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Israel y Palestina: el dilema del rostro y los límites de la humanidad

El escritor Dino Buzzati narró cómo, mirando las estrellas una noche en su jardín, tropezó con un bulto. Luego se enteró que ese día, un amigo suyo había muerto. Con los años, el jardín comenzó a poblarse de bultos que crecían. A cada uno, correspondía un nombre y a cada tropezón, un pedazo de su vida que había sido arrancado. Buzzati esperaba que, algún día, alguien pensara en su nombre al tropezar con un bulto.

La relación entre la vida, la muerte, la memoria y el reconocimiento del otro, nos lleva al terreno de lo moralmente vinculante. Sobre esto meditó la filósofa Judith Butler. Ella señaló que lo que nos liga a las personas no procede de la autonomía individual, sino de afuera. En otras palabras, de la voz de otro que nos interpela. Precisamente, Butler se inspira en las palabras de otro: en la noción del rostro del otro que propuso Emmanuel Levinas al reflexionar sobre el “no matarás”.

La lectura de Butler sobre Levinas invita a un recorrido sobre la precariedad de la vida. Una ansiedad ética se desprende del mandamiento anterior. ¿Por qué? Pues porque podemos tomar la vida de otra persona, pero semejante interpelación discursiva (“no matarás”) nos coloca en una tensión: nuestra voluntad está obliterada. No podemos tomar esa otra vida. Ni para defender la nuestra ni la de otros. Ante este dilema, ¿qué representa dicho rostro humano? En pocas palabras, entre el rostro humano y la representación de nuestra humanidad se produce una interferencia. Algo así como una máscara que sugiere humanidad pero que sólo puede representarla, justamente, al fallar en hacerlo: es decir, al representar otra cosa. ¿Qué cosa? No la humanidad, sino una imagen distorsionada, como un héroe patriótico. En fin, alguien con quien podemos identificarnos.

Esta distorsión representa el rostro humano, pero sólo indirectamente. Algo se pierde en el camino. Dentro del repertorio de lo representable está el sufrimiento humano. Éste es difícil de personificar. Se escabulle entre los esquemas normativos que establecen qué es lo humano: qué vida será digna y qué muerte recordada, como un bulto en el jardín.

Los hechos de Israel-Palestina nos comprometen a indagar en nuestras herramientas para interrogar los límites de nuestra humanidad, tan volátiles como los de los Estados-Nación, que juzgamos eternos, como el agua y el aire, pero que nos preexisten por poco. Apenas unos puñados de décadas. No tan lejos, el “despertar” de Chile inició un proceso destituyente de ciertas narrativas sobre la construcción de la nación, abriendo a su vez el umbral a un proceso constituyente que replantea sus límites en torno al posible reconocimiento de la plurinacionalidad de su población.

Israel y Palestina viven una doble crisis de representación. La derecha israelí se disuade del progresismo y el progresismo se disuade de trabajar entre sí. Por su parte, los palestinos se disuaden de trabajar por la unidad. En Israel, doce años de Benjamin Netanyahu como primer ministro forjaron una agenda cada vez más conservadora con coaliciones gobernantes gradualmente excluyentes de alternativas de centro.

La izquierda y los partidos árabes, tampoco supieron oponer ningún proyecto superador. Fue así que los asentamientos siguieron expandiéndose en Cisjordania y Jerusalén Este, el bloqueo en Gaza continuó y las negociaciones con Mahmud Abbas (del partido Fatah), presidente de la Autoridad Nacional Palestina, pasaron de estancarse a cajonearse. Puertas adentro, se sancionó, con jerarquía semi-constitucional, la Ley del Estado Nación Judío en 2018, que instituyó la degradación simbólica del estatus ciudadano de beduinos, drusos, circasianos y árabes israelíes. Quienes apoyaron la sanción se consternaron públicamente cuando vieron la inmediata renuncia de oficiales drusos que servían en el ejército israelí como protesta.

Los últimos años fueron complicados para Netanyahu, quien postergó la inminencia de distintos procesos judiciales por corrupción, fraude y co-hecho apoyándose en la investidura ministerial. Este año, sin embargo, comenzaron las primeras audiencias. En fin, Netanyahu logró ser convincente en algo: mostrarse como alguien imprescindible; como el único capaz en proveer seguridad al Estado de Israel.

A fines de 2018, su ex ministro de defensa, Avigdor Lieberman, abandonó la coalición y le quitó a Netanyahu los asientos necesarios para gobernar (61 sobre 120). ¿Por qué desertó? Porque rechazó una tregua que Netanyahu había acordado con Hamas y Jihad Islámica, las fuerzas palestinas predominantes en la Franja de Gaza, en un momento de suma tensión. Desde entonces, cuatro elecciones consecutivas pasaron y en ninguna Netanyahu consiguió imponerse decisivamente. Así, abril y septiembre de 2019, y marzo de 2020 y de 2021 respectivamente demostraron que ningún rival se plantea seriamente reemplazarlo.

La escalada de violencia de los últimos días nos interpela, evocando el Operativo Margen Protector de 2014: se produjeron tantas bajas de ambos lados que la experiencia resultó mutuamente traumática. Es más, no concluyó, sino que derivó en la Intifada de los Cuchillos (2014-2017) y en la Marcha del Retorno (2018-2019): pequeños episodios cotidianos y, cada tanto, grandes brotes. Cuentas de un collar atravesadas por un hilo de violencia.

