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Entre Europa y Washington: El Reino Unido en la Era de la Posglobalización

Departamento de Europa

Artículos

Entre Europa y Washington: El Reino Unido en la Era de la Posglobalización

Federico Luis Vaccarezza[1]

Introducción

La primera cumbre entre el Reino Unido y la Unión Europea celebrada el 19 de mayo de 2025 en Londres representó un hito en el complejo itinerario post-Brexit. Ocho años después de la salida formal británica de la UE, Bruselas y Londres reanudaron un diálogo de alto nivel que cristalizó en una Asociación Estratégica con compromisos orientados a la cooperación en seguridad, defensa, comercio y movilidad (Cabinet Office, 2025). El gesto político, liderado por Keir Starmer, António Costa y Úrsula von der Leyen, parece contradecir la narrativa de separación definitiva que impregnó el referéndum de 2016. Sin embargo, lejos de significar un retorno a la integración, este acercamiento debe interpretarse como la respuesta pragmática de dos actores enfrentados a un orden internacional en transformación.

La pregunta central que anima este análisis es: ¿qué revela esta nueva fase euro-británica acerca del rol internacional del Reino Unido en la era de la posglobalización y el retorno del trumpismo? Para responder, se asume una hipótesis central: el Reino Unido, tras décadas de declive relativo, opera hoy como una potencia residual, categoría acuñada por David McCourt (2014) para describir a actores que, habiendo sido arquitectos del orden internacional, conservan aún símbolos de estatus, pero carecen de los recursos materiales y la autonomía necesarios para sostener un liderazgo efectivo. Esta condición obliga a Londres a navegar en una estrategia dual: por un lado, reafirmar el vínculo transatlántico con los Estados Unidos y, simultáneamente, recomponer la cooperación con Europa.

No obstante, el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca en 2025 tensiona el anclaje atlántico británico acelerando el desplazamiento del centro de gravedad hacia el Asia-Pacífico y confirmando que, la globalización unipolar ha dado paso a la posglobalización (Roudometof, 2024), entendida como un estadio de fragmentación, competencia sistémica y reconfiguración regional. En este marco, el análisis se organiza en cuatro apartados: (1) del Brexit a la asociación estratégica; (2) el Reino Unido como potencia residual; (3) la relación transatlántica bajo Trump; y (4) Europa y la posglobalización: oportunidades y límites para Londres. Finalmente, se proponen tres escenarios prospectivos que ilustran la magnitud de los desafíos británicos en el siglo XXI.

De la separación al diálogo pragmático

Cuando David Cameron convocó al referéndum del 23 de junio de 2016, la apuesta se orientaba, en gran medida, a dirimir una disputa interna dentro del Partido Conservador entre europeístas y anglófilos en torno a la membresía británica en la UE. Nadie imaginaba que esa consulta se convertiría luego en el punto de inflexión más significativo en la política exterior británica de las últimas cuatro décadas. El triunfo del Leave no sólo fracturó la política doméstica, sino que inauguró un período de replanteamiento estratégico marcado por tres tensiones: la búsqueda de autonomía comercial, la necesidad de seguridad europea y la preservación del vínculo transatlántico.

Durante la década posterior, el Reino Unido transitó un proceso de redefinición complejo. El proyecto de una Global Britain, presentado como el horizonte de un Reino Unido liberado de las “ataduras” comunitarias, prometía recuperar la vocación global mediante acuerdos comerciales, un renacimiento financiero y un renovado liderazgo diplomático. (Cabinet Office, 2021). Aunque la propuesta discursivamente resonaba con los fundamentos de una identidad británica excepcionalista, los acontecimientos internacionales conspiraron contra ese diseño. Entre 2016 y 2025, el orden internacional ingresó en una fase crítica: la elección de Donald Trump en 2016, la guerra comercial entre Washington y Pekín, la pandemia de COVID-19, la invasión rusa a Ucrania en 2022, la escalada en Medio Oriente y la crisis energética europea pusieron fin a la etapa la globalización basada en la apertura económica y el multilateralismo.

