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No es un caso, son siglos de segregación y un orden en descomposición

El último año ha mostrado un conjunto de hechos de diversas características, que acontecieron en distintas partes del mundo, pero que generaron grandes manifestaciones sociales y escenarios de violencia. Llama la atención que, en primera instancia, la mayoría de los análisis periodísticos y académicos subrayen como nota distintiva que estos hechos fueron “inesperados”. Así fue catalogado lo acontecido en Francia, Ecuador, Chile, Colombia, Haití, Líbano, Hong Kong, entre otros. En este contexto, la primera pregunta que surge es ¿son realmente estos hechos tan inesperados?, ¿no existen causas subyacentes que los expliquen?, ¿no será que parte de las élites políticas y económicas no querían ver los problemas por los que atravesaban sus sociedades nacionales?

Mi evaluación es que nada de lo acontecido es casual. Estamos frente a una profunda crisis del orden internacional, especialmente ligada a las consecuencias negativas de un sistema neoliberal basado en un capitalismo financiero que ha generado una distribución extremadamente inequitativa de la riqueza incrementando las diferencias existentes. Expresiones que aparecen cotidianamente en los análisis de coyuntura tales como “el 1 por ciento más rico” y “nosotros somos el otro 99 por ciento” sintetizan esta contradicción. Además, existe un proceso de alejamiento de las élites políticas de los problemas del ciudadano de a pie enmarcado en una ya larga crisis de los partidos políticos. Las demandas sociales son variadas y abarcan temas como educación, salud, jubilaciones, calidad democrática, representación de las minorías, fin del racismo, derechos de las mujeres, etc., pero en todas subyace la problemática de un contrato social en plena decadencia y, en muchos casos, fracturado. La pandemia de coronavirus visualizó aún más estas realidades.

El 25 de mayo este devenir de conflictos arribó a los Estados Unidos como consecuencia del asesinato a manos de un policía (en realidad de cuatro) de George Floyd, un ciudadano afroamericano de Minneapolis. El racismo y la brutalidad policial generaron una reacción masiva, con movilizaciones pacíficas en 40 ciudades a la que se sumaron actos de violencia y vandalismo generados por grupos minoritarios. Todo esto en un escenario donde el país se encuentra afectado fuertemente por la pandemia de COVID-19, con más de 100.000 muertos, una caída abrupta de su nivel de empleo y disputas políticas propias de un año electoral.

Aunque suene obvio aclararlo, aquí tampoco las movilizaciones sociales por segregación racial son “inesperadas”. El racismo en Estados Unidos es un problema fundacional que nació con la esclavitud, fue un eje estructurante de la Guerra de Secesión (1961-1865) y, más allá de la legislación establecida en el siglo XIX, hubo que esperar hasta la década de 1960 para que el país discutiera los derechos civiles y políticos de los afro-americanos. Ese pasaje también fue virulento, involucró el “largo verano caliente de 1967[1]” y el asesinato de Martin Luther King[2]. Ambas situaciones generaron grandes revueltas sociales. En muchas de ellas el maltrato policial fue la mecha que prendió la llama.

Sin embargo, la problemática perduró y las heridas sociales no cerraron. Algunos sociólogos nos ilustran sobre la existencia de un fenómeno de “racismo cultural” que marca claramente la tensión entre raza y capitalismo. Para ellos, esta visión parte de la idea discriminatoria basada en el supuesto que determinadas minorías no tienen las condiciones o destrezas suficientes para tener una trayectoria exitosa en las aguas competitivas del capitalismo. Se supuso, equivocadamente, que el triunfo de Obama cerraría ésta herida. No fue así: su llegada al poder despertó al Ku Klux Klan y lo enfrentó a una diversidad de obstáculos que no pudo superar. Si bien el Presidente fue el primer mandatario en funciones que visitó una cárcel federal en 2015, manifestó su preocupación por los criterios de encarcelamiento y por la predisposición de la Justicia a castigar los delitos menores con muchos años de cárcel y señaló la desproporción en el número de presos afroamericanos y latinos en comparación con la población blanca, no logró que el Congreso y la Justicia lo acompañaran en la generación de políticas destinadas a corregir el problema. Consecuentemente, Estados Unidos continúa siendo el país con mayor población carcelaria en presidios federales y estatales (unos 2.200.000 reclusos). Además, de acuerdo a la oficina de Estadísticas de Justicia al finalizar 2017, la tasa de encarcelamiento de hombres negros condenados (2,336 por 100,000 negros residentes masculinos en EE. UU.) era casi seis veces mayor que la de hombres blancos condenados (397 por 100,000 blancos residentes masculinos en EE. UU.). Por otra parte, al cierre de 2016, se estimó que el 60% de los hispanos y negros sentenciados a cumplir más de uno año en prisión estatal habían sido condenados y sentenciados por una ofensa violenta, comparado con 48% de los prisioneros blancos.

En el verano de 2014, los acontecimientos de Ferguson (Misuri) donde la policía también mató Michael Brown, un joven afroamericano de 18 años desarmado dio lugar al nacimiento del movimiento anti racista Black Lives Matter. Este movimiento ha supuesto una verdadera revolución a la hora de dar forma al descontento social causado por la discriminación y la desigualdad racial en Estados Unidos. Muchos los han comparado al Movimiento de Derechos Civiles y al Poder Negro.

