El plausible genocidio en Gaza, como antes la guerra y las masacres en los Balcanes o Irak, vuelve a situar al derecho internacional ante su mayor prueba: no la de su existencia formal, sino la de su eficacia real. El derecho está ahí, entre otros, en la Carta de las Naciones Unidas, en los Convenios de Ginebra, en la jurisprudencia de la Corte Internacional de Justicia, en la Declaración de Principios. Pero la dificultad no está en la carencia de normas, sino en la ausencia de voluntad política para hacerlas efectivas. Por eso, lo que se juega en Gaza no es sólo una tragedia humanitaria, sino también la credibilidad de un sistema jurídico internacional que corre el riesgo de convertirse en un mito encubridor: invocar solemnemente principios universales que, en la práctica, se transforman en máscaras que legitiman la dominación del fuerte sobre el débil.
Dominada por economías militarizadas, la sociedad internacional se encuentra comprometida en una fase regresiva desde el punto de vista de los fundamentos jurídicos y políticos de lo que podría haber sido una comunidad internacional. Su actitud en el conflicto palestino-israelí es emblemática de esta situación.
La Opinión Consultiva de la CIJ del 19 de julio de 2024 sobre “Las consecuencias jurídicas de las políticas y prácticas de Israel en el Territorio Palestino Ocupado, incluida Jerusalén Oriental” es inequívoca: Israel mantiene una ocupación ilegal; debe cesar los asentamientos; evacuar colonos; reparar los daños; terminar con las políticas discriminatorias. Además, recuerda que todos los Estados tienen obligaciones erga omnes: no reconocer la situación ilícita, no asistirla, cooperar para poner fin a las violaciones. El derecho está claro, pero ¿qué ocurre cuando los destinatarios se niegan a cumplirlo? La respuesta, tantas veces repetida, es la parálisis: los vetos en el Consejo de Seguridad, las alianzas políticas, las prioridades estratégicas. El derecho, que debería ser escudo del débil frente al fuerte, se convierte entonces en decorado: una puesta en escena donde la norma se recita, pero no se ejecuta.
Leí a Paco Jarauta, filósofo murciano, que todo esto se produce, además, en un marco histórico que acentúa la sensación de impotencia. Las rápidas y profundas transformaciones de las últimas décadas, la imprevisibilidad de los cambios y la agitación de los acontecimientos nos han convertido, en gran medida, en espectadores globales: testigos de un drama del que percibimos la magnitud, pero frente al cual carecemos de capacidad de intervención real. El mundo avanza a un ritmo vertiginoso, sacudido por crisis sucesivas —desde las guerras hasta la pandemia reciente— que han desmoronado las seguridades básicas, instalando una nueva vulnerabilidad, incrementándose con las teorías conspiranoicas. La confianza moderna en la razón como fuerza capaz de organizar y transformar el mundo se cubre hoy de sombras: ya no nos sentimos protagonistas del futuro, sino sujetos perplejos, desconcertados, que contemplan con ansiedad un porvenir cada vez más incierto.
A ello se suma una dimensión política que raya en lo trágico. Desde los Acuerdos de Oslo hasta hoy, Israel ha actuado de forma sistemática para impedir la viabilidad de un Estado palestino. La Autoridad Palestina carece de poderes soberanos, el territorio está fragmentado en islotes no contiguos, Jerusalén ha sido confiscada, y el derecho al retorno prohibido. Gaza es un lugar devastado física y emocionalmente, sometido a control militar israelí.
Mientras tanto, la Asamblea General de la ONU se ha convertido en el foro donde Palestina encuentra un mínimo de reconocimiento jurídico. El 19 de septiembre de 2025, aprobó —con 145 votos a favor y 5 en contra— que Palestina pudiera intervenir por videoconferencia en la 80ª sesión y en la conferencia sobre la solución de los dos Estados, después de que Estados Unidos negara visados a su delegación. El hecho es relevante: reafirma que la Asamblea General no es un órgano decorativo, sino depositaria de la legitimidad representativa universal. Allí donde el Consejo de Seguridad se bloquea, la Asamblea puede ofrecer salidas jurídicas y políticas.
Sin embargo, soy consciente de que, aunque un determinado discurso (que comparto) insiste en mantener la “solución de los dos Estados” como horizonte, se trate de una “postura ilusionista”. Como si nombrar lo imposible lo volviera realizable. El derecho, en este punto, corre el riesgo de quedar atrapado en una retórica que maquilla la realidad: se habla de negociaciones, pero se perpetúan los asentamientos; se invoca la paz, pero se multiplican las operaciones militares; se pronuncian resoluciones, pero se ignoran sus efectos.