La Cumbre de Londres de 2025 debe ser leída a la luz de esta secuencia. Lejos de materializar una integración profunda, los acuerdos adoptados responden a una lógica funcional. En materia de defensa y seguridad, se estableció un mecanismo de coordinación intergubernamental, voluntario y revisable, destinado a enfrentar amenazas híbridas, ciberataques y crisis internacionales. El Reino Unido se comprometió a participar en misiones de la Política Común de Seguridad y Defensa (PCSD) y a contribuir a la protección de infraestructuras críticas, al tiempo que se habilitó el acceso británico a programas europeos de innovación militar, incluyendo el fondo SAFE, dotado con 150.000 millones de euros. (O’Sullivan, 2025)

En el plano económico, se acordó flexibilizar controles aduaneros, armonizar normas agroalimentarias y facilitar la movilidad de estudiantes y jóvenes profesionales, medidas que buscan paliar los efectos adversos del Brexit sobre el comercio y la circulación de personas. Sin embargo, el diseño institucional del acuerdo —flexible, reversible, carente de compromisos supranacionales— confirma la persistente ambigüedad británica frente a Europa. Más que una reconciliación ideológica, la Cumbre refleja el retorno del pragmatismo: ante la erosión del orden liberal y la incertidumbre transatlántica, Londres y Bruselas convergen más por necesidad, que por convicción.

El Reino Unido como potencia residual

El lugar del Reino Unido en el orden internacional contemporáneo debe ser analizado desde una perspectiva que trascienda la mera coyuntura y contemple un marco histórico-conceptual amplio. En este sentido, la obra de David McCourt, Britain and World Power Since 1945, nos ofrece una conceptualización clave para comprender la posición británica: la del Reino Unido como una “potencia residual”. Este término encapsula la paradoja que enfrenta el país: heredero de un vasto imperio y artífice principal del orden liberal internacional, mantiene elementos simbólicos y estructurales de estatus global —como el asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU, un arsenal nuclear reconocido, y una red diplomática y cultural con alcance mundial—, pero carece de la masa crítica material y la autonomía estratégica indispensables para ejercer una influencia estructural plena en la política mundial (McCourt, 2014).

Esta condición residual es resultado de un proceso largo y complejo de declive relativo que no puede entenderse sin vincularlo con la desintegración del Imperio Británico y la reconfiguración del sistema internacional tras la Segunda Guerra Mundial. El Reino Unido, que en la primera mitad del siglo XX había sido una gran potencia indiscutida, fue perdiendo paulatinamente su capacidad para moldear las reglas del sistema sin depender decisivamente del respaldo estadounidense. Así, la ambición británica de continuar como un actor global relevante se ha ido encontrando con límites estructurales crecientes, tanto internos como externos, que han condicionado su inserción internacional.

El hito que marca el inicio claro de esta etapa es la crisis de Suez en 1956. Este episodio emblemático no solo evidenció el agotamiento del poder británico, sino que también confirmó la subordinación tácita de Londres a Washington en asuntos de seguridad y política exterior. La intervención en Egipto, que pretendía mantener el control sobre una arteria vital para sus intereses estratégicos y económicos, se frustró bajo la presión combinada de Estados Unidos y la Unión Soviética. La derrota británica en Suez simbolizó la imposibilidad de ejercer una política independiente, inaugurando una relación asimétrica —aunque revestida de la famosa “relación especial”— que condicionaría las decisiones y capacidades británicas en las décadas siguientes.

