El ataque de este domingo contra las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) en la ciudad de Rafah, en el sur de la Franja de Gaza, que dejó dos soldados muertos y provocó el reinicio de las operaciones aéreas israelíes, pone de relieve la fragilidad del acuerdo de paz firmado hace menos de una semana en Egipto.
El acuerdo de cese al fuego se conformó en base a un delicado equilibrio entre diversos intereses y demandas de cada una de las partes en conflicto, así como de actores internacionales. Debido a los obstáculos registrados en los últimos meses para alcanzar una propuesta que pudiera ser aprobada tanto por el Estado de Israel como por Hamas, las ofertas presentadas fueron ampliando el rol de actores regionales y extrarregionales, con el fin de robustecer la confianza y asegurar la efectividad de los objetivos.
El plan de 20 puntos propuesto por el presidente Donald Trump el 29 de septiembre establece la ejecución del mismo en tres fases. La aceptación de la primera fase – liberación de todos los rehenes israelíes vivos y fallecidos y la liberación de 250 detenidos palestinos con condena a cadena perpetua y 1700 detenidos desde el 7 de octubre de 2023- se explica al considerar que ninguno de los principales actores renuncia a intereses primordiales: ni Hamas debe desmilitarizarse en este período, ni Israel retirarse por completo de la Franja.
Debido a que Hamas no ha entregado la totalidad de los cuerpos de los rehenes fallecidos el inicio de la segunda fase se encuentra en suspenso. La falta de límites temporales estipulados para las etapas 2 y 3 del acuerdo, relativas a la conformación de una administración palestina en la Franja de Gaza, incrementan los interrogantes sobre la consolidación de un nuevo estatus quo en el enclave y el posible reinicio del conflicto militar.
El peligro de un quiebre del alto al fuego podía leerse ya dentro del propio acuerdo: se construyó un engranaje de responsabilidades en el que cada actor – no solo Israel y Hamas- se encuentra obligado a avanzar; de lo contrario, el proceso se estanca. Si bien esto podría suponer un esquema de participación y cooperación mutua a fin de consolidar un cese al fuego permanente, deja la posibilidad abierta de que la simple acusación de incumplimiento de una parte hacia la otra pusiera en cuestión toda la firma.
Las principales responsabilidades del Estado de Israel son la liberación de 250 presos palestinos con cadena perpetua y 1.700 detenidos desde los ataques del 7 de octubre de 2023. El gobierno israelí aceptó el acuerdo con la condición de excluir a los miembros de la Fuerza Nukhba, unidad de élite del ala militar de Hamas, las brigadas al Qassam, responsables del ataque terrorista. Dicha restricción fue solicitada por los sectores políticos más securitistas de Israel, que recordaron que el cerebro de los ataques de octubre de 2023, Yahya Sinwar, fue liberado en un intercambio similar en 2011. Asimismo, el acuerdo establece que Israel se retire de Gaza en tres fases, la primera ya cumplida, a una zona de amortiguamiento de 1.6 kilómetros dentro de la Franja, y dispone expresamente que no ocupará ni anexará el enclave. No obstante, el punto 16 introduce ambigüedad al señalar que las FDI transferirán gradualmente el territorio a una Fuerza Internacional de Estabilización (ISF, por sus siglas en inglés), manteniendo un perímetro de seguridad “hasta que Gaza esté adecuadamente protegida de toda amenaza terrorista”. Aquí se abre un interrogante sobre lo que Israel considera amenaza a su seguridad, una concepción que, al igual que en cualquier Estado, puede moldearse con el tiempo y que responde no solo a la materialidad del terreno bélico, sino también a la construcción de una doctrina de seguridad y a las percepciones de los mandos militares.
Por su parte, Hamas debía liberar a los últimos 48 rehenes en su poder -20 vivos y 28 fallecidos-, de los cuales únicamente cumplió con la liberación de los vivos y la restitución de 12 fallecidos, alegando “una imposibilidad material de ubicarlos”. El núcleo de las discusiones radica en la desmilitarización de Hamas y de otros grupos armados palestinos, así como en su exclusión total de la vida política en la Franja. En su primer punto, el texto establece una Gaza libre de terrorismo y que no represente una amenaza para sus vecinos. La desmilitarización, supervisada por “observadores independientes”, contempla la destrucción de todas las infraestructuras militares -incluidos los túneles- y la entrega de las armas mediante un sistema de recompra en el mercado internacional. Asimismo, Hamas quedará inhabilitado para participar en la gobernanza de Gaza, y sus miembros podrán optar entre la amnistía o el exilio.