La violencia no se ejerce solo con bombas, sino también con palabras. El lenguaje político la disfraza de racionalidad y necesidad: los muertos son “daños colaterales”, la ocupación es “seguridad”, la resistencia es “terrorismo”. Nombrar de este modo no es un recurso técnico, sino una forma de colonialidad: invisibilizar al Otro, negar su existencia política, despojarlo de reconocimiento. Prohibir la bandera palestina, como ocurre en Israel y en ciertos lugares de Estados Unidos, no es un acto anecdótico, sino un intento de borrar la representación simbólica de un pueblo. El derecho debería resistirse a esta manipulación del lenguaje, porque si la norma se deja capturar por el simulacro, deja de ser derecho y se convierte en pura retórica.
El dilema jurídico es, entonces, cómo reconectar el derecho con su función originaria: limitar el poder, proteger a los vulnerables, garantizar la paz. La Carta de la ONU ofrece caminos: el artículo 10 otorga a la Asamblea General competencias para discutir cualquier asunto relativo a la paz y la seguridad; el capítulo VII permite medidas coercitivas; el capítulo VIII prevé el papel de organizaciones regionales. Pero en Gaza, como antes en Kosovo o Irak, esos mecanismos se ven sustituidos por interpretaciones tácticas que encubren la inacción o la unilateralidad.
El derecho internacional no está desprovisto de herramientas; está desprovisto de aplicación. Y eso, en última instancia, socava su legitimidad. Si Israel, admitido en 1949 en la ONU con la promesa solemne de respetar la Carta, ha incumplido reiteradamente esa obligación sin sanción, ¿qué mensaje reciben los demás Estados? Que el derecho es vinculante para los débiles y opcional para los poderosos.
La paradoja es devastadora: cuanto más se invoca el derecho, menos parece cumplirse. Estamos ante un juego cruel: invocar al derecho para aniquilarlo en la práctica, hacer del lenguaje jurídico un conjuro vacío, mientras las víctimas mueren bajo las bombas.
La salida pasa por devolver seriedad a la Asamblea General, activar los mecanismos de responsabilidad internacional y reconocer de manera efectiva el derecho de Palestina a existir como Estado. Todo lo demás, toda retórica sobre “procesos de paz”, “soluciones de dos Estados” u “operaciones temporales”, no es más que un simulacro. Visto lo visto con perspectiva histórica. Y el simulacro, cuando se trata de vidas humanas, es una forma más de violencia.
Pero la cuestión no se agota en Palestina. Lo que está en juego es más profundo: la posibilidad misma de que la sociedad internacional se piense como comunidad y no como un mero escenario de intereses cruzados. Gaza simboliza, con crudeza, la fractura más honda de nuestro tiempo: la pérdida de confianza en que el derecho pueda limitar la fuerza, en que las instituciones puedan representar a todos, en que la justicia no sea un privilegio de los vencedores.
En este contexto, el riesgo mayor es que la sociedad internacional quede atrapada en una actitud de mero espectador global, resignada a contemplar cómo se desmorona la promesa de justicia sin atreverse a intervenir para revertirla. Frente a esa pasividad, se impone la necesidad de una política cosmopolita que piense la comunidad internacional como un todo, capaz de reconocer la vulnerabilidad compartida de la humanidad y de asumirla como fundamento de un nuevo pacto social y político. Solo desde allí podrá surgir una ética renovada, que supere la lógica de la exclusión y devuelva sentido al derecho como horizonte común.
Frente a ello, la respuesta no puede ser el cinismo ni la resignación. Se impone una poderosa llamada a reconstruir la confianza en una sociedad internacional fracturada. Esa confianza no se decreta ni se improvisa: se construye con actos de coherencia, con la aplicación efectiva de las normas, con la voluntad política de que la justicia sea igual para todos. Y, sobre todo, con una ética que parta de las víctimas y no de los vencedores. Solo así el derecho internacional recuperará su credibilidad, y la promesa de una comunidad internacional dejará de ser un espejismo para convertirse en horizonte.
Carlos Gil Gandía
Profesor de Derecho Internacional
Universidad de Murcia (España)
Integrante
Departamento de Europa
IRI-UNLP