Departamento de Derecho Internacional
Artículos
Imperialismo sistémico y crisis del derecho internacional: hacia una relectura emancipadora
Carlos Gil Gandía[1]
Recuerdo con nitidez el momento en que leí ¡Indignaos! de Stéphane Hessel. No fue solo una lectura, sino una sacudida: me obligó a mirar el mundo con otros ojos, a no resignarme ante la injusticia disfrazada de normalidad. Desde entonces, la conciencia política dejó de ser un ejercicio intelectual para convertirse en una urgencia vital; también en consonancia con la razón vital e intelectual de María Zambrano. Este texto nace también de esa indignación, y del compromiso de no callar frente al desmantelamiento del derecho como horizonte común.
La sociedad internacional contemporánea ha ingresado en una fase avanzada de imperialismo sistémico, no articulado ya en torno a un imperio nacional clásico, sino encarnado en un entramado global de poder económico, tecnológico y militar que se manifiesta a través de redes multinacionales (también lo es la OTAN), alianzas estratégicas selectivas, corporaciones transnacionales y plataformas digitales. Este sistema, movido por la lógica combinada del algoritmo y la ganancia, impone sus reglas sin apenas hallar resistencia estructural, erosionando tanto la soberanía estatal como los principios fundantes del derecho internacional. La guerra en Ucrania, el estancamiento crónico del conflicto palestino-israelí, el silencio cómplice ante las atrocidades en Yemen o Sudán o Congo, la manipulación del derecho humanitario en escenarios como Siria o Gaza, y la cooptación discursiva de los derechos humanos por potencias que los violan con sistematicidad, configuran un orden internacional donde ya no rige el derecho sino el cálculo: la fuerza, el capital y la geoestrategia dictan las condiciones, desplazando los valores normativos que alguna vez se aspiró a universalizar.
La solidaridad (aunque prefiero el término caridad) no es solamente una categoría jurídica; es, ante todo, un imperativo ético. La empatía, capacidad radical de ponerse en el lugar de otro, nos constituye como humanos con humanidad. Sin lazos afectivos entre sujetos vivos, ningún orden normativo podrá sostenerse ni imaginarse como justo, o, al menos, como protector de los colectivos más vulnerables.
En este contexto, el individualismo imperante: cultivado como forma de subjetividad funcional al orden neoliberal, debilita la posibilidad misma de construir un proyecto colectivo emancipador. La primacía del yo sobre el nosotros, del interés sobre el vínculo, favorece la aceptación pasiva de un orden profundamente injusto. Recordemos que la colonización no solo oprime cuerpos, sino que configura subjetividades alienadas; es decir, el colonialismo no ha desaparecido, se ha transformado. Hoy opera de forma sistémica, disfrazado de normalidad globalizada, y penetra incluso los modos en que nos pensamos a nosotros mismos.
En este panorama, la pregunta no puede sino brotar con crudeza: ¿estamos condenados a la pasividad? ¿Debemos seguir delegando en una Europa dividida y vacilante la defensa de los principios que habrían de sostener un orden internacional justo? ¿Acaso debemos resignarnos al retorno de una lógica bipolar, con Estados Unidos y China como polos rivales, que legitima la rivalidad permanente y militariza la política global bajo la coartada de la seguridad? La respuesta, si ha de ser digna, no puede ser afirmativa. Persisten, incluso hoy, armas despreciadas por su falta de inmediatez: las ideas, los valores que las nutren, y la acción política que surge cuando los pueblos se niegan a aceptar la injusticia como destino. Los movimientos anticoloniales del siglo XX no vencieron por la superioridad de sus arsenales, sino por la potencia de una idea: la autodeterminación. Esa misma fuerza reconfiguró el orden jurídico internacional, deslegitimando el colonialismo hasta entonces naturalizado. Hoy, ante un nuevo despotismo: no ya territorial, sino estructural, digital y financiero, urge reactivar el potencial transformador del derecho como herramienta crítica.
La devaluación del derecho internacional no proviene solo de su manipulación por parte de las grandes potencias. Su fragilidad radica también en la brecha creciente entre principios y operatividad, entre norma y vigencia. El Consejo de Seguridad, prisionero de una arquitectura de posguerra, se revela incapaz de actuar con eficacia o legitimidad ante las crisis que exigen respuesta. La Corte Penal Internacional, minada por el incumplimiento de sus propios Estados parte, arrastra una credibilidad mermada. No obstante, el derecho conserva una potencia subversiva si logra ser apropiado por una sociedad civil planetaria, por sujetos políticos que no aceptan la subordinación de lo humano al mercado o a la razón de Estado (términos peligros en su operatividad, en el cómo de la misma). Pese a los retrocesos, el núcleo normativo del derecho internacional permanece: la prohibición del uso unilateral de la fuerza, el respeto a los derechos humanos, la protección de los bienes comunes, la primacía de la dignidad humana y la emergencia de nuevos sujetos de derecho, como los ecosistemas.
