Las elecciones presidenciales en Bolivia abren un nuevo capítulo en la historia reciente del país. Aún resta definir al ganador en segunda vuelta el 19 de octubre próximo, pero lo cierto es que la derecha boliviana ha logrado reposicionarse con Rodrigo Paz (32%) y Jorge Quiroga (26%) en el centro de la escena. La novedad contrasta con dos décadas de hegemonía del Movimiento al Socialismo (MAS), encabezado por Evo Morales, un liderazgo inédito para un dirigente indígena en una nación marcada por una rancia oligarquía heredera del orden colonial y de la riqueza extraída de Potosí.
Tenemos que hacer memoria y recordar que Evo Morales asumió el 22 de enero de 2006 y gobernó hasta el 10 de noviembre de 2019, durante 13 años y 292 días. Su gestión coincidió con el ciclo de altos precios de los commodities, oportunidad que no fue aprovechada plenamente para transformar estructuralmente la economía boliviana. Si bien logró avances sociales significativos —reducción de la pobreza, ampliación de derechos para las comunidades indígenas—, la economía siguió atada a la renta gasífera.
El desgaste se aceleró tras el referéndum de 2016, donde la población rechazó la posibilidad de su reelección. Morales, desoyendo el resultado, volvió a presentarse, lo que desencadenó una crisis de legitimidad y la posterior convulsión política que lo obligó a dejar el poder. Luis Arce, su histórico ministro de Economía, heredó tanto la inercia positiva de la estabilidad macroeconómica como las tensiones políticas internas.
El gobierno de Arce logró sostener bajos niveles de inflación, pero enfrentó crecientes problemas de financiamiento externo y de abastecimiento energético. En una entrevista reciente con La Nación de Buenos Aires, el propio Presidente Arce, sorprendiendo a propios y ajenos reconoció que parte de la crisis actual —falta de combustibles y de divisas— responde a la falta de previsión en exploración hidrocarburífera durante el gobierno de Morales.
La pérdida de ingresos por exportación de gas a la Argentina, tras la consolidación del proyecto Vaca Muerta, agudizó la situación. Al mismo tiempo, la disputa abierta con Morales, temeroso de quedar relegado, boicoteó la gestión de Arce, acelerando el descontento social hacia el MAS.
Uno de los elementos más críticos de la actual coyuntura es la inversión de la balanza energética. Según la consultora Gas Energy Latin America, Bolivia cerró noviembre de 2024 con un déficit comercial energético de alrededor de US$1.100 millones, cuando hace apenas una década registraba superávits anuales de entre US$2.000 y US$4.000 millones. El contraste es aún más evidente al observar los datos oficiales del Instituto Nacional de Estadística (INE): en 2022, Bolivia importó combustibles y lubricantes por US$4.066 millones, mientras que sus exportaciones en este mismo rubro alcanzaron solo US$3.088 millones. Esta situación no se explica únicamente por el encarecimiento global de la energía tras la guerra de Ucrania, sino también por el descenso sostenido en la producción de gas natural, que pasó de más de 22 millones de metros cúbicos diarios en 2015 a apenas 15,4 millones en los últimos años. El resultado es una paradoja: el país que construyó su estabilidad macroeconómica durante el ciclo de Evo Morales gracias a las rentas gasíferas, hoy debe importar más gasolina y diésel de lo que exporta en gas. Este cambio drástico pone en evidencia las falencias en la estrategia de exploración e inversión en hidrocarburos, una deuda que atraviesa tanto a Morales como a Arce y que marca el trasfondo estructural de la actual crisis política y social. Esto no sólo sucedió con los hidrocarburos sino también con el litio, que sintetiza las limitaciones estructurales de la estrategia boliviana. Si bien el salar de Uyuni contiene una de las mayores reservas mundiales de este mineral estratégico, el recurso presenta un alto contenido de magnesio que encarece el proceso de separación y requiere tecnologías más complejas.
El gobierno de Evo Morales intentó mantener un control estatal fuerte sobre el litio, pero esa política, combinada con un marco regulatorio poco flexible y con desconfianza hacia la inversión extranjera, terminó por ahuyentar a los capitales internacionales de la minería. El resultado fue que, mientras Argentina y Chile avanzaron en alianzas público-privadas y en atraer inversiones para producir y exportar carbonato de litio, Bolivia quedó rezagada en la carrera global de la electromovilidad.
Esta primera vuelta, que deja atrás a los candidatos del MAS y el llamado evista del voto nulo (18%), y reconfigura el sistema político boliviano moldeando en primer término el poder legislativo, se produce en este marco de fatiga social con el MAS, crisis de divisas y desabastecimiento energético. La derecha boliviana, históricamente vinculada a los sectores empresariales de Santa Cruz y a las élites tradicionales, retorna con un discurso de estabilidad y “recuperación de la confianza”.
Lo que hoy atraviesa Bolivia no es un hecho aislado, sino parte de un fenómeno regional. Ya en 2017, Noam Chomsky advertía que los gobiernos de izquierda latinoamericanos habían desaprovechado la oportunidad de transformar estructuralmente sus economías durante el auge de los precios de las materias primas. En lugar de destinar las rentas extraordinarias a la industrialización y la innovación tecnológica, la mayoría mantuvo esquemas extractivistas tradicionales.
Bolivia es un ejemplo claro: el superávit gasífero de los años de Evo Morales pudo haber servido para sentar las bases de una matriz productiva diversificada. Sin embargo, la falta de inversión en exploración, la ausencia de una política industrial robusta y el predominio de la lógica rentista derivaron en la situación actual: un país que importa más gasolina de la que exporta en gas, y que enfrenta nuevamente las limitaciones estructurales señaladas por la tesis Prebisch–Singer hace más de medio siglo. Moraleja: tener recursos no basta si no se los convierte en palanca de transformación productiva.
Veremos qué ocurre con el ganador. Sea quien sea, le tocará gobernar en un MERCOSUR con liderazgos divididos, donde Brasil emerge como potencia regional y global de la mano de los BRICS, mientras que la Argentina avanza lentamente en su salida del déficit, pero con una marcada cercanía política hacia los Estados Unidos. En este escenario, Bolivia deberá redefinir su lugar: o permanece atrapada en el ciclo de dependencia de recursos primarios, o construye una estrategia que le permita insertarse en un mundo en transición, donde la disputa entre Occidente y Oriente se libra también en el corazón de Sudamérica.
Alejandro G. Safarov
Integrante
Consejo Federal de Estudios Internacionales (CoFEI)
Departamento de América Latina y el Caribe
IRI-UNLP