En busca de una compensación a esa merma en autonomía, el Reino Unido optó por integrarse en la Comunidad Económica Europea (CEE) en 1973. Esta adhesión no solo respondió a sus necesidades económicas —la modernización de su industria y el acceso a un mercado en expansión— sino también a un intento de reconfigurar su posición global desde una plataforma regional. Sin embargo, esta inserción europea fue siempre ambivalente y pragmática: para la élite política británica, Europa fue entendida primordialmente como un espacio económico, una plataforma para potenciar la competitividad industrial y comercial, pero no como una comunidad política o un proyecto de soberanía compartida. Este distanciamiento respecto a la integración política explicaría parcialmente la persistente tensión que motivaría el Brexit décadas después.

El referéndum de 2016 y la consecuente salida del Reino Unido de la Unión Europea constituyen la manifestación más reciente y clara de esta tensión estructural no resuelta. Presentado como un acto de recuperación de la soberanía nacional y control democrático, el Brexit encapsula la paradoja central de la condición británica: la aspiración a restablecer autonomía se traduce, en la práctica, en una vulnerabilidad acentuada. La fragmentación del mercado interno, la incertidumbre jurídica y regulatoria, la reducción en flujos de inversión extranjera y la pérdida de influencia en la elaboración de normas y estándares europeos son algunos de los costos concretos que enfrenta el país. Esta vulnerabilidad se ve además reflejada en la erosión del “soft power” británico, un pilar histórico de su influencia global. La competencia financiera de centros emergentes dentro de Europa, como Fráncfort o Ámsterdam, ha puesto en cuestión la hegemonía de la City de Londres, mientras que la Commonwealth, si bien simbólicamente relevante, no ha demostrado capacidad para suplir la pérdida del mercado único europeo ni para proyectar un peso político equivalente.

En este contexto, el proyecto de Global Britain impulsado por el gobierno de Boris Johnson se presentaba como una estrategia para reinventar la proyección internacional del Reino Unido. La idea de transformar Londres en una suerte de “Singapur del Támesis”, un centro financiero y tecnológico con regulación favorable y acuerdos comerciales globales, encontró límites estructurales severos. La realidad económica del país, con un crecimiento promedio anual que no supera el 1,2 % desde 2016, un endeudamiento público superior al 100 % del PIB, inflación persistente y un sector industrial en declive, reducen la capacidad de implementar una agenda expansiva y competitiva en el comercio internacional. Los acuerdos comerciales bilaterales firmados post-Brexit, aunque importantes desde el punto de vista simbólico, han sido menos ventajosos y menos integrados que la membresía plena en la UE, evidenciando la dificultad británica para posicionarse como un centro comercial autónomo y competitivo a escala global.

En el plano militar, el Reino Unido conserva un gasto significativo en defensa y ha anunciado incrementos presupuestarios para alcanzar un 5 % del PIB en 2027, intentando mantener una imagen de potencia con capacidad operativa (MacAskill, 2025). Sin embargo, la capacidad de desplegar y sostener operaciones militares autónomas es limitada y depende del respaldo tecnológico, logístico y de inteligencia estadounidense. La operatividad plena de los portaaviones de clase Queen Elizabeth, por ejemplo, requiere el paraguas tecnológico y la interoperabilidad con la US Navy, lo que subraya la subordinación militar que acompaña la condición residual británica. Esta dependencia se extiende a capacidades estratégicas críticas como la vigilancia satelital, la guerra electrónica y la proyección global en escenarios de alta intensidad.

Esta realidad confirma el diagnóstico central de McCourt: el Reino Unido actúa como una potencia residual, que ya no puede sostener una política exterior ambiciosa y autónoma sin alianzas flexibles y gestos simbólicos dirigidos a preservar un status que, si bien cada vez más limitado, sigue siendo fundamental para su identidad y posicionamiento internacional. En este sentido, el retorno al diálogo constructivo con Bruselas y la reafirmación del vínculo atlántico con Washington constituyen dos manifestaciones complementarias de esta estrategia adaptativa. No se trata de una política dictada solamente por la ambición de poder, sino por la imperiosa necesidad de conservar su influencia, prestigio y relevancia en un sistema internacional caracterizado por la emergencia de potencias como China y la reconfiguración del orden liberal.