Con estos antecedentes no es pertinente señalar que el problema nació con la llegada al poder de Donald Trump. Sin embargo, su campaña electoral y sus acciones de gobierno tendieron a complejizar la situación. Trump enarboló conceptos xenófobos, racistas, misóginos y engalanó a los supremacistas blancos y a los defensores del uso de armas.

En agosto de 2017, un grupo de supremacistas blancos realizó una manifestación en Charlottesville. El joven James Alex Fields, Jr. arrolló con un automóvil a un grupo de contra-manifestantes, causando la muerte de la activista Heather Hayer y dejando heridas a otras 19 personas. La respuesta de Trump fue: «ambos bandos» son culpables de la violencia registrada en Charlottesville debido a que la extrema izquierda cargó contra los supremacistas blancos que tenían sus permisos en regla para marchar. Pocas veces un presidente de Estados Unidos ha sostenido a los grupos de extrema derecha de esta manera.

Su reacción en estos días fue presentarse como el Presidente de la ley y el orden y preparó una respuesta destinada a conservar su base electoral. Presionó a los gobernadores a que recurran a la Guardias Nacionales y, en caso que no lo hagan, anunció que invocaría la ley de insurgencia y movilizaría a los militares. Por otra parte, si bien reconoció que existía el derecho a la manifestación pacífica puso poca atención en el reclamo central en torno al fin del racismo y la brutalidad policial y se concentró en la identificación de los responsables de disturbios violentos. Rápidamente dijo que los culpables eran los grupos extremistas de izquierda y ANTIFA y en su discurso del 1 de junio lo presentó como “terrorismo doméstico”. De esta manera Trump cerró el paquete de confrontación para su campaña. Ahora tiene a China como enemigo externo y a ANTIFA y los grupos de izquierda como enemigos domésticos. Este diagnóstico le permite recuperar la lógica propia de los populismos de derecha basada en una solución de expulsión de todo aquello que es percibido como amenaza por el ciudadano medio estadounidense. Su proyecto se resume en purgar de elementos extraños a la sociedad estadounidense y trabajar sobre los miedos:

— tengan miedo, yo me hago cargo de cuidarlos.

Queda por ver si ese ciudadano medio lo acompañará o si sólo lo hará su base electoral más dura.

Los demócratas también tienen su responsabilidad. Siendo el partido al que votan mayoritariamente los afroamericanos y otras minorías, se ha resistido a afrontar un proceso de cambio que es demandado por los más jóvenes y por aquellos sectores políticos y movimientos sociales que apoyaron a Bernie Sanders. Prevalece la idea de diseñar la política desde el establishment político hacia abajo y negarse a incorporar un proceso de demandas que viene de abajo hacia arriba y que reclama la interrupción de la influencia de Wall Street. Joe Biden, candidato sin primarias finalizadas debido a la pandemia de Coronavirus, ha subido en las encuestas, pero no ha logrado mostrarse como un líder apto para conducir un proceso de cambio absolutamente necesario en el sistema político estadounidense.

Puede ser que las revueltas y las manifestaciones cedan, pero las tensiones permanecerán. El escenario de campaña electoral es impredecible, pero la necesidad de superar la segregación y las diferencias sociales se entrelaza con el futuro de los Estados Unidos.

Referencias:

[1] Con este nombre se conoce a los 159 disturbios raciales que asolaron Estados Unidos en 1967. Atlanta, Boston, Cincinatti, Buffalo, Tampa, Birmingham, Chicago, Nueva York, Milwaukee, Mineápolis, Newark y Detroit sufrieron las revueltas más destructivas. Durante el período que va desde 1940 a 1970 una parte considerable de la comunidad afroamericana que vivía en los estados del sur, donde las prácticas segregacionistas continuaban, se mudaron hacia las ciudades más desarrolladas del norte. A pesar de la aprobación en 1964 la Ley de Derechos Civiles que prohibía la discriminación racial en el empleo y, en 1965, la Ley de Derechos Electorales que prohibió las pruebas de alfabetización y creó derechos de voto para todos, independientemente de su raza, la vida de los afroamericanos continuó en un escenario de pobreza y su incorporación a una coalición democrática tampoco avanzó. Las revueltas fueron tan intensas, difundidas y prolongadas que, en algunos casos, se invocó la ley de insurrección y se militarizó el abordaje del conflicto.

[2]  Dado que los contenidos de las nuevas leyes no se concretaban en una igualdad ante la vida, la comunidad negra estadounidense expresó una radicalización en su discurso que se fue imponiendo sobre el ala más moderada del movimiento encabezada por Luther King. En este marco, el líder asumió una postura cada vez más crítica contra la pobreza y la guerra de Vietnam y fue asesinado mientras visitaba una huelga de los trabajadores recolectores de basura de Memphis, Tennessee, en 1968. Su asesinato desató una nueva ola de revueltas que alcanzó a 125 ciudades incluida Washington. El presidente Johnson, sobrevoló la ciudad que estaba en llamas, con enfrentamientos y barricadas por doquier. Para lograr retomar el control, el Gobierno Federal envió 13.000 soldados, en lo que se considera como la mayor operación de ocupación de una ciudad estadounidense desde la Guerra Civil.

Anabella Busso
Coordinadora
Departamento de América del Norte
IRI – UNLP