Dada la actual situación de acusaciones cruzadas por incumplimientos, esto último parece lo único factible de implementar por ahora. Aún resta establecer la operacionalización del desarme frente a un grupo que parece no haber perdido su autoridad y aparato de fuerza, pese a actuar en un territorio completamente destruido. Los informes sobre ejecuciones de “colaboradores de Israel” reflejan la negativa de Hamas a abandonar el poder. Pero, sobre todo, resulta difícil pensar las siguientes fases cuando la finalización de la primera está supeditada a la capacidad de Hamas de recuperar los cuerpos de los rehenes fallecidos, lo cual ya ha declarado no poder cumplir. Esto está siendo tomado por Israel casi como un deal breaker que pone en riesgo todo el acuerdo y deja nula cualquier consideración sobre cuestiones más fundamentales. Aunque también, Hamas acusa a Israel de demorar la liberación de 1700 palestinos -entre ellos mujeres y niños detenidos- y de entregar listas erróneas o cuerpos de fallecidos en mal estado.
En relación con la Autoridad Nacional Palestina (ANP), el plan le otorga un papel considerablemente menor al previsto para Hamas, lo cual resulta paradójico si se considera que esta última organización debería abandonar la escena y la ANP prepararse para asumir el control. El único punto que la menciona, el noveno, condiciona su retorno a Gaza al cumplimiento previo de un programa de reformas institucionales, enmarcadas tanto en el plan Peace to Prosperity de Donald Trump en 2020 como en la reciente Declaración franco-saudí de Nueva York en 2025. Ambos establecen parámetros de gobernabilidad basados en la transparencia financiera, el fortalecimiento del Estado de derecho y la celebración de elecciones libres hacia 2026. Sin embargo, a diferencia del plan de 2020, que limitaba la soberanía palestina y mantenía la seguridad bajo control israelí, el actual evita definir estos aspectos, priorizando la urgencia de estabilizar Gaza. Asimismo, se solicita acabar con todos los programas que “inciten el odio” o actividades criminales. En este marco, el presidente palestino Mahmoud Abbas anunció la suspensión de los pagos a las familias de prisioneros condenados por atentados u otros delitos, en coordinación con Estados Unidos, y señaló que varias reformas en materia educativa y económica ya se encuentran en marcha, e incluso algunas han sido completadas.
No obstante lo anterior, Abbas también ha subrayado la necesidad de articular institucional y administrativamente la Franja y Cisjordania para garantizar la soberanía palestina sobre sus territorios. El actual acuerdo, no aborda estos aspectos ni siquiera de manera general. La única referencia a un Estado palestino – sin considerar la creación- aparece en el punto 19, condicionado a una Gaza “desarrollada” y al cumplimiento del programa de reformas mencionado. Inclusive, la autodeterminación se presenta únicamente como “aspiración”, y no como un derecho, ni como una culminación necesaria del proceso de paz.
Por último, en lo que respecta a los actores internacionales, sus esferas de acción se dividen según la temática. Entre ellos figuran Estados Unidos, Egipto, Jordania, Naciones Unidas, la Media Luna Roja y “socios árabes” no especificados.
Estados Unidos es el principal actor extra regional: supervisará el comité palestino tecnocrático y apolítico que administrará la Franja, coordinará con otros socios árabes el desarrollo de la ISF y acordará con Israel los plazos de retiro de las FDI, entre otras funciones. Cabe señalar que los tres acuerdos presentados este año para finalizar el conflicto (Egipto en marzo, la Declaración de Nueva York en septiembre y el acuerdo actual) incluían la participación de diversos actores en la transición hacia un comité palestino tecnocrático previo al traspaso de poder a la Autoridad Nacional Palestina. La novedad del presente acuerdo es que este comité estará supervisado por un organismo transnacional presidido por Trump, denominado “Junta de Paz”.
Fuera de Estados Unidos, ningún actor regional posee un peso comparable. Egipto y Jordania, aunque mencionados en apoyo a la ISF -iniciativa en marcha desde hace meses, con sus Fuerzas Armadas entrenando a las fuerzas de seguridad palestinas-, no cuentan con la autoridad suficiente para condicionar el avance del acuerdo. También se indica que “socios regionales ofrecerán garantías” para que Hamas y otras facciones cumplan sus obligaciones, sin precisar cómo, en qué plazos o quiénes participan.
En cuanto a la ayuda humanitaria, seguirá siendo provista por Naciones Unidas, la Media Luna Roja y otras organizaciones, siempre que “no mantengan vínculos con ninguna de las partes”.
En conclusión, el acuerdo propuesto por el presidente Trump y aceptado por Israel y Hamas deja más preguntas que respuestas, no solo en cuanto a una solución a largo plazo con la constitución de un Estado Palestino pacífico, sino también en sus fases más próximas, probándose su debilidad en el quiebre del alto al fuego de este fin de semana. La falta de compromisos en intereses fundamentales para ambas partes, a saber, la independencia territorial y administrativa para los palestinos y la garantía de seguridad creíble para Israel formó un acuerdo que en la práctica se asemeja más a una tregua con liberación de los rehenes que a un Plan de Paz duradero que pueda finalizar el conflicto histórico.
Sofía Alonso
Camila Farías
Integrantes
Departamento de Medio Oriente
IRI-UNLP