En definitiva, el Reino Unido contemporáneo encarna la compleja dialéctica entre el legado y la limitación, entre el simbolismo y la realidad material. El desafío que enfrenta es doble: por un lado, gestionar las tensiones internas consecuencia de su fragmentación territorial y política; y por el otro, navegar en un escenario global multipolar donde su papel como gran potencia se ha reducido a una posición subordinada pero todavía influyente. Esta condición residual, lejos de ser una mera etapa de declive lineal, es también un espacio dinámico donde el Reino Unido redefine continuamente su identidad estratégica, buscando fórmulas innovadoras con la finalidad de mantener viva su relevancia global pese a sus crecientes limitaciones.

La relación transatlántica bajo Trump

Si la condición residual define el marco estructural de la posición británica en el sistema internacional, la dinámica coyuntural introduce factores que pueden exacerbar su vulnerabilidad. En este contexto, el retorno de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos en enero de 2025 representa un desafío significativo para el Reino Unido, y más ampliamente, para la estabilidad del orden transatlántico. Lejos de ser una anomalía pasajera, el trumpismo refleja la consolidación de una corriente política en Estados Unidos caracterizada por el unilateralismo, el nacionalismo económico y un marcado escepticismo respecto a las instituciones multilaterales que han configurado el orden liberal desde la Segunda Guerra Mundial.

Desde su llegada a la Casa Blanca, Trump ha expresado reiteradamente una postura crítica y condicionante hacia la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). En contraste con la concepción tradicional que definía a la alianza como un compromiso colectivo y automático de defensa, la administración Trump ha insistido en que el apoyo militar estadounidense está condicionado a que los países europeos eleven sustancialmente su gasto en defensa, denunciando lo que denomina una “carga desigual”. Esta lógica pone en cuestión la certidumbre estratégica que Europa, y en particular el Reino Unido, ha dado por sentada durante los últimos ochenta años. Para Londres, cuyo posicionamiento estratégico ha estado históricamente anclado en la “relación especial” con Washington, este cambio de tono implica una revisión profunda: la alianza transatlántica, que funcionó como la piedra angular de su política exterior, ya no le garantiza estabilidad ni previsibilidad.

La respuesta del gobierno británico, liderado por Keir Starmer, ha sido intensificar su compromiso atlantista con medidas tendientes a fortalecer su estatus como aliado indispensable. El anuncio de un incremento del gasto en defensa hasta alcanzar un 5 % del PIB y la orden de construcción de doce nuevos submarinos nucleares, junto con la modernización acelerada del arsenal estratégico, constituyen señales políticas poderosas. Sin embargo, estas iniciativas deben entenderse en una clave tanto simbólica como material. Aunque fortalecen la imagen de un Reino Unido comprometido con su rol global y transatlántico, en términos operativos la autonomía militar británica sigue siendo limitada. (Prior, 2025). La dependencia tecnológica y logística de los Estados Unidos para acceder a capacidades críticas —desde la inteligencia satelital y la vigilancia avanzada hasta los sistemas antimisiles y las plataformas de proyección estratégica— revela que Londres posee limitaciones en su capacidad de sostener una política de defensa independiente con proyección global sin el soporte norteamericano.

En paralelo, la administración Trump ha reinstalado una agenda comercial proteccionista que desafía las expectativas británicas respecto a un fortalecimiento de las relaciones económicas bilaterales. Medidas como el aumento unilateral de aranceles a importaciones, restricciones migratorias y la revisión crítica de acuerdos multilaterales configuran un entorno poco favorable para la materialización de un ambicioso tratado comercial UK-US que le permitiese compensar la salida británica del mercado único europeo. Bajo el lema “Make America Great Again”, la prioridad del gobierno estadounidense sigue siendo la protección de sus intereses domésticos y la confrontación estratégica con China, relegando la cohesión del bloque occidental a un plano secundario. En este contexto, la aspiración británica de consolidar un “Trade Deal” sustancial con Estados Unidos se vuelve, en el mejor de los casos, incierta y limitada.