El capitalismo en su fase avanzada ha logrado penetrar toda dimensión de la vida. Incluso el amor, como ha demostrado Eva Illouz (y la psicoanalista Lola López Mondejar, con su modelo Tinder), ha sido reconfigurado bajo la lógica mercantil. Datos personales, conocimiento, salud, medio ambiente, cuerpos y afectos: todo se convierte en activo, todo es intercambiable. Este vaciamiento ontológico de lo vinculante genera subjetividades hiperracionales, funcionales al orden del rendimiento, incapaces de la alteridad o del reconocimiento del otro. Ya no se ama, se transacciona. El amor deviene simulacro, afinado por algoritmos. Y así, se vacía también la polis: la desafección afectiva se traduce en desafección política, debilitando la capacidad de imaginar lo común. Todo se negocia; nada es indisponible. Pero esta ficción contractual oculta una violencia estructural: el contrato celebrado entre partes desiguales es un instrumento de dominación. Frente a ello, la noción de orden público reaparece como límite necesario: no como preservación del statu quo, sino como afirmación de principios no negociables que sostienen la comunidad política.
En el derecho comparado continental, el orden público distingue entre una función de dirección (que orienta el sistema hacia fines colectivos) y otra de protección (que ampara a los vulnerables). Para que exista orden público, debe existir comunidad: un nosotros que se reconoce como tal, capaz de articular normas fundamentales que expresen sus valores irrenunciables. Esta arquitectura ha sido erosionada por la desregulación y la hegemonía tecnocrática del mercado. Y en la sociedad internacional, ni siquiera ha llegado a consolidarse. Allí, domina el «todo contrato»: tratados donde los actores débiles no negocian en pie de igualdad, acuerdos comerciales que supeditan lo público a lo corporativo, pactos militares que fijan esferas de influencia. Incluso los tratados de paz ¿son realmente tratados, o actos unilaterales de imposición?
El derecho internacional reconoce un límite al contrato en las normas de jus cogens, pero la práctica lo desmiente: jamás se ha anulado un tratado que otorgue privilegios a una gran potencia, por devastadoras que sean sus consecuencias. La asimetría revela un derecho aún intersubjetivo, fundado en la voluntad estatal, donde los más débiles carecen de recursos efectivos y las normas universales flotan en el plano declarativo.
La Carta de las Naciones Unidas, diseñada como esqueleto normativo de una comunidad internacional regida por la ley, ha visto frustrada su promesa. Aunque su naturaleza contractual aspiraba a la universalidad, el incumplimiento sistemático de sus disposiciones por el propio Consejo de Seguridad ha vaciado de sentido esta pretensión. La resolución 1441 sobre Irak, por ejemplo, no puede ser interpretada como base legítima de una invasión.
También en el ámbito penal el derecho internacional ha sido cooptado. El Estatuto de Roma, nacido con vocación universal, fue negociado bajo el signo del compromiso. Algunos Estados, como Estados Unidos, no solo no lo han ratificado, sino que han firmado acuerdos bilaterales para blindar la inmunidad de sus nacionales. Esta actitud subvierte el principio de igualdad ante la ley y convierte a la Corte Penal Internacional en un tribunal selectivo. La impunidad de los poderosos (Netanyahu entre ellos) es la negación misma del derecho.
Ahora bien, esta crisis no es sólo de eficacia, sino de sentido. Una parte esencial de la debilidad del derecho internacional se debe a la reconfiguración de los derechos internos de relaciones exteriores. En muchos Estados, estos marcos se han tecnocratizado, blindado y sometido a la voluntad del poder ejecutivo. El resultado es un derecho sin deliberación, sin controles democráticos, sin articulación con la voluntad popular. Así, la propia arquitectura interna del derecho exterior alimenta la impotencia del derecho internacional: al reducirlo a una herramienta de conveniencia, lo priva de su vocación transformadora.
Frente a esta deriva, urge reactivar una noción de derecho internacional no como espejo de la geopolítica, sino como horizonte de emancipación. Ello exige una relectura crítica de sus fundamentos y una apropiación activa por parte de actores no estatales: pueblos, movimientos sociales, universidades, magistratura, periodistas, organizaciones de base. La sociedad internacional no existe como realidad dada: es un proyecto inacabado, o quizá una utopía que solo existe en la letra escrita. Si quiere sobrevivir el asedio del poder financiero, tecnológica y militar más descarriado, deberá no solo estructurarse sino cumplirse sobre principios comunes, inderogables, cueste lo que cueste. En esa lucha, el derecho no es un adorno ni un lujo, sino es una trinchera indispensable, que depende en manos de quiénes esté, es un instrumento de dominación o uno de inclusión e igualdad. Y acaso, hoy más que nunca, lo verdaderamente reivindicativo frente a lo hegemónico sea lo humano con humanidad. Porque sin humanidad, el derecho se vacía; lo humano se reduce a un mero cuerpo físico, y sin esto, la Humanidad con humanidad se disuelve.
[1] Universidad de Murcia. ORCID ID: https://orcid.org/0000-0002-0325-6517