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La caída del Muro de Berlín. El comienzo del fin de una era

A lo largo de su historia, la Humanidad ha construido una gran cantidad de muros. Muros que denotaban la vulnerabilidad, el temor o la desconfianz de quienes los erigían y que se instalaban para separar, para proteger o para aislar. Las murallas abundaron en el mundo antiguo, en el Medioevo y en la Modernidad. En el siglo XX, la más emblemática se construyó en 1961, cuando las autoridades de la República Democrática Alemana – que formaba parte del bloque soviético – decidieron separar el sector oriental de la ciudad. Durante 28 años, este muro fue el emblema de un mundo dividido, tenso e inestable. De hecho, este muro dividió a la ciudad (Berlín), pero también al país (Alemania), al continente (Europa) y al mundo; un mundo signado por el enfrentamiento ideológico entre dos bloques de poder, antagónicos y hostiles.

Su construcción se inició el 13 de agosto de 1961, durante lo que se denominó la segunda crisis de Berlín. Su objetivo fundamental fue frenar la migración de los alemanes del este hacia la RFA y aislar a la población que había quedado del lado comunista de las “tentaciones” del capitalismo. En este sentido, es importante destacar que – como sostiene Giuliano Procacci – entre 1949 y 1958, el éxodo había alcanzado proporciones bíblicas: más de dos millones doscientos mil alemanes orientales habían huido hacia Occidente.

El muro tenía un total de 55 kilómetros de longitud; atravesaba el centro de Berlín pero continuaba hacia las afueras, cercando íntegramente a la ciudad. Se erigió con bloques de cemento de 3, 5 metros de alto, cada uno de los cuales pesaba 2,75 toneladas y fue coronado con una barrera de alambres de púas. Muchos alemanes lograron cruzarlo, pero más de 680 personas murieron en el intento.

Después de 28 años de oprobio, las movilizaciones civiles forzaron un cambio en la orientación de la política del Estado. Las manifestaciones en contra del régimen comunista se iniciaron en septiembre de 1989, en Leipzig, frente a la iglesia de San Nicolás. A partir de entonces, las Manifestaciones de los Lunes, hicieron tamalear al presidente Erich Honecker, quien renunció a sus cargos el 18 de octubre. Esta Revolución Pacífica se fortaleció día tras día y el 9 de noviembre de 1989, un funcionario de primera línea del Bureau Político y portavoz del gobierno de la RDA – Gunter Schabowski – se vio obligado a dar una conferencia de prensa internacional para comunicar que el gobierno había decidido autorizar la libre salida del país de los ciudadanos de Alemania Oriental; una medida que entraría en rigor “de inmediato y sin demora”.

Esa noche, fue una noche histórica. Hacia las 22.30, miles y miles de manifestantes congregados en la Bornholmer Strasse – en el barrio de Prenzlauer Berg – consiguieron que se levantara la primera barrera. A la medianoche, el resto de los puestos de control se habían desmantelado. Indudablemente, la caída del muro de Berlín representó un hito en la historia contemporánea; marcó un punto de inflexión en las relaciones internacionales y dio origen a otro proceso tan veloz como significativo: la reunificación de Alemania.

En efecto, la caída del muro fue el resorte que disparó el ciclo de las revoluciones en la Europa del Este; un ciclo que derrocó a los regímenes comunistas en Hungría, Rumania, Polonia, Checoslovaquia y muchos otros países que – lenta y dificultosamente – recuperaron sus sistemas democráticos. Pero los efectos de ese ciclo revolucionario no se detuvieron allí. Como una ola expansiva, esta fuerza llegó al corazón de la URSS y, en diciembre de 1991, la desarticuló. Obviamente, la implosión del Estado Soviético determinó la finalización del conflicto Este-Oeste y del sistema bipolar, dando origen a una nueva etapa en las relaciones internacionales: la post-Guerra Fría. Con respecto a la situación de Alemania, la caída del muro impulsó el proceso interno y – en menos de un año – el canciller Helmut Köhl estuvo en condiciones de anunciar al resto del mundo, la reunificación del Estado.

Podría decirse que: el milagro alemán de la segunda post-guerra se proyectó hasta el fin de la Guerra Fría cuando – una vez más – los alemanes sorprendieron al mundo con este proceso que se dio por la vía rápida y pacífica. De hecho, la conciliación en los tres niveles (económico, monetario y político) siguió un itinerario sumamente preciso. En julio de 1990 se completaron los dos primeros y el 3 de octubre se declaró la unión política, la cual se legitimó en base al acuerdo “Cuatro más Dos”; una negociación en la intervinieron las cuatro potencias vencedoras de la IIª Guerra Mundial y las dos Alemanias. A partir de entonces, el nuevo Estado firmó los acuerdos de no proliferación nuclear y se integró a la OTAN. Indudablemente, la reunificación de Alemania aún no se ha completado. Existen muchos problemas pendientes y se calcula que serán necesarios 20 años para que las regiones del sur puedan autoabastecerse. Muchos alemanes del este (los ossis) siguen abandonando sus pueblos y ciudades y muchas comunas ya han anunciado que se preparan para desaparecer, incrementando la Ostalgie o nostalgia del Este. Sin embargo, las esperanzas y la determinación de la sociedad alemana han demostrado que siempre se puede ir más allá de los límites.

En 1897, Henry Adams sostuvo que los ajusten que se dieran en el plano político europeo, tendrían su centro de gravedad en Alemania. Una Alemania que, después de la IIª Guerra Mundial, resurgió de las cenizas y contribuyó significativamente al fortalecimiento y a la integración de Europa.

La caída del muro se dio sin planificación y permitió que Berlín volviera a ser Berlín. Una ciudad que – como sostiene Klaus Wowereit – es hoy un polo de transformaciones, de desarrollo y de progreso. Una ciudad que posee una identidad definida, que enorgullece a sus ciudadanos y sorprende a sus visitantes. Una ciudad atractiva, abierta y tolerante que parece haber aprendido de su historia y, sobre todo, de su sufrimiento.

Patricia Kreibohm
Coordinadora
Departamento de Historia
IRI – UNLP