Esta situación reaviva una pregunta histórica central en las relaciones angloamericanas: ¿es la “relación especial” un activo estratégico o una forma de dependencia estructural? La asimetría inherente a esta relación se manifiesta con claridad cuando Washington define su agenda priorizando sus objetivos domésticos y su competencia global con potencias emergentes, relegando a un segundo lugar las demandas y preocupaciones de sus aliados tradicionales. Así, el Reino Unido, que en décadas anteriores podía desempeñar un rol de puente o mediador efectivo entre Europa y Estados Unidos, se encuentra hoy en la posición incómoda de un actor terciario con un margen de maniobra limitado, intentando mantener su relevancia en un escenario en el que su influencia real está cada vez más erosionada. (Cox, 2025).

Desde una mirada crítica, el regreso de Trump puede ser interpretado como el nuevo “momento Suez” para la política exterior británica. La crisis de 1956 simbolizó la revelación de la dependencia definitiva del Reino Unido respecto a Washington para la proyección global. Ahora, este “momento” se repite en una era en la que la opción europea, que en aquel entonces representaba una alternativa emergente para compensar esa dependencia, está mucho más restringida. La exclusión británica de las estructuras institucionales y decisorias de la Unión Europea limitó su capacidad para influir activamente en la agenda comunitaria reduciendo los espacios para un contrapeso efectivo frente a la preponderancia estadounidense.

La celebración de la Cumbre de Londres, en este marco, representa una doble realidad. Por un lado, manifiesta la necesidad y voluntad de recomponer la cooperación transatlántica y transregional para afrontar desafíos comunes, tales como la seguridad global, el terrorismo y la competencia estratégica con China. Por otro lado, expone que la autonomía británica sigue siendo más un ideal que una realidad tangible. Las tensiones y contradicciones inherentes al actual orden global ponen en evidencia que el Reino Unido continúa dependiendo fundamentalmente de las decisiones adoptadas en Washington, reafirmando su condición de potencia residual en un sistema internacional donde la influencia efectiva está concentrada en actores con mayores recursos y autonomía estratégica.

En suma, la relación transatlántica bajo la administración Trump ilustra la complejidad del contexto estratégico británico contemporáneo. La combinación de una dinámica estructural de declive relativo con una coyuntura marcada por el cambio de paradigma en la política exterior estadounidense obliga al Reino Unido a repensar sus estrategias de inserción global. La tensión entre la necesidad de mantener estrechos vínculos con Estados Unidos y la búsqueda de una mayor autonomía —ya sea a través de la reintegración a Europa o de la diversificación de alianzas— constituye uno de los desafíos más acuciantes para Londres en el siglo XXI. (Hockstader, 2025).

Europa y la posglobalización: oportunidades y límites para el Reino Unido

La reanudación del diálogo estratégico entre Londres y Bruselas debe entenderse en un marco más amplio: la transición hacia la era de la posglobalización. Este concepto describe el agotamiento del orden liberal internacional surgido tras el fin de la Guerra Fría y su reemplazo por un sistema fragmentado, multipolar y atravesado por la competencia sistémica. Lejos de la interdependencia regulada por las normas multilaterales, el escenario contemporáneo se caracteriza por el retorno del poder duro, la instrumentalización de la interdependencia económica y el ascenso histórico de potencias no occidentales.

En este contexto, la búsqueda repentina de la autonomía estratégica europea se plantea como una respuesta al debilitamiento del vínculo transatlántico y la percepción de un aumento de la vulnerabilidad frente a las amenazas externas. La guerra en Ucrania, la dependencia energética respecto de proveedores externos y la volatilidad del compromiso estadounidense han impulsado a la Unión Europea a redoblar sus esfuerzos en materia de defensa común, resiliencia industrial y securitización de sectores críticos. La decisión de duplicar el gasto en defensa en los próximos cinco años —de 350.000 a 800.000 millones de euros— constituye un indicio elocuente de este giro estratégico.