Respecto a la crisis de representación en Palestina, pues, desde 2006 no se celebran elecciones. En 2007, Fatah y Hamas, las principales fuerzas, se enredaron en una lucha fratricida. Recíprocamente aislados, Fatah retuvo de facto y con el visto bueno de la comunidad internacional, la Autoridad Nacional Palestina, con sede en Cisjordania, mientras que Hamas hizo lo propio en Gaza.

Desde entonces se han boicoteado entre sí. Los aislados esfuerzos por reconciliarse y armar un gobierno de unidad fueron infructuosos: la sospecha entre ambos siempre superó la voluntad de olvidar rencores. Sus programas e ideas para una Palestina soberana difieren y, así, los medios que plantean para lograrlo. En mayo y junio de este año iban a celebrarse elecciones parlamentarias y presidenciales, pero Abbas las postergó alegando que no acordó con Netanyahu las condiciones para que los palestinos de Jerusalén Este pudieran sufragar.

Asimismo, la autoridad de Abbas está muy menoscabada: tras años al gobierno, sus reconocimientos en el plano internacional languidecen frente al empeoramiento de la calidad de vida de sus representados. Abbas teme que Hamas lo desplace de la presidencia y, dentro de Hamas, los radicales fuerzan a los moderados a tomar las armas.

Tanto Hamas como las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) se evitan. Ha habido enfrentamientos en 2008-2009, 2012 y 2014, mas no una guerra total. Ambos configuraron una trama en espiral para ese collar de violencia, adaptándose el uno al otro. Hamas recurre a la muqawama, la resistencia armada de la guerrilla, e Israel se vale del Domo de Hierro, un sistema de defensa para interceptar cohetes, y responde realizando ataques selectivos a blancos estratégicos y eventuales incursiones para neutralizar la potencia bélica de Hamas. Las FDI denominan esta técnica “podar el pasto”. No procuran vencer en este ajedrez, sino disminuir la tensión hasta que la hierba vuelva a crecer. Tablas sangrientas.

Desde 2014, las FDI entendieron que Hamas no procuraba un nuevo enfrentamiento. Así lo demostró parte de su dirigencia que parecía más enfocada en construir cierta institucionalidad proto-estatal en la Franja de Gaza, y también se manifestó en su moderada reacción durante la Marcha del Retorno de 2018-2019, el incidente posterior a Margen Protector más grave hasta entonces. El desgobierno de un Netanyahu desdibujado implicó apoyarse excesivamente en el Domo de Hierro, que pese a su solvencia, mostró su falibilidad, pues no es más que un dispositivo de seguridad, es decir, un componente de una forma de vinculación entre palestinos e israelíes basada en la precariedad de la vida.

Las crisis de representación de ambos bandos nos revelan que no son dos los bandos. Cada campo es heterogéneo y exhibe fracturas internas. Ningún gobierno agota las condiciones de representación de cada alma presuntamente representada. Los israelíes deben pedir cuentas y resolver este estallido de cuasi guerra étnica civil en el encuentro entre diversidades: en las calles, en las urnas y en la Knesset, su parlamento. Los palestinos, deben exigirles a sus partidos y a la Autoridad Nacional Palestina una alternativa viable de prosperidad y que protejan sus vidas en formas que no supongan la indefinida proyección de la vulnerabilidad a la que están sujetas.

La última semana, una bola de nieve de incidentes precipitó la violencia: el desalojo de familias palestinas en Sheij Jarra, la violencia en la Puerta de Damasco y en la Explanada de las Mezquitas/Monte del Templo durante Ramadán y la marcha por el Día de Jerusalén. Puede decirse que Hamas aprovecha para mostrarse como el paladín de Palestina y del Mundo Árabe e Islámico: el defensor de la causa frente al entreguismo manifiesto en los Acuerdos de Abraham y la debilidad de Fatah.

Segundo, que Netanyahu ha de capitalizar el momento: un improbable contendiente al cargo de primer ministro, Iair Lapid, parecía capaz de formar una coalición Para eso, dependía de Yamina, un partido de derecha que flirteaba con dejar a Netanyahu pero, “en vísperas de una guerra”, volvió a sus brazos. Por otro lado, Lapid contaba con el apoyo de los partidos árabes, mas los saqueos y luchas derivadas en muerte entre árabes y judíos israelíes en ciudades mixtas o con mayoría árabe, los alejan de ello: estos dirigentes tampoco consiguen interpelar a sus representados.

Cada bando es muchos bandos. Esto parece opaco. La singularidad de cada rostro se difumina. Se pierde de vista que detrás de cada slogan, de cada programa, de cada partido, de cada movimiento, hay una vida, un nombre y un rostro. Gratuitamente, las redes sociales y los medios se permiten olvidar esto y exhibir el fervor de la judeofobia y la islamofobia.

Torpes generalizaciones, lecturas incompletas y, otras, malintencionadas, distribuyen responsabilidades. Algunas se camuflan de redención y otras auto-celebran su valentía. En suma, constituyen obstáculos epistemológicos: trabas al pensamiento. Pero esas trabas no se revelan como tales. Esto no puede ser así, cuando esas voces se revisten a sí mismas de efectos de distorsión, de máscaras de conformidad. Héroes remotos e inconstantes de alguna de ambas causas proyectan en el rostro de los otros los rasgos de un deseo de conformidad.

El otro debe parecerse a los términos que me conminan. Sólo revistiendo al otro de un rostro, puedo orientarme para actuar. Y en ese mundo de falacias sociocéntricas, lo que se pierde es el rostro de la humanidad y la profundidad del duelo y la verdad de cada pueblo. Recordemos que la crítica no corroe lealtades, sino que puede fortalecerlas. La presunción de lealtades es acusatoria y maliciosa. La generalización es un ejercicio ocioso.