y una convergencia activa entre la sociedad civil y las fuerzas armadas. De ello se desprende la necesidad de alentar una participación cívica por parte de las fuerzas armadas, como ciudadanos que forman parte de una comunidad política democrática que requiere de su activo concurso en la resolución de complejos y multidimensionales problemas sociales, que exceden con creces el tradicional conflicto bélico, cuya probabilidad felizmente ha decaído en la región.

En suma, la COVID-19 ha impulsado un notable protagonismo de las fuerzas armadas, en un contexto político que ya desde antes daba cuenta de una preocupante militarización de ciertos gobiernos de la región. No obstante, también representa una oportunidad para construir una nueva relación civil-militar, marcada por un trabajo conjunto y el mutuo conocimiento. Desde luego, se trata de un proceso riesgoso, que debe construirse de manera paulatina, en medio de sociedades con una débil performance y densidad democrática. No se trata de politizar a las fuerzas armadas, sino de consolidar la supremacía civil en sociedades donde aquellas pueden cumplir relevantes roles de apoyo en tareas acuciantes, como es el caso del enfrentamiento de esta pandemia que no da muestras de ceder.

 

Gilberto Aranda
Académico del Instituto de Estudios Internacionales, Universidad de Chile

Jorge Riquelme
Analista político chileno. Doctor en Relaciones Internacionales (IRI-UNLP)