Para el Reino Unido, esta dinámica plantea una paradoja estructural: mientras la UE avanza hacia un esquema más integrado en materia de seguridad y tecnología, Londres permanece fuera de las estructuras decisorias, limitado a los acuerdos intergubernamentales y los memorandos de entendimiento. La exclusión británica del Consejo Europeo, la Comisión y el Parlamento implica que su influencia sobre las normas regulatorias —desde los estándares industriales hasta las políticas de datos— se ha reducido drásticamente. Esta pérdida de su capacidad institucional, política y diplomática contrasta con la centralidad que el Reino Unido exhibía en la configuración del mercado único. Esta disminución de capacidades es percibida no solo por Washington y Bruselas sino también en Moscú, Beijing y Delhi.

La Cumbre de Londres, al habilitar la participación británica en los proyectos europeos de defensa, evidencia un reconocimiento implícito: en un entorno marcado por amenazas híbridas y por la volatilidad geopolítica, el aislamiento estratégico no puede ser considerado una estrategia viable. No obstante, el diseño à la carte de esta cooperación también limita su alcance. A diferencia de los Estados miembros, que participan en el Fondo Europeo de Defensa con plenos derechos, el acceso británico está condicionado, sujeto a cláusulas de revisión y sin incidencia en la orientación estratégica del bloque. Dicho de otro modo, Londres participa como un socio necesario, pero no como copartícipe de la gobernanza europea.

En el plano comercial y tecnológico, la posglobalización introduce nuevas vulnerabilidades. La fragmentación de las cadenas de suministro y la securitización del comercio internacional obligan a los Estados a priorizar acuerdos regionales y alianzas más resilientes. En este marco, la posición británica resulta un trilema: es demasiado pequeña para actuar sola, está demasiado distante para influir en Europa y sigue siendo demasiado dependiente como para desvincularse de Washington. Esta triple condición restringe la capacidad de Londres para proyectar una agenda autónoma reforzando la hipótesis de McCourt (2014) sobre la naturaleza residual del poder británico.

Por último, la posglobalización plantea un desafío ideacional. El Reino Unido ha construido históricamente su identidad internacional sobre dos pilares: el excepcionalismo liberal y el liderazgo global. La erosión del primero y la imposibilidad material del segundo lo obligan a buscar una redefinición narrativa que aún no se ha concretado. Pendulando entre la nostalgia imperial y la retórica globalista, la política exterior británica carece actualmente de un proyecto articulado que trascienda el cortoplacismo adaptativo. La asociación estratégica celebrada con la UE, por más significativa que pueda parecer, no sustituye la ausencia de un relato estratégico coherente para el siglo XXI.

Conclusiones y escenarios prospectivos: el Reino Unido entre la ambición y la restricción

La Cumbre de Londres de 2025 representa algo más que un gesto diplomático. Constituye la manifestación visible de una estrategia adaptativa frente a un sistema internacional en acelerada transformación, en el que la lógica de la posglobalización desplaza las certezas de la interdependencia liberal reinstalando las dinámicas propias de la competencia de poder. En este marco, el Reino Unido afronta su trilema estratégico más complejo desde 1945: cómo preservar su estatus y relevancia internacional con recursos menguantes, en un entorno más hostil y con actores emergentes que cuestionan su posición jerárquica.

El concepto de potencia residual (McCourt, 2014) ofrece una lente interpretativa precisa. El Reino Unido no es una potencia media convencional: conserva atributos simbólicos y funcionales de gran potencia — capacidad nuclear, asiento permanente en el Consejo de Seguridad, proyección diplomática y cultural—, pero carece de masa crítica para imponer agendas globales de manera autónoma. La paradoja británica radica en que, a pesar de su narrativa de excepcionalismo, depende estructuralmente de diversas alianzas asimétricas para sostener su proyección internacional.

Históricamente, esta dependencia se articuló en torno a la “relación especial” con Estados Unidos y, desde 1973, en torno a su membresía en la Comunidad Europea. El Brexit quebró el segundo pilar y, al hacerlo, aumentó el peso del primero. Sin embargo, el retorno del trumpismo —y con él, la incertidumbre del compromiso norteamericano con la seguridad europea— erosiona la confiabilidad del vínculo atlántico como garante de estabilidad. Londres se encuentra, así, ante una doble vulnerabilidad: su acceso al poder regulatorio europeo es limitado, y su dependencia militar y tecnológica de Washington se intensifica en el contexto del unilateralismo estadounidense.

A este panorama se suma la emergencia de un orden mundial disputado por potencias no occidentales que aumentan sus espacios de influencia política, económica, comercial, geográfica, militar, tecnológica y normativa. La intensa competencia en sectores estratégicos —inteligencia artificial, armamento, energía, cadenas de valor críticas— está reduciendo el margen de maniobra británico y acentuando una inserción periférica en el núcleo de la gobernanza global. El Reino Unido aspira a sostener una identidad de gran potencia, pero su realidad material lo ubica en un estadio intermedio, donde la conservación del estatus depende más de una diplomacia simbólica que de una capacidad efectiva para moldear el orden.

En este escenario, podemos delinear tres trayectorias prospectivas:

Reforzamiento europeo (alianza funcional ampliada)

Londres logra profundizar la cooperación con la UE en materia de defensa, tecnología y energía, consolidando una arquitectura flexible de interdependencia. Este escenario le permitiría compensar parcialmente la pérdida de poder normativo, pero le exigiría asumir una convergencia estratégica con Bruselas, incompatible con el discurso soberanista que nutrió el Brexit y que aún apuntala a gran parte de la élite política británica.

Atlantismo renovado (dependencia intensificada)

Un eventual retorno del compromiso pleno estadounidense con la OTAN y el liderazgo occidental podría revitalizar la “relación especial”. Sin embargo, este escenario sería contingente y reforzaría la dependencia estructural de Londres respecto de Washington, limitando su capacidad para un accionar político más autónomo.

Aislamiento relativo (declive estratégico)

Si el trumpismo logra consolidar exitosamente su orientación aislacionista y la cooperación europea no alcanza para trascender lo meramente funcional, el Reino Unido podría quedar atrapado en una posición marginal, reduciendo su influencia a los foros diplomáticos en los que guarda mejor posicionamiento (ONU, Consejo de Seguridad, OTAN, FMI, Commonwealth) y al soft power cultural.

Cualquiera de estos caminos está delimitado por un marco de restricciones estructurales: declive demográfico, limitaciones fiscales, vulnerabilidad tecnológica y competencia creciente de potencias emergentes que cuestionan el orden occidental. La identidad británica de una “potencia global benevolente” se está erosionando ante una realidad que les impone ajustes severos a sus aspiraciones. El desafío no radica solamente en elegir entre Washington y Bruselas, sino en articular una narrativa estratégica coherente que reconcilie ambición y capacidad en un siglo XXI definido cada vez más por la incertidumbre, la fragmentación y la competencia sistémica.

En última instancia, la pregunta que atraviesa la política exterior británica permanece abierta: ¿puede el Reino Unido seguir desempeñando un papel de pivote global, o debería resignarse a ser un actor influyente, pero no decisivo, en un orden internacional donde las nuevas potencias emergentes disputan el centro del tablero? La respuesta dependerá, en gran medida, de su eventual capacidad para transformar la condición de potencia residual en un activo estratégico en lugar de un síntoma del declive.

Bibliografía

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[1] Doctorando en Relaciones Internacionales (IRI-UNLP). Miembro del Departamento de Europa. Federico.vaccarezza@